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completo agrado, pronunció sin ti- llegado por fin el día, objeto de mis tubear el juramento siguiente:

más ardientes deseos, de verme rodeado de los representantes de la heroica y generosa nación española, y en que un juramento solemne acabe de identificar mis intereses y los de mi familia con los de mis pueblos. Cuando el exceso de los males promovió la manifestación clara del voto general de la nación, oscurecido anteriormente por circunstancias lamentables que deben borrarse de nuestra memoria, me decidí desde luego á abrazar el sistema apetecido y á jurar la Constitución política de la monarquía sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de 1812. Entonces recobraron así la corona como la nación sus derechos legítimos, siendo mi resolución tanto más espontánea y libre, cuanto más conforme á mis intereses y los del pueblo español, cuya felicidad nunca había dejado de ser el blanco de mis intenciones las más sinceras. De esta suerte unido indispensablemente mi corazón con el de mis súbditos, que son al mismo tiempo mis hijos, sólo me presenta el porvenir imágenes agradables de confianza, amor y prosperidad. ¡Con cuánta satisfacción he contemplado el grandioso espectáculo, nunca visto hasta ahora en la historia, de una nación magnánima que ha sabido pasar de un estado político á otro sin trastornos ni violencias, subordinando su entusiasmo á la razón, en circunstancias que han cubierto de luto é innundado -Señores diputados,-decía.-Ha de lágrimas á otros países menos afor

<«<Don Fernando VII, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, rey de las Españas, juro por Dios y por los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión católica apostólica romana, sin permitir otra alguna en el reino; que guardaré y haré guardar la Constitución política de la monarquía española no mirando en cuanto hiciere sino el bien y provecho de ella: que no enajenaré, cederé ni desmembraré parte alguna del reino: que no exigiré jamás cantidad alguna de frutos, dinero ni otra cosa, sino la que hubiesen decretado las Cortes: que no tomaré jamás á nadie su propiedad, y que respetaré sobre todo la libertad política de la nación y la personal de cada individuo y si en lo que he jurado ó parte de ello, lo contrario hiciere, no deseo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no me lo demande.>>

Los diputados, entusiasmados por la forma en que el rey prestaba su juramento, prorumpieron en vítores y aplausos, y así que se colmó el general regocijo, Fernando volvió á usar de la palabra para leer un discurso magnífico en su forma y acertado y liberal en el fondo que demostraba la demostraba la valía de D. Agustín Argüelles que era quien lo había escrito.

tunados! La atención general de Europa se halla dirigida ahora sobre las operaciones del Congreso que representa á esta nación privilegiada..... A este tenor seguía todo el discurso de Fernando. Al redactar dicho documento Argüelles, más que á los sentimientos del rey había atendido á sus aspiraciones y las de sus compañeros de gabinete, de lo que resultaba que Fernando ante el nuevo Congreso encarecía con entusiasmo lo que estaba muy lejos de aceptar.

Como en aquella época no se había establecido aun la absurda costumbre parlamentaria de invertir semanas enteras en la discusión de la respuesta al mensaje del podor ejecutivo, el presidente de las Cortes contestó inmediatamente á Fernando con un elocuente discurso, en el que manifestó la satisfacción del Congreso y la alegría del país por las declaraciones constitucionales que acababa de hacer el rey.

Tras esto salió Fernando del salón con el aparato de costumbre y fué acompañado hasta su palacio por las aclamaciones populares; pues dicho día fué el último de aquel período en que rey y pueblo se mostraron unidos

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sus funciones, quedando también disueltas en dicha fecha las Juntas de provincia, que á pesar del absorbente poder central aun funcionaban más en nombre que en hechos.

Entusiasmados los constitucionales con la presentación del rey ante las Cortes, entonaron los mayores elogios en honor del suceso y hasta el diario oficial llegó á decir que el 9 de Julio de 1820 era el mejor dia de España.

Nada menos cierto. Todo el fausto suceso consistía en el juramento de fidelidad á la Constitución que había hecho Fernando, justamente algunos días después de ser descubierta una conspiración absolutista cuyo centro estaba en su mismo palacio.

y

No podía existir jamás íntima y sincera inteligencia entre Fernando los liberales, aun los de matiz más moderado.

