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-Trap, trap, trap, trap....

— ¡Oh, qué alegría!—¡ arriba, mis soldados!

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Carlo-Magno da este grito al oir las pisadas de un caballo, cuyo eco retumba mas grato en su corazon que el chasquido de una espada á los oidos de un guerrero, cuando con ella se parte el cráneo de un contrario.

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¡A fuera los cuidados! el cielo ya ha escuchado nuestros votos.

El rumor que ha hecho nacer la esperanza en el pecho de Carlo-Magno, infunde temor al vigilante moro, pero al observar la causa Mahomet desde su torre, recobra de nuevo espíritu y maldice á su infundada desconfianza.

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-¡Ah!... ¡malaya el miedo! Solo veo un corto peloton de unas cien lanzas, y á su frente un imbécil caballero.... ¡Qué refuerzo!... Bien puedes, Carlo-Magno, esperar á tus condes feudatarios que en la fiesta de mayo te acompañan, pues se durmió su honor como tu ejército. Por demás es, oh Rey, la copa de oro y esa virgen de plata que, colgada del arzon de tu silla, te protege. Mañana he de beber con la primera en medio de mi harem, y una coraza he de mandarme hacer de la segunda para guardarme el pecho de tus dardos. Lo que te conviniera es sangre y fuerza, y tal socorro el cielo no lo envia........ (4) (5).

Trap, trap, trap, trap........

Carlo-Magno ha salido de su tienda para ver al caballero de las cien lanzas que viene en su ayuda.

¿Quién es el caballero que se acerca?... ¡Oh! vén, vén á mis brazos, caro amigo, fiel é invencible Arnald de Cartella, vén con tu unguela roja y tus cien lanzas que así darás alivio á mis valientes. (6) (7).

Al cruzarse los brazos de Cartella con los del Rey, el ejército dormido recobra nueva vida, y mas al ver los víveres que vienen con la hueste ayudadora; cada cual alarga una mano á alguno de los nuevos compañeros y con la otra se aferra á la empuñadura de su espada, con la idea

de que ya empieza el asalto. ¡ Valientes guerreros! hasta la gloria de su misma espada envidian, al pensar que ha de ser primera en el triunfo que sus manos.

Los sitiadores ya se han reforzado con el alimento y la amistad de los nuevos caballeros; solo falta que les hable Carlo-Magno.

-¡Al arma, mis valientes! Nuestra sangre ya tendrá desde ahora mayor vida. Hoy verá Mahomet la cruz con sangre, hoy será una verdad mi feliz sueño, y mañana.... triunfantes en Gerona, ofreceréis conmigo á la cruz santa, nuestra guia y patrona é igualmente las joyas que yo llevo y vuestras armas. Mañana mostraré á la edad futura la fuerza de la cruz porque peleo, grabando de tal modo su gran nombre que ya jamás se estinga en esta Marca. Entretanto vosotros, mis soldados, podréis buscar el labio de la esposa ó saciaréis vuestra arrogancia, exótica y sublime á la par, jugando alegres con los sangrientos cráneos de esos perros (8) (9).

Apenas habia dado fin á su discurso Carlo-Magno, cruzando las manos y alzando la vista al cielo, que empezaba á mostrarse mas sereno á medida que el sol se trasmontaba, cuando de repente vino á cubrirse la ciudad y el campo de un color rojo y sangriento, al través del cual se veia caer una lluvia de sangre, y entre cuyas oscuras gotas aparecia brillando y radiante de hermosura una santa cruz, que, llena de esplendor y majestad, se ostentaba sobre la cúpula del alcázar mahometano (10).

Al contemplar tal milagro, sitiadores y sitiados callan por un momento, y solo rompe en seguida su silencio la voz de Mahomet que se levanta sobre el muro.

No me espanto por esto, Carlo-Magno. Tan solo por la fuerza has de vencerme, porque prefiero ser antes rey muerto, que vasallo con vida (11).

La respuesta que dió á estas palabras el Rey del sitio fue un repentino estrépito de trompas y bocinas, un choque inesperado de espadas, lanzas, piedras, y máquinas. Bien

pronto, entre gritos de vivos, ayes de moribundos, voces de mando é invocaciones, se vieron temblar las torres y los muros como espantados de la poderosa respuesta. Todo es confusion..... ¡Ya no hay murallas! Todo es gloria y poder.... Ya no hay infieles! Oid á Carlo-Magno en el asalto.

¡Adentro, mis valientes! ¡Ea! ¡adentro!... Ni uno ha de quedar........ mas.... sí, uno solo.... uno para que cuente mientras viva, si hubo para mí cielo y esperanza, y si con nuestra cruz se vence todo.

