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lla misma noche del Retiro, fortificarse en él y enviar comisionados á Fernando, amenazándole si no juraba inmediatamente la Constitución.

Aquella noticia acabó de dar en el suelo con el ya escaso valor del rey que reconoció, aunque tarde, ante un movimiento tan unánime de todo el pueblo español, que no se juega impunemente con una nación, aunque permanezca por mucho tiempo sujeta á los caprichos de un hombre.

Aterrorizáronse los viles cortesanos, mostró el mayor pavor la reina Amalia, mujer tan tímida como fanática, y Fernando, ya muy avanzada la noche, queriendo conjurar cuanto antes la popular tormenta, firmó el siguiente decreto, que fué publicado acto se guido:

grupos formados por los más exaltados liberales, llevaron procesionalmente á la Plaza Mayor una lápida de la Constitución cincelada á toda prisa, y la colocaron provisionalmente en la fachada de la Casa Consistorial.

Por la noche recorrió las calles una numerosa manifestación con hachas encendidas, llevando en triunfo un ejemplar de la Constitución, ante cuyo libro se detenían los transeuntes y prestaban su juramento de fidelidad después de besarlo. Los manifestantes detuviéronse frente al antiguo edificio de la Inquisición, y derribando sus puertas, rompieron todos los horribles instrumentos de tortura y dieron libertad å sus presos, que, en honor de la verdad, debe decirse eran pocos en número, pues el Santo Oficio á pesar de la protección que le dispensaba el rey, no extremaba sus persecuciones y procuraba dar escasas señales de existencia, comprendiendo su incompatibilidad con el espíritu de la época. El archivo del odioso tribunal, repugnante depósito de procesos horripilantes y ridículos, fué destrozado por los revolucionarios que en su afán de aniquilar hasta el último átomo de

<< Para evitar las dilaciones que pudieran tener lugar por las dudas que al Consejo ocurriesen en la ejecución de mi decreto de ayer, para la inmediáta convocación de Cortes, y siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido á jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año de 1812. Tendreislo entendido y dispondréis su pronta publicación.-Fernando.-Pa- aquella deshonrosa institución, hilacio, 7 de Marzo de 1820.»

En aquella misma noche este decreto de tan gran resonancia no fué conocido de muchos, pero á la mañana siguiente produjo en la población de Madrid el más loco entusiasmo.

El vecindario entregóse á las demostraciones de alegría, y algunos

cieron desaparecer la mejor prueba de lo que era el tétrico engendro del fanatismo y de la tendencia avasalladora de la Iglesia, (1).

(1) Entre los procesos de la Inquisición que cayeron en manos de los liberales, figuraba uno

encabezado así: «Causa formada á la reverenda

madre Sor... por volar y otros excesos.»

Estos actos del pueblo de Madrid, de algunos personajes lo detuvieron, y más todavía la promesa de que el rey recibiría inmediatamente una comisión de los manifestantes.

que cada vez se mostraba más entusiasmado y revolucionario, alarmaron aun más á Fernando, que para captarse las simpatías populares mandó poner inmediatamente en libertad á los presos políticos, aunque al mismo tiempo ordenó á Ballesteros reorganizara á toda prisa el disperso ejército del Centro para guardar su persona y sostener incólume la autoridad real. No impidió esto que al día siguiente 9 de Marzo, Fernando sufriera una humillación por parte de los vencedores liberales que durante tanto tiempo él había escarnecido.

Receloso el pueblo de la fidelidad del rey en punto á cumplir la promesa de restablecer la Constitución, y queriendo obligarle á que no se detuviera en el camino revolucionario, dirigióse en actitud tumultuosa al Palacio, dando vivas á la libertad y dirigiendo á Fernando numerosos insultos, con los que desahogaba la indignación que seis años de persecuciones, de vejaciones y tiranías habían ido acumulando en su alma.

La guardia del regio alcázar presenció con la mayor tranquilidad el suceso, como alentando á los amotinados á que insultasen á aquel soberano que tan justamente merecia el mayor escarnio por su conducta anterior.

No encontrando el pueblo obstáculos de ningún género que se opusiera á su marcha, penetró en la planta baja del edificio y comenzó á invadir las escaleras; pero las exhortaciones

TOMO II

Aquella escena tenía gran parecido con las que se desarrollaron al principio de la gran revolución francesa. En la España de 1820, como en la Francia del pasado siglo, el pueblo tenía muchos agravios de que pedir cuenta á su rey, y lo que es todavía más importante, Fernando VII resultaba mucho más criminal y digno de castigo por su tiranía que Luis XVI.