Los ministros, á pesar de pertenecer á la escuela templada, no merecían. de él la menor simpatia, pues habían. figurado en las Cortes de Cádiz y miraban con el cariño de un padre la Constitución de 1812, aquel código político que Fernando consideraba como una gran masa de granito que pesaba sobre su corona.

En cuanto á los liberales exaltados no hay necesidad de decir que igualmente los detestaba el monarca, pues inspirándose en los héroes de la revclución francesa, si sus doctrinas no tomaban el título de republicanas lo eran marcadamente en su esencia.

Enojado Fernando interiormente

con exaltados y moderados, nada podía desvanecer su odio á los liberales. Los ministros deseosos de enfrenar á los revolucionarios entusiastas que querían ir lejos, disolvieron la sociedad formada en el café de Lorencini; pero este golpe en favor del prestigio autoritario no fué del agrado de Fernando y en cambio concitó contra el gobierno las iras de la masonería, de los clubs patrióticos y de todo el partido exaltado.

Fernando no podía marchar unido con la representación nacional, no sólo por ser enemigo del constitucionalismo sino porque las nuevas Cortes resultaban más liberales de lo que él y sus cortesanos esperaban.

El gobierno, llevado de una sinceridad política que le honraba, no había querido ejercer la menor presión sobre el cuerpo electoral, dejando que el pueblo eligiera espontáneamente sus representantes, resultando de esto que triunfaron en las urnas y pasaron al Congreso muchos políticos jóvenes, nacidos con la revolución y por tanto audaces y fogosos, que iban á ser en el parlamento eco fiel de lo que pensaban las logias y los clubs patrióticos rebosantes de gentes que deseaban impulsar rápidamente á España en el camino del progreso.

El número de diputados exaltados era tan respetable que constituía todo un lado de la cámara, figurando á su frente, más que por sus talentos por lo radical de sus doctrinas, el célebre Romero Alpuente, antiguo magistra

do en quien los años no habían apagado la fogosidad de la juventud y que, ciego y original admirador de la revolución francesa, quería imitar á ésta en todo lo pernicioso y absurdo, é imbuido del sistema de Marat, deseaba para España la santa guillotina de los jacobinos y la siega de unos cuantos miles de cabezas.

Para bien de la nación debían haberse cumplido los deseos de Romero Alpuente, aunque sólo en las personas de Fernando y algunos de sus cortesanos que tanto habían de afligir á la patria.

Frente al grupo de diputados exaltados, algunos de los cuales tanto habían de distinguirse posteriormente, figuraban los antiguos legisladores de las Cortes de Cádiz y de las ordinarias que estaban entonces en el apogeo de su fama, los cuales ó eran ministros como Argüelles, García Herreros y Pérez de Castro, ó elocuentes oradores como Toreno, Villanueva, Espiga, Garelly, Martínez de la Rosa y otros.

Autores de la Constitución por que se regía España y pasadas víctimas del furor reaccionario, sentíanse dominados por cierto orgullo que les hacía mirar con aire de superioridad á los jóvenes diputados que se sentaban cerca de ellos y eran todavía oscuros y desconocidos.

Cuando al triunfar la revolución salieron del destierro ó abandonaron los presidios en que perdieron la vida Sánchez Barbero y otros liberales ilustres, pareció que, deseosos de que ja

más volviera á repetirse la reacción, querían halagar á todos los liberales y formar una masa compacta que fuera la más firme base del célebre código político; pero al poco tiempo, embriagados por la soberbia del poder y ofendidos por la predilección que el pueblo demostraba á los jóvenes exaltados y desconocidos, olvidaron tan buenos propósitos y con su altivez fueron alejándose cada vez más de la nueva generación liberal.

Otro cambio radical se había efectuado en hombres tan respetables y éste era más importante, pues influía en las ideas. Por un fenómeno extraño, cuando acababan de salir del presidio ó del destierro en que les había arrojado la reacción, en vez de sentir excitadas sus pasiones por el deseo de venganza ó ser más audaces en punto á principios políticos, mostráronse moderados en sus aspiraciones y con tendencias á transigir con los reaccionarios en todo aquello que no afectara directamente á la Constitución. Parecía como que los seis años de sufrimiento habían agotado su energía y deseaban dar á la revolución un aspecto de mezquindad que la atrajera la benevolencia de los realistas.

