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ros que suele producir aquel terreno; con los cuales y suficiente provisión de bastimentos, prosiguió su viaje y llegó á Coro á principios de febrero del año de 34, trayendo en su compañía muchos hombres de cuenta y principales que después desempeñaron las obligaciones de su sangre en la conquista y población de esta provincia, como veremos en la narración y contexto de esta historia. De éstos fueron Alonso Pacheco, natural de Talavera la Vieja, progenitor de los caballeros de este apellido en la ciudad de Trujillo, y de los Tonares en Caracas; Francisco Infante, natural de Toledo, de quien descienden los caballeros Blancos Infantes de esta ciudad de Santiago; Francisco de Madrid, natural de Villa-Castín, de cuyos méritos son herederos los Villegas; Gonzalo Martel de Ayala, de quien quedó descendencia en el Tocuyo; Montalvo de Lugo, natural de Salamanca, que pasó después al Nuevo Reino, y desengañado con los reveses que le jugó la fortuna, se volvió á España á gozar con quietud de un mayorazgo que había dejado en su patria; Francisco de Graterol, tronco de ilustres familias; Damián del Barrio, natural del reino de Granada, cuyos servicios en la América correspondieron á los que antes tenía obrados en la Europa, habiéndose hallado en la memorable batalla de Pavía, en el saco de Roma con el Duque de Borbón y en otras célebres funciones de las de más importancia en aquel tiempo: descienden de este caballero los Parras, y Castillos de Barquisimeto; los Silvas de esta ciudad de Santiago, y otras ilustres familias que tienen su asistencia en la provincia.

CAPÍTULO XI.

Determina Spira hacer entrada para las partes del Sur: envía parte de su gente por las sierras de Carora: pasa él con el resto á la Borburata, y júntanse después en el desembocadero de Barquisimeto.

Cuando llegó Spira á la ciudad de Coro, halló toda su comarca muy falta de bastimentos, porque habiendo sido el año escaso de aguas fué consecuente la esterilidad en las cosechas, y así por este motivo como por el ansia que traía de no perder tiempo en sus conquistas, determinó dividir la gente que tenía, empleándola en diferentes entradas, para que se mantuviese con más comodidad en las provincias vecinas; y consultando la mejor forma para dar expediente á sus deseos, fué el parecer de los más prácticos que el mismo Gobernador con 400 hombres tomase la vuelta de los llanos de Carora (que demoran al Este de la ciudad de Coro), y que su Teniente general Nicolás de Fedreman atravesase la cordillera por la parte del Oeste, para que, descubierta por un lado y otro la serranía, se supiese lo que encerraba en su terreno; para lo cual había de pasar primero Fedreman á la isla de Santo Domingo á conducir de cuenta de los Belzares los caballos, armas y demás pertrechos de que necesitase, para armar otros 200 hombres que le habían de acompañar en su jornada.

Ajustada esta determinación entre los dos, empezó á disponer su entrada Jorge de Spira, señalando los 400 hombres que había de llevar consigo, de los cuales despachó 320 á cargo de los capitanes Juan de Cárdenas, Martín González y Micer Andrea, de nación tudesco, con orden para que, atravesada la serranía de Carora lo esperasen en los llanos, mientras él con los 80 restantes (que eran todos de á caballo) iba por la costa del mar al puerto de la Borburata (17), para por allí entrar con más conveniencia á incorporarse con ellos.

Despachados los tres capitanes por Spira, salieron de Coro y empezaron á repechar la serranía con bastantes incomodidades, porque siendo la fragosidad mucha, las aguas continuadas, el bastimento poco y precisa la molestia de ir con las armas en la mano por la oposición y resistencia con que los indios á cada paso procuraban embarazarles la entrada en lo que iban descubriendo, extrañaban los soldados (por ser los más de los recién venidos de Europa) aquel modo tan penoso de militar á que no estaban acostumbrados; pero vencidos al fin los embarazos á fuerzas de la constancia, y atravesadas sesenta leguas de tierra áspera y doblada, salieron á la provincia de Baraure (18), en el principio de los llanos, á la parte del Este; cuyos moradores, apenas los sintieron en su tierra, empeñados en lanzarlos de ella á fuerza de armas, tuvieron tal tesón en perseguirlos, que con repetidos acometimientos no les permitían ni aun un breve lugar para el reposo, valiéndose (para mejor ejecutarlos) de la molesta continuación con que cargaban las lluvias, pues no pudiéndose aprovechar de las armas de fuego por el impedimento de las aguas, lograban sin oposición el tiro venenoso de sus flechas.