El 9 de Marzo es sin disputa la fecha de nuestra historia más decisiva para el porvenir de la patria. Completamente abandonado el repugnante tiranuelo que tanto había de deshonrar nuestra patria y mirado con odio por toda la nación, el pueblo de Madrid, invadiendo el palacio y en completa posesión de su soberanía, hubiera podido arrestar á Fernando y proclamar un gobierno democrático que borrara para siempre del porvenir el peligro del despotismo.

¿Por qué no obró así el pueblo y contentóse con hacer una inocente manifestación impropia del poderío que gozaba? Fácil es la contestación. El pueblo se dejaba arrastrar por la corriente revolucionaria, pero la revolución no había penetrado en el interior de ninguno de sus individuos. Entre los que componían la inmensa muchedumbre que en aquel día invadió la regia morada, sólo escaso número de hombres, por sus profesiones ó su

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educación literaria, comprendían lo | el presente de España y muy diversa que tal acto significaba y la necesidad la historia de la revolución.

que habia, para sostener la libertad, de derribar el trono de Fernando; pero el resto, ó sea la gran masa popular, ignorante y sin instinto revoluciona rio, creía que los pueblos no podían subsistir sin sus reyes, y como ni por un instante pensaban en la posibilidad de abolir la monarquía, apelaban por toda venganza á llamar al rey:-¡Narizotas, cara de pastel! y otros insultos chuscos, después de los cuales se retiraban creyendo ya haber salvado la patria y consolidado la Constitu

ción.

Para que la España de 1820 realizara una verdadera revolución, faltábanle muchas cosas. Necesitaba tener, como la Francia de 1792, un Dantón que la llevara al combate y un Camilo Desmoulins que la enardeciera con sus escritos, y de esta clase de hombres carecía por completo, pues todos sus corifeos revolucionarios no pasaban de ser bullangueros monárquicoconstitucionales, y más todavía, le faltaba lo que con tanta abundancia tuvo la vecina nación: el período de los enciclopedistas que educaron al pueblo y le fueron despojando de sus tradicionales preocupaciones.

La revolución de 1820 nació muerta por culpa de aquel pueblo que, invadiendo el palacio real, se detuvo ante la persona del miserable monarca, principal cimiento de la reacción. Si el pueblo, el 9 de Marzo, hubiera derribado la monarquia, otro sería hoy

No hay que culpar por esto al pueblo de aquella época. Entusiasta, puro, desinteresado y valiente como aquellas masas que derriban la corona y la cabeza de Luis XVI, sólo le faltaban dos cosas para asombrar al mundo con otra epopeya revolucionaria: hombres que lo guiaran y sentimientos republicanos. De ambas condiciones carecía, no por su culpa, sino por la ignorancia en que hasta entonces había vivido, y por tanto no era responsable de la ceguedad que le arrastraba á respetar la monarquía, sobre todo creyendo que sin ésta era imposible la vida nacional.

Detenido el pueblo por estas consideraciones y las palabras de ciertos personajes en las escaleras del palacio, nombró por aclamación una comisión de seis individuos para que avistándose con el rey le expusieran sus deseos.

Formaban dicha comisión D. José Quintanilla, D. Rafael Figueras, don Lorenzo Moreno, D. Miguel Irazogui, D. Juan Nepomuzeno González y D. Isidro Pérez, los cuales, llegados á la presencia del rey, expusieron los deseos del pueblo, que se limitaban á que inmediatamente fuera repuesto el Ayuntamiento constitucional que existía en 1814.

Accedió el rey á tal pretensión y ordenó al marqués de las Hormazas, que había sido alcalde de Madrid en 1814, y al de Miraflores, que. lo había

sido en 1813, que en unión del pue- | mismo día prestara el rey en sus mablo pasaran á la Casa Consistorial para nos juramento de fidelidad á la Consrestablecer el primitivo Ayuntamiento. titución, y la corporación popular así Solo el marqués de Miraflores acom- lo acordó. pañó al pueblo, pues el de las Hormazas fué recusado unánimemente á causa de lo mucho que se había distinguido en los últimos seis años como realista y de ser tío del sanguinario general Elio.

Así que el pueblo llegó á la plaza Mayor los comisionados populares en viaron llamamientos á los individuos que habían sido concejales en 1814, y para cubrir las vacantes ocurridas durante los seis años apelóse á la acla

mación.