Estas diferencias de carácter y apreciación que dividían al partido liberal no se mostraron en las primeras sesiones de las Cortes, pero sí al poco tiempo, quedando partida la represenlación nacional en dos grupos de diputados que tomaron el título de exaltados y moderados, dándose también

estos últimos, como un dictado de honor, el nombre de doceañistas, como para recordar á la nación sus antiguos servicios.

Sólo en un punto estaban acordes los dos adversos partidos, y era en lo referente á integridad de la Constitución de 1812, pues siempre se unieron unos y otros para oponerse á las proposiciones de ciertos diputados que pedían la reforma del código político por creerlo sobradamente democrático; pero fuera de este asunto, ambos bandos mostráronse dispuestos á combatirse con el mayor encarnecimiento, excitando esta división los representantes americanos con sus maquinaciones arteras.

Deseosos éstos de facilitar la independencia de las sublevadas provincias de Ultramar produciendo conflictos y desórdenes en nuestra patria que la impidieran atender á tan lejanas regiones, tanto en el Congreso como en las sociedades patrióticas fomentaban la desunión entre los liberales y se ponían al lado de todos los que combatían el gobierno, uniéndose además en ciertas cuestiones á los exaltados, pues á ello les impulsaban sus ideas avanzadas y su odio á la monarquía.

Las primeras sesiones del Congreso fueron desordenadas y propias de un cuerpo legislativo que carecía del hábito que da la práctica.

Ignorantes los diputados de las costumbres parlamentarias, usaban de la palabra faltando muchas veces al or

den, y tan contradictoriamente, que las discusiones resultaban incoherentes. El asunto que al principio llamó con más intensidad la atención de la cámara fué el juramento del rey. Contra lo que todos los constitucionales esperaban, había resultado éste tan franco y completo, que, entusiasmados lo mismo los doceañistas que los exaltados, rivalizaron en punto á agradecer á Fernando su acto, sin que sus exageradas proposiciones fueran nacidas del afán de adulación. Unos diputados propusieron que el nombre del rey se bordara en el dosel desde el cual prestó el juramento, otros que se pusiera en el salón una lápida conmemorativa y se pintara un cuadro que representara dicho acto, y además hubo quien pidió que se acuñase una medalla con inscripciones redactadas por la Academia de la Historia, que se erigiese una estátua del rey con la Constitución en la mano y una corona cívica en la cabeza, y que en los documentos oficiales se le titulase siempre Fernando el Grande ó Fernando el Constitucional.

En la primera sesión acordaron también los diputados que fuera revocado el decreto de 18 de Marzo de 1812, en el cual y por motivos propios de aquella época, se excluía de la sucesión al trono español á los infantes D. Francisco de Paula y doña María Luisa, ex-reina de Etruria, con cuya decisión éstos volvieron á que dar comprendidos oficialmente en la familia real.

Al mismo tiempo que se discutian y aprobaban estas medidas, encaminadas á halagar al hombre que algún dia había de pagar tales deferencias con la más cruel ingratitud, tratábanse otros asuntos de más importancia para la nación; pero en los cuales no se manifestaron ya tan acordes los diputados y se demostró la diversa tendencia de los dos partidos.

El primer asunto fué el fijar el presupuesto de la casa real ó lista civil, riñendo en ello empeñadas batalas los moderados, empeñados en adular á Fernando y no causarle el menor disgusto, y los exaltados, que en vista del mal estado económico del país, deseaban hacer grandes economías en los gastos del Estado.

Por fin triunfó la opinión del ministerio y la mayoría moderada, quedando aprobado el presupuesto real en la forma presentada, que era como sigue:

Dotación anual para el rey y gastos de la Real Casa..

Para gastos de la cámara, vestidos

y alfileres de la reina. .

A la infanta doña María Francisca
de Asís...

A la infanta doña Luisa Carlota.
A los infantes don Carlos María y don
Francisco de Paula..

40.000,000

640,000

550,000

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600,000

300,000

No podían estar descontentos Fernando y sus parientes de la rumbosidad de los constitucionales moderados, pues en una época en que los gastos del Estado eran muy difíciles de cubrir y la miseria nacional iba en aumento, les dedicaban para sus osten

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