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LA PUCHERA

(D. J. M. PEREDA)

En el culto literario, como en todos los demás, el neófito siente mayores entusiasmos que el sacerdote. Éste muestra más acierto en sus juicios y en sus admiraciones; pero aquél le supera siempre en vehemencia y fantasía. El primero glorifica ó pisotea, todo es pasión; el segundo discute y justifica, todo es razón. Éste podrá equivocarse; aquél de seguro exagera. El primero arrastra consigo la opinión general, ventaja de ser vulgo; el segundo tiene en contra suya hasta el sentido de su nombre: ¡se llama crítico!

¡Crítico! Esta palabra es suficiente para hacer odioso al que con ella se distinga... cuando nos quite méritos ó nos ahorre alabanzas. Hemos convenido tá→ citamente en que la crítica y la opinión pública son tolerables mientras nos en

salzan y repulsivas desde que nos desdeñan; esta teoría, en toda su generalidad admitida, presenta muy fáciles aplicaciones, lo cual no deja de ser una ventaja. Y sabido esto, coja usted una obra y léala con cuidado, temblando á cada defecto que salte, como si usted lo hubiera puesto allí: escriba luego, para mayor primor, con guantes amarillos, un artículo colmado de dulzuras, y permítase deslizar la más ligera advertencia refiriéndose á cualquier descuido, ó advertir modestamente que en tal ó cual sitio el autor se deslució por ignorancia... ¡Uh! No tardarán en zumbarle los oídos mientras entre su víctima y un amigo cariñoso media la siguiente conversación:

-¿Por qué habla mal de tí ese... mamarracho?

-Porque no le quise prestar cuatro pesetas.

Afortunadamente, hoy estamos tranquilos y satisfechos; la obra que acabamos de leer sólo merece alabanzas, y su autor dista mucho de los vulgares autores. Vive retirado de la lucha que nos devora, y como á su retiro sólo llega el humo del incienso, no siente las mezqui

nas pasiones que aquí nos mueven. Pereda podría decir á muchos lo que Musset dijo á Scribe:

-¿Quiere usted saber cómo hago mis obras, y confiesa que usted hace las suyas pensando en agradar al público? Pues bien; yo escribo las mías pensando sólo en agradarme.

Ahí estriba el secreto del arte. Si el talento se dejara guiar siempre por los impulsos de su genial independencia, si no se halagaran las vulgares pasiones, ni se copiasen los recursos, ni se falsificaran los sentimientos, desaparecerían los parásitos vividores, y á la espontaneidad opondríamos la franqueza. Cuando se empleara el alma noble para producir, se hallaría el corazón abierto y franco para juzgar; pero mientras no cesen las especulaciones viles y los torpes disfraces; mientras el artista (!) no sea sincero, la sensación será contenida, el pensamiento desconfiado, y la crítica se verá precisada muchas veces á soltar la pluma que perfila, para coger la escoba que barre.

Pereda es un genio independiente y noble. Observá y escribe para satisfacer una condición esencial de su naturaleza;

los sentidos amontonan en su cerebro mil y mil impresiones: personajes, objetos, ideas, que reaccionan en la memoria, combinándose y transformándose por esa química desconocida, cuyas leyes, determinadas, serían la expresión más sublime de la ciencia; así, de condiciones varias de seres dispersos, se forma un sólo sér, de varios lugares un lugar, de varias pasiones una acción; la enredada madeja se devana; rueda y rueda, formando al fin un primoroso ovillo donde todo se halla compendiado, fijo y definido. Queda un cabo suelto que se agarra en la punta de una pluma de acero; la pluma se posa en el papel, y corre; corre, y el ovillo gira y la hebra se va fijando en obscuras sinuosidades, mil veces rota, mil veces recogida; y así, tira que tira, durante algunos meses de fiebre, la madeja se ha extendido sobre un montón de cuartillas, y el montón de cuartillas compone una novela.

No sé yo si esta explicación será bastante clara para que, guiándose por ella, intente alguien hacer un buen libro. En todo caso, advertiré, para los que la encuentren floja, que no resultan menos

confusas, llevadas á la práctica, las que tan razonadas parecen en teoría.

Hay en todo carácter humano infinidad de condiciones que lo determinan, como hay en toda fisonomía multitud de líneas que forman su contorno; pero entre aquellas condiciones y estas líneas hay un número reducido que basta para representar el conjunto, imposible de abarcar en sus infinitos detalles. Esto lo ha visto cualquiera en la fotografía: entre varios retratos de un mismo individuo sobresale siempre uno que nos hace decir «éste es más él, » expresión que, traducida en buena gramática, significa: «En éste se presentan más claramente las líneas que dan carácter á su figura.»

Estas líneas, estos rasgos manifiestamente distintivos que determinan la fisonomía especia! de un objeto, de un sér viviente ó de una pasión, son las que sirven al pintor, como al literato, y en encontrarlas se ocupa el genio inconsciente, porque semejante trabajo no lo realizaría jamás con acierto el estudio concreto y voluntario.

Por esto diremos que ciertas reglas, deducidas del análisis de las obras, no

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