El poeta D. Manuel Eduardo Gorostiza, que era el primer autor dramático de la época, salió á uno de los balcones de la Casa Municipal y leyó una lista de candidatos, cuyos nombres aprobaba ó rechazaba el pueblo con aplausos y murmullos.

Por este medio popular, «trasunto del antiguo foro romano ó ateniense,» fueron nombrados los individuos que faltaban, siendo aclamado alcalde de Madrid D. Pedro Sáinz de Baranda, que tan buenos servicios había prestado á la población durante la guerra de Independencia, y segundo alcalde don Rodrigo Aranda.

Los concejales de 1814 fueron acudiendo, y al poco rato quedó constituido el Ayuntamiento constitucional.

Los seis comisionados de pueblo antes de abandonar sus poderes, propusieron al Ayuntamiento que aquel

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El marqués de Miraflores, que había sido recusado como alcalde por haber desempeñado ya dicho cargo en 1813, pero más todavía por su origen aristocrático, adelantóse á manifestar al rey el acuerdo tomado por el Ayuntamiento y tras él llegaron á Palacio los concejales y los seis comisionados del pueblo, que fueron recibidos en el salón de Embajadores.

Puesto Fernando bajo el dosel del trono, juró fidelidad sin restricción de ninguna especie á la Constitución promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, y acto seguido dió orden al general Ballesteros para que la jurara también el ejército.

Durante el acto de la jura una inmensa muchedumbre ocupaba los alrededores de Palacio y las músicas militares poblaban el espacio de armonías.

Al terminar la ceremonia, el rey, acompañado de su familia y los principales cortesanos, asomóse al balcón principal, y aprovechando el silencio que su presencia produjo en el pueblo, dijo así:-Ya estáis satisfechos; acabo de jurar la Constitución y sabré cumplirla.

Estas palabras produjeron gran entusiasmo en las masas, tan cándidamente liberales como monárquicas, que prorumpieron en vivas al rey y á la Constitución.

Después de esto el pueblo comenzó á expresar con clamoreos cuales eran sus aspiraciones.

dos en que la revolución tomara un tinte moderado, los cuales arrojáronse sobre el hombre audaz, y arrancándole el hijo de Lacy lo metieron en un carruaje, conduciéndole inmediatamen

-Señor, ¡qué haya iluminaciones y repique de campanas! -¡Que se publique la Constitu- te á la casa de su madre, la infortunada viuda del célebre caudillo, á la -¡Que se ponga en libertad á los que por la noche el pueblo obsequió presos políticos!

ción!

-¡Que se cante el Te-Deum!
-¡Que se suprima la Inquisi-

ción!

-Bien, bien está,-contestó Fernando á todos. Todo eso se hará inmediatamente; ahora retiraos á vuestras casas y procurad conservar el orden.

Cuando terminaron estas inocentes manifestaciones, semejante á la voz de la venganza, óyese la vibrante de un hombre del pueblo que levantaba en sus brazos un niño de corta edad.

-¡Ciudadanos!-gritó:-Este es el hijo del general Lacy, víctima del despotismo.

Aquel hombre desconocido era el único revolucionario de sentido práctico

con una serenata.

Así terminó el 9 de Marzo, cuyos sucesos tanto hubieran podido influir en el porvenir de España.

Otra de las peticiones que formularon los comisionados del pueblo y á la que accedió Fernando, fué el nombra. miento de una Junta consultiva provisional que tuviera el carácter de gobierno en tanto se reuniesen las Cortes.

Para formar dicha Junta fueron nombrados el cardenal de Borbón, arzobispo de Toledo y tio del rey, con el carácter de presidente; el general don Francisco Ballesteros; el obispo de Mechoacán, D. Manuel Abad y Queipo; D. Manuel Lardizábal; D. Mateo Valdemoros; el brigadier D. Vicente Sancho; el conde de Taboada, don Francisco Crespo de Tejada; D. Bernardo Tarrius y D. Ignacio Pezuela, personas todas de gran honradez y afectas á la Constitución, aunque muy moderadas en ideas.

que contenía tan inmensa multitud. Sus palabras produjeron honda impresión en el pueblo, que quedó silencioso, recordando el triste pasado y como arrepentido de su reciente é injustificado entusiasmo. Muchos miles de ojos fijáronse en el rey con expresión rencorosa y comenzó á notarse una terrible reacción en los ánimos; pero entre las masas figuraban algunos liberales influyentes interesa- y ordenando que acto seguido fueran

Viendo el rey la opinión de dicha Junta, dió inmediatamente un decreto aboliendo para siempre el odioso tribunal de la Inquisición que él había restablecido al volver de Francia

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