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á los suyos, viendo ya que los ejércitos se acercaban.— En el torreon mas alto colóquese el Baucán y no cedamos, sino honrados con muerte ó con victoria (4).

A poco el sobrejuntero hizo saber al Comendador que en Chalamera se habia hecho fuerte tambien otro Comendador con seis hermanos, pero que por último se les habia asaltado; y que Bartolomé de san Justo, fortificado en Miravete, y los catalanes Ramon de Angler y Ramon de Galliners, en Canta vieja, junto con el aragonés Bernardo Tarin, que estaba en Castellote, habian ya caido en poder de los del Rey, despues de una obstinada defensa (5).

¡No importa, no!-respondió el gran Comendador.— Si fuerais enemigos me rindiera, pero siendo envidiosos no me rindo, pues os vengariais poco, y yo quiero que mi muerte sea grande.

El sitio duró muchos dias; Belvis habia arrojado ya á sus contrarios todos sus víveres y riquezas, y casi sin recurso se defendia aun, con la confianza de que así se vengarian mas crudamente en su persona, y todo aquello seria en bien suyo y de los templarios, que solo peleaban por la Cruz y no por sí.

Un dia, en que apenas los sitiados podian levantar el brazo para defenderse, hizo saber el sitiador á Belvis que le esperaba un gran castigo, y que en Francia se quemaban aquel dia, todos los hermanos de la Orden.

-Con castigo que deje un gran recuerdo, ya me entrego...... ¡ Marchemos á las llamas! - Yal grito de «¡á la hoguera, á la hoguera!. ¡por Dios solo!» se entregaron todos los Templarios de Monzon con su Comendador Belvis, para recibir el dudoso martirio que les esperaba tal vez, y para tener al menos la satisfaccion de saber en su muerte, quienes habian sido los envidiosos que se la ocasionaron (6).

¡Quién sabe si los infelices Templarios, verian por testigos de su martirio, á aquellos mismos que les negaron el

saludo sin razon...!

LEYENDA XIX.

La corte de Alfonso el Benigno.

Año 1528.

(Época del reinado de Alfonso IV el Benigno, de Aragon. )

No bastaba para alegrar los corazones de los catalanes la reciente memoria de los triunfos en Coller y en Brancas, y sobre todo, en la obstinacion de los Pisanos; no bastaba el gozo que podian infundir en el alma las banderas con que el almirante Carrós y el noble Peralta, vencieron en otras tierras con la ayuda de una mano real; no bastaba la presencia del invencible infante don Alfonso, recien llegado con las mismas banderas, pues una causa mayor, un luto inmenso, la edificante muerte del rey don Jaime, mantenia á los vasallos en una continua afliccion y en una soledad inexplicable (1).

En vano el benigno Infante habia hecho saludables promesas, en vano se habia reunido con sus hermanos en Montblanch, para deliberar alli sobre la marcha que debia seguir como rey, y el consuelo que acaso podria hallar para su pueblo. Todo era tristeza, y, aunque los vasallos veian en su nuevo Príncipe la imágen de su padre, y le creian valiente, sabio, justo y humano, con todo, los mismos sentimientos que el Infante descubria, y las demostraciones de tristeza que manifestaba en todo, para que quedara así mas grande la memoria del Rey, hacian aumentar de cada vez mas el dolor que causaba la desaparicion de este monarca, verdadero padre de sus vasallos.

Veia pasar los dias el Infante, sin hallar un término para su desconsuelo, y al paso que no llevaba prisa en coronar

se, para no renovar así recuerdos tristes, le era sensible, con todo, el aspecto solo de una corte desanimada, del mismo modo que le parecia imprudente el crearla con mas brillo en tales tiempos. Era injusticia del destino la causa que detenia al prudente Alfonso, despues de tantos triunfos y de haber conquistado la paz; y amarga por ello debia serle su prudencia, cuando él creia que, durante la paz de los reinos y la justicia de sus reyes, era la ocasion mas segura de hacer ver á los vasallos su felicidad. En la paz es mas fácil que una corte muestre su pompa y grandeza, y nada hay como esto que indique tanto la dicha y la riqueza de un país

Este era el parecer del Infante, cuando pidió consejo á sus hermanos, demostrándoles la seguridad del estado y la posibilidad así de mayor dicha y aumento en las artes olvidadas.

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Desde mi marcha á Pisa y luego á Génova, ni de un solo cantor la voz he oido, ni de una leve rima un solo verso....!

Y estas palabras, que expresó con pesar el jóven infante, sujerieron una idea á su hermano don Pedro, que escuchaba callado los consejos del otro hermano Arzobispo, único que hablaba á Alfonso con interés en aquel caso, para que cambiara sus designios en obras piadosas, y él solo que habia acudido con prevencion á la entrevista. Los otros hermanos nada decian, por respeto tambien al Arzobispo, y por conformarse á la idea del infante don Pedro, que pasaba entre todos por el mas entendido y de provecho.

