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coces. En lo moral adelantaba menos. Era inteligente y hábil, pero se necesitaba ponerla en ocasión de serlo. Dejada á su libre arbitrio, se hallaba más á su gusto con las ideas en reposo y la curiosidad adormecida. Como si su espíritu se hubiera empapado en las lobregueces del hogar paterno y en las tristezas de su madre, en sus ojos, negros y bien rasgados, rara vez se pintaba la cocodicia de lo externo, ni en toda ella ese rebosamiento de vida, eso que tiene á todos los niños en constante inquietud por superabundancia de impresiones y de espolazos del deseo; era, pues, una niña perezosa, así de cuerpo como de espíritu, más que por naturaleza, por hábito, cacapaz de sentir mucho y pensar risueño, pero con la sensibilidad y el pensamiento impregnados todavía por las arideces y tristezas de otros tiempos.>>

Su padre y la criada, pensando en «halagar las indolencias de Inés, para mantenerla en su modorra, de tal arte se arreglaron, que cuando llegó á ser moza, y moza muy garrida de veinte años, tomaba por trabajo molestísimo hasta lavarse la cara.»

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Cruz, educada en un medio más natu

y más alegre, tuvo sonrisas y franca desenvoltura, viveza y expresión, hasta que se sintió vencida, muerta, por su rudo y sagaz marido. Entonces replegó el espíritu sus alas, fundiéronse sus ilusiones en un solo deseo, sus amcres en un solo cariño, y viviendo por su hija, infundió en ella todos los alientos de su sér y todos los desencantos de sus tristezas. En Inés renacía su madre, apasionada, expansiva, dócil, sensible; pero el dolor y el miedo engendraron indiferencia y abandono; y ese abandono y esa indiferencia la niña los sentía; sin haber sufrido aún los desengaños, desdeñaba las sensaciones; sin conocer la causa de su temor, no se atrevía á desplegar las alas. Los gérmenes de vida dormían en ella; cualquiera causa exterior podía despertarlos, y esta causa llegó con el seminarista Marcones, el cual no era capaz de inspirar pasiones ni delirios á Inés, que había heredado la delicada y finísima naturaleza de su madre; pero traía consigo una oleada del mundo, que, sin conmover el corazón, fué bastante poderosa para galvanizar las ideas.

Con el ansia de saber se produjo una corriente simpática entre la inocente discípula y el maestro revolucionario, que tenía buen cuidado de presentarse como centro de acción en la ciencia que predicaba, y de reducir á sí, personificar en él y materializar, encarnándolos en su cuerpo cochino, todos los conocimientos y todas las razones que ofrecia.

Inés, que hasta entonces fué del todo ignorante (creía, entre otras cosas, que desde la cumbre de las montañas se tocaría el cielo con la mano), adquirió toda idea nueva y modificó las suyas entumecidas, confundiéndolas con la idea que la presencia del seminarista le inspiraba; pero poco a poco fueron ensanchándose á ante sus ojos los horizontes, y su espíritu tendió las recogidas alas y su cerebro permitióse discurrir por cuenta propia, y despertó su memoria con la lectura de una novela ejemplar, y palpitó su corazón ante un desconocido, y odió á Marcos y despreció su mentirosa ciencia, y creyó morirse de susto al sentir la inexplicable impresión del amor, y gozando de una vida nueva, fué mujer como pocas, hermosa, enamorada, desenvuelta,

feliz. La transformación, ó, mejor tal vez, la reacción, se había verificado. En adelante todo se justifica por el mismo carácter de Inés, la hija, la propia estampa de Cruz. Llega para ella, como para ésta llegó, el tiempo del tormento; la misma cárcel la retiene y la misma carcelera la maltrata. Inés piensa en su madre; se horroriza creyendo que, como aquélla, morirá, y su espíritų se subleva con esta idea. Cruz tenía en su cárcel todo lo que amaba; Inés sólo ve allí sus odios y sus martirios; en cambio, fuera de allí está lo que adora, lo que nunca puede olvidar. El ejemplo de la mártir y el amor de Tomás, grabados en su memoria, engendran una idea que todo lo arrolla, que vence su cobardía; decídese al fin, y huye; corre y desmaya y cobra aliento, y emprende su fuga con más afán hasta llegar á la puerta del Lebrato, hasta encontrarse en los brazos de Pilara.

Ciertamente, al trazar el carácter de Inés, no se prodigan las anatomías psicológicas, y se prefieren los «caminos trillados» á las «disquisiciones fantasmagóricas por los profundos de las más recónditas obscuridades del espíritu;» pe

ro, sea como fuere, el personaje creado resulta en perfecta ar nonía con las causas que le produjeron y las circunstancias que le rodean. La hija del Berrugo, sin necesidad de falsear su naturaleza, se muestra muy distinta, influenciada al principio por las tristezas de su madre y las tiranías del usurero; después, por la presencia de Marcones, que trae á su retiro un soplo más ó menos perfumado del mundo, y despierta en su cerebro la idea social; más tarde, la llegada del indiano hace renacer en su corazón amorosas pasiones; y, por último, el sufrimiento, la memoria de una mártir, la idea de que aquélla murió asesinada por los mismos verdugos, el horror, y tal vez la esperanza inconsciente de acercarse á su amante, la infunden ánimo y determinan su fuga. Todo es razonado, concreto y lógico: ni su primer anonadamiento ni su final resolución discrepan ni luchan con sus naturales condiciones; son resultados inevitables, movimientos producidos por el engranaje de actitudes y sucesos.

Pereda prefiere dejar decir á sus personajes que dar á conocer, por sencillas y

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