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príncipe que le maneja en lugar de cetro, ó por la de sus terribles maceros, ó por la de sus consejeros más íntimos y allegados: y la que el puñal perdona va á salpicar las tablas del patíbulo, erigido y aparejado á todas horas por un soberano irascible, impetuoso y arrebatado, á las veces justiciero, cruel y sanguinario. siempre. La suya propia tiñe las manos fraternales, y el hermano que le arranca la vida se ciñe su corona.

Los pueblos, fatigados de tanta tragedia, se felicitan al pronto de haber cambiado las crueldades del monarca legítimo por las larguezas del bastardo dadivoso. Pronto conocieron cuán poco habian ganado con el ensalzamiento de la nueva dinastía. En poco más de un siglo que ocupó el trono de Castilla la línea varonil de la familia de los Trastamaras, vióse á aquelles príncipes ir degenerando desde la energía hasta el apocamiento, y desde la audacia hasta la pusilanimidad. El prestigio de la magestad desciende hasta el menosprecio y el vilipendio, y la arrogancia de la nobleza sube hasta la insolencia y el desacato. La licencia invade el hogar doméstico, la córte se convierte en lupanar, y el régió tálamo se mancillaba de impareza, ó por lo menos se cuestionaba de público la lcgitimidad de la sucesion. La justicia y la fé pública gemian bajo la violacion y el escarnio. La opulencia de los grandes ó el boato de un valido insultaban la miscria del pueblo y escarnecian las escaseces del que aun conservaba el nombre de soberano. Mientras los

nobles devoraban tesoros en opíparos banquetes, Enrique III. encontraba exhausto su palacio y sus arcas, y su despensero no hallaba quien quisiera fiarle. Juan II. procuraba olvidar entre los placeres de las musas las calamidades del reino, y se entretenia con la Querella de amor, ó con los versos del Laberinto teniendo siempre sobre la mesa las poesías de sus cortesanos al lado del libro de las oraciones. Este príncipe tuvo la candidez de confesar en ei lecho mortuorio, que hubiera valido más para fraile del Abrojo que para rey de Castilla. Los bienes de la corona se disipaban en personales placeres, ó se dispendiaban en mercedes prodigadas para granjearse la adhesion de un partido que sostuviera el vacilante trono.

No habia sido mucho más feliz Aragon con la dinastía de Trastamara, que tambien fué llamada á ocupar el trono de aquel reino. Allí otro Juan II., monarca duro y padre desamorado, traia desasosegada y en combustion la monarquía. Desheredaba á un hijo, digno por sus prendas de más amor y de mejor forLuna, y los catalanes irritados contra el desnaturalizado monarca, llamaban á su suelo estrangeras tropas y brindaban con la corona de Cataluña á cualquier principe estraño que quisiera aceptarla, antes que obedecer al monarca aragonés. En Navarra la misma fermentacion de partidos, la misma hoguera de discordias, el encarnizamiento no menor.

¿Qué servia que aquejaran ya al pequeño reino

granadino iguales ó parecidas turbaciones que á los estados cristianos? Si allí se derribaban alternativamente los Al-Hayzari, los Al-Zaqui, los Ben-Ismahil y los Abul-Hacen, aquí se destrozaban entre sí los Enriques, los Juanes, los Alfonsos Ꭹ los Cárlos. Si un caudillo moro invocaba el apoyo de un monarca cristiano para derrocar á un rey de Granada, otro pariente de aquel se aprovechaba del desconcierto y las miserias del reino castellano para destronar á su vez al usurpador y negar el tributo al monarca de Castilla. Así el reducido reino de Granada se mantenia en medio de las convulsiones por la impotencia de los reyes y del pueblo cristiano para arrojar á los infieles de aquel estrecho rincon, afrenta ya y escándalo de España.

La degradacion del trono, la impureza de la privanza, la insolencia de los grandes, la relajacion del clero, el estrago de la moral pública, el encono de los bandos y el desbordamiento de las pasiones, llegan al mas alto punto en el reinado del cuarto Enrique de Castilla. Los castillos de los grandes se convierten en cuevas de ladrones; los indefensos pasageros son rʊbados en los caminos, y el fruto de las rapiñas se vende impunemente en las plazas públicas de las ciudades; un arzobispo es arrojado de su silla en un tumulto popular por atentar contra el honor de una recien desposada, y otro arzobispo capitanea una tropa de rebeldes para derribar al monarca y sentar á su hermano en el solio. En el campo de Avila se hace un

burlesco y estravagante simulacro de destronamiento: ignominioso espectáculo y ceremonia cómica, en que un prelado turbulento y altivo, á la cabeza de unos nobles ambiciosos y soberbios se entretienen en despojar de las insignias reales la estátua de su soberano, y en arrojar al suelo, entre los gritos de la multitud, cetro, diadema, manto y espada, y en poner el pié sobre la imágen misma del que habia tenido la imprudente debilidad de colmarlos de mercedes.

Habia llegado, pues, esta nacion á uno de los casos y situaciones extremas, en que no queda á los imperios sino la alternativa entre una nueva dominacion estraña, ó la disolucion interior del cuerpo social. A no ser que se levante uno de aquellos genios privilegiados que tienen la fuerza y el don de resucitar un estado cadavérico y de infundirle nueva vitalidad y sensatcz: uno de esos genios estraordinarios, que contadas veces en el trascurso de los tiempos son enviados de lo alto á la humanidad. Vendrá este genio vivificador, porque lo merece una perseverancia de cerca de ochocientos años puesta á tan rudas y dolorosas pruebas.

IX.

A medida que el territorio se ensancha, que la asociacion crece, que el Estado se forma, tiene más necesidad de constituirse en el órden moral; los derechos, los deberes, las relaciones mútuas entre las diferentes clases del cuerpo social necesitan fijarse. Esto es lo que ha ido haciendo la España en los cuatro siglos que hemos bosquejado.

El orden de suceder en la corona, electivo primero, semi-electivo despues, se hace hereditario. Gran paso dado en los elementos constitutivos de las sociedades civiles.

Aquellos primeros albores de libertad política que dejamos apuntados en el décimo siglo, se difunden en el undécimo. Las franquicias comunales se multiplican ensanchan, el conquistador de Toledo dilata las cartas y los derechos de los municipios.

y

La nobleza, creada y adquirida por la conquista, aquella orgullosa y potente aristocracia que formaba ya una parte integrante de la monarquía, reclamaba leyes que aquietáran entre sí á los turbulentos señores,

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