La resolucion quedó indecisa, y Alfonso tomó consejo por sí solo, ya que de darle otros mejores no se habian cuidado los demás. Esto hacia vacilar al Infante, para adivinar cual seria de entre sus hermanos el que mas amor le profesase.

La marcha de Alfonso desde Barcelona á Zaragoza, indicó bien pronto su resolucion, tan acertada que, con la

sola noticia, ya empezaron á alegrarse los vasallos, y á olvidar su manifiesta soledad y tristeza.

¿Qué aragonés ó catalan no habia de envanecerse de serlo, al ver la riqueza y suntuosidad con que el Rey habia hecho disponer las fiestas de la coronacion, y, sobre todo, al contemplar el valor que él mismo habia dado con sus palabras y hechos á tan augusta ceremonia?

Despues de haberse armado y coronado en la Iglesia el señor Rey, y de haber prestado un juramento cada vez de blandir la espada, desafiando ante todo á los enemigos del orbe cristiano; despues de haber hecho nuevos caballeros, cada uno de los cuales hizo en seguida otros tantos; despues de haberse hecho calar las espuelas por sus dos hermanos Pedro, y Ramon Berenguer; despues de haber recibido de manos del otro infante Arzobispo, el bordado manípulo, la rica espada, la deslumbrante corona, el bruñido pomo, la luciente vara, la pulida alba, la preciosa dalmática, la inapreciable estola llena de perlas y rubís, y la crisma con que quedaron consagrados su brazo y su frente; despues de todo esto, el señor Rey, rodeado de carrozas que arrastraban monstruosos cirios (cuya luz ofuscaban las inmensas luminarias con que los vecinos avergonzaban al mismo dia), entre músicas y cantos de caballeros salvajes, y en medio de vivas y aclamaciones, entregó su espada á Ramon Corneyll, que la llevaba adelante, y montó el mas brioso caballo que jamás rey alguno haya sujetado. Desde la punta de la cabeza hasta las espuelas, y desde la cabeza del caballo hasta la cola, no se veia mas que oro y piedras preciosas, pues en la corona tan solo habia brillantes, rubís, balajas, zafiros turquesas, esmeraldas y perlas tamañas como huevos de paloma. Del freno del caballo salian cuatro riendas, dos que doblaban por el cuello del mismo y que sujetaban á derecha é izquierda los señores infantes y todos los nobles de Cataluña y de Aragon, y otras dos de seda blanca, suel

tas por delante, y largas de cincuenta palmos cada una, que llevaban de la mano, puestos á dos filas y á pié, otros ricos-hombres, caballeros, ciudadanos, y entre ellos, los comisionados de Barcelona, Valencia, Zaragoza y otras ciudades.

Rodeado de tal pompa y magnificencia, atravesó el Rey las calles de la ciudad y se trasportó á la Aljafería, donde se vió un espléndido convite, al que asistieron todos los del acompañamiento, y además un sin número de caballeros de otras cortes y tierras, los mensajeros del rey de Trimisa y del de Granada; con joyas y presentes, varios honrados hombres de Castilla; y un sin fin de cardenales, arzobispos, obispos, abades y priores.

Al sentarse el Rey á la mesa, se publicó un bando para que todo el mundo se arreglara y se alegrara, se tocaron las campanas, empezaron los juegos de los bordonadores y de la genetia, en los que se lucieron muy particularmente los de Valencia y Murcia, se corrieron toros, se arreglaron danzas de mozos y doncellas, salieron músicas, que no tocaron poco ante la Iglesia de san Salvador, y para ostentar mayor grandeza, procuraron los nobles y el mismo Rey cambiar menudo los vestidos, dando á los juglares y servidores aquellos de que se despojaban.

Así continuó tal clase de fiesta, hasta llegar al fin de la comida, que el Rey ocupó un sitio mas elevado, para escuchar los sirventesios y las canciones que debian recitarle los mejores juglares del reino, cuales eran Comí y Romaset. Con grande atencion escuchó el Rey; al oir los hermosos versos lemosines con que Romaset describió el significado de la vestidura real, y el objeto que tenia cada cosa de por sí. Esto agradó mucho á la comitiva y no menos al Rey, pero el mismo gozo que este sentia por ello, le hizo olvidar al fin el esplendor de la fiesta, al dar en la idea de que, entre tanta alegría y satisfaccion de corte, aun no habia podido escuchar un verdadero consejo de sus hermanos; y, por consiguiente, no sabia aun cual era

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