Al dia siguiente de la batalla, Carlo-Magno, al lado del valiente Arnaldo de Cartella, cumplia sus promesas en Gerona; y á la puerta del alcázar, que entonces le servia de palacio, lloraba un moro de rabia y gratitud al mismo tiempo. Era el Wali Mahomet que, perdonado por Carlos en el sitio, admiraba la magnanimidad del Rey y el milagro de la cruz (12).

LEYENDA III.

El escudo de Vifredo el Velloso. Año 873.

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(Siglo IX. Época de Vilfredo el Velloso, primer conde soberano de Barcelona.)

¡Barcelona!...

Tal era el nombre que pronunciaban con admiracion los ejércitos que pasaban por frente de una ciudad hermosa á la que rendian homenaje los montes y besaba el pie la mar. Sus murallas eran almenadas, mostrando en cada ángulo una elevada torre y los soldados

que las guardaban eran súbditos del conde que gobernaba la Marca en nombre del emperador Cárlos el Calvo (1).

El conde, que se llamaba Vifredo, era de una arroganle figura y rostro afable; llevaba una barba larga y negra que le cubria el pecho; ostentaba severidad en los ojos, que le brillaban como dos estrellas, y vestia una bruñida armadura, de la que formaba parte un escudo de oro sin timbre ni cuarteles, el mismo que servia de armas á su palacio (2). Pero Vifredo hacia mucho tiempo que se mostraba triste y melancólico, y sus palabras no eran tanto de paz y consuelo como cuando llegó de la guerra la primera

vez.

En vano obsequiaban los nobles á Vifredo, al verle siempre con la vista fija en su escudo; en vano le llamaba Rey el pueblo aconsejándole que disfrutara mejor de la paz; pues la respuesta que daba el conde á tales obsequios y halagos siempre era la misma. — La verdadera paz aun no ha llegado: ¡falta verter mas sangre para verla!

Esto murmuraba un dia Vifredo estando recogido en su capilla, cuando de repente separó las manos de su barba, y mirando con avidez por entre las rejas que daban al campo, levantó la sudada frente, abrió la boca y respiró con fuerza, aparentando seguir ó buscar un objeto que le interesara en gran manera. Al observarle así sus guardias, miraron tambien hacia el lugar que absorvia la atencion del conde, y vieron á lo lejos el brillo de unos aceros, que cruzaban por entre las arboledas, y se dirigian hacia el Norte.

-¡Oh, desgracia!-dijo en seguida el conde, aferrándose á la doble verja y dando un fuerte golpe á su escudo. ¡Miradlos cual avanzan! Todos van á gozar de la victoria, y yo he de quedarme quieto en mi palacio!... Todos buscan la gloria con su sangre, y yo he de templar mis venas que me hierven, sin ganar un blason para mi pue-blo!... (3)

Y llorando amargamente corrió el conde desde la reja

Al través de sus espesos bosques y de algunos espacios desiertos que solo podia haber dejado yermos la fuerza del huracan, ó el furor de las corrientes, y que debia visitar, á lo mas, algun oso solitario ó alguna lijera gamuza, hubo un tiempo que se encontraban mutilados cadáveres de guerreros, cubiertos de pesad is armaduras, por entre las cuales arrancaban los cuervos la podrida carne de los cuerpos y desfiguraban los venerables rostros, tal vez orlados aun con los laureles de su gloria. Dos hermanos que se disputaban la corona de un imperio, eran los que habian abandonado en tales sitios aquellos cadáveres, único resto de los héroes que mas les defendieran (3). ¡Cuántos amigos y parientes lloraron á los héroes abandonados ó desaparecidos, luego que la calma de la victoria puso á Pepino en el trono que ambicionaba Guifre, el amigo de Gaiferos! ¡Cuántos saludaron con lágrimas al nuevo Rey que acababa de adornarse con las insignas de su antecesor Cárlos Martel (4)!

Los guerreros llorados, unos eran alemanes, bávaros ó longobardos; otros visigodos de Aquitania ó de España, y otros visigodos tambien, sujetos á la corona de Francia, ó soldados de varias tierras, fugitivos de las compañías desamparadas ó dispersas que siguieron á Gaiferos en Roncesvalles. Entre ellos existia uno que, sin embargo de ser mas llorado que los otros, habia preferido la vida solitaria del Pirineo á los goces con que le brindaba acaso el país vencedor, olvidado por entonces del otro país desgraciado, victima de Abderramen y Abdemalech, y al que acabaron de destruir el vencedor de Lullo y el rebelde Zatto algunos años despues.

No hay mas que recordar al mayordomo de Francia el valor del capitan Otgero y su desaparicion, para ver como llora un jóven y como suspira un príncipe, para observar el interés con que Pepino habla del que le prestó mas ayuda para hallar su corona. Pero los lamentos del Rey de Francia no pueden ni saben llegar á aquellos montes que separan el país de las Galias, del conocido por el nombre de Marca de España (5) (6).

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