Este desasosiego á todas horas, sobre la grande escasez de bastimentos que tenían, desanimó á los soldados de suerte, que abandonando la reputación trataron de dar la vuelta para Coro, encaminando la marcha por la parte que les parecía (según su demarcación) podría venir el gobernador Spira para encontrarse con ellos; y poniéndolo por obra, en

lo más oscuro de una noche desalojaron el Real, retirándose con buen orden por si fuesen sentidos de los indios no exponerse á los accidentes que suele ocasionar un descuido; pero aunque el ánimo que llevaban era de no parar en parte alguna hasta topar con Spira, el embarazo de los enfermos y heridos no les permitió lugar para seguir tanto viaje, obligándoles á que en el desembocadero de Barquisimeto (19), sin poder pasar más adelante, se quedasen rancheados por espacio de veintitres días, que fueron los que tardó en llegar allí el Gobernador, bien fatigado también de las molestias del camino; pero con la alegría de verse juntos, olvidaron unos y otros las especies de las pasadas miserias, y determinados á proseguir la jornada por los llanos, siempre Sur, al llevando para gobernarse la cordillera por guía, que les demoraba la mano derecha, volvieron para las poblaciones de Baraure, de donde antes se habían retirado perseguidos.

Avisados los indios de que los españoles entraban segunda vez en su provincia, como se hallaban ufanos con las ventajas conseguidas en los pasados encuentros, se juntaron en gran número cuantos habitaban la comarca, y con su acostumbrada vocería (teniendo la victoria por segura) les salieron al camino, presentándoles batalla; pero acometidos con prontitud de los 80 caballos que acompañaban á Spira, les cogió tan de repente aquella novedad (que no habían visto otra vez) que, absortos con el susto, sin tener ni un aliento para huir, se dejaban caer en el suelo, ofreciendo la vida, turbados, unos al duro golpe de las lanzas y otros al desmayo cobarde de su mismo asombro.

Desbaratado con esta facilidad el escuadrón numeroso de los indios, sin más daño de nuestra parte que haber quedado heridos tres soldados, los bárbaros que escaparon con las vidas, no teniéndose por seguros en la débil defensa de sus pueblos, recogieron con brevedad los hijos y mujeres y se retiraron con ellos al asilo ordinario de los montes, dejando libres las casas al arbitrio desordenado de sus huéspedes, que se hospedaron en ellas quince días para reparo

de las muchas aguas que descargaba el invierno, en cuyo tiempo, así para el remedio de la necesidad que padecían como por divertirse con un entretenimiento provechoso, se ocupaban muchos de los soldados en el noble ejercicio de la caza, á que les incitaba la abundancia de venados que mantenía la sabana. Uno de los más aficionados, que se llamaba Orejón, salió una tarde con otros compañeros á continuar en el divertimiento que solía, y empeñado por aquellos pajonales en perseguir un venado, se alejó tanto, inadvertido, que después de haberlo muerto á lanzadas, cuando quiso volver para el alojamiento no pudo dar con la salida. Los compañeros, sin echarlo menos, se retiraron con tiempo; pero conociendo su falta, después de estar ya en el Real hizo el Gobernador disparar algunos arcabuces para que, gobernándose por el eco de los tiros, conociese la parte donde estaban, pero él se hallaba tan remontado. que no los pudo oir, y tan confuso con la oscuridad de la noche, que determinó esperar á la luz de la mañana para intentar su salida; pero los indios que ocultamente le habían seguido los pasos, apenas le vieron desmontarse del caballo para descansar un poco, cuando, cogiéndole á manos, le cortaron con su misma espada la cabeza; el caballo, espantado con el tropel y alboroto de los indios, corrió furioso por aquellos pajonales, y teniendo mejor tino que su dueño, entró por el alojamiento relinchando, de que maliciaron todos el infausto paradero que había tenido Orejón.

Con esta sospecha envió el Gobernador por la mañana al capitán Juan de Villegas con una escuadra de soldados para que, recorriendo todos aquellos contornos, procurase adquirir noticias de Orejón, buscándolo, muerto ó vivo; y habiendo dado vuelta á la sabana, sin hallar señales de él, se encaminó á la montaña, donde á muy poca distancia encontró una población de bien corta vecindad, cuyos moradores, fiados en algunas palizadas que tenían para reparo, intentaron defenderse; pero conociendo breve la ventaja que hacían los arcabuces á la débil violencia de sus flechas, desistieron de su intento y se pusieron en fuga, dando

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