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CALIFORNIA

PARTE SEGUNDA

EDAD MEDIA

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO XII

CASTILLA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIV

De 1295 á 1350

Reinados de menor edad. Inconvenientes y ventajas de la sucesión hereditaria para estos casos.-I. Reinado de Fernando IV.-Causas de las turbaciones que agitaron el reino.-Antecedentes y elementos que para ello había.-Cómo fueron desapareciendo, y á quién se debió.—Justo elogio de la reina doña María de Molina.—Fidelidad de los concejos castellanos.-Célebre Hermandad de Castilla. Su objeto, consecuencias y resultados.-Alianza del trono y del pueblo contra la nobleza.—Influencia del estado llano. - Espíritu de las cortes y frecuencia con que se celebraron en este tiempo.-II.-Reinado de Alfonso XI-Estado lastimoso del reino en su menor edad.—Juicio crítico de la conducta de este monarca cuando llegó á la mayoría.-Júzgasele como restaurador del orden interior.-Como guerrero y capitán. -Influencia de sus triunfos en el Salado y Algeciras en la condición y porvenir de España.-III. Progreso de las instituciones políticas. Elemento popular. Derechos, franquicias y libertades que ganó el pueblo en este reinado.-Cómo fueron abatidos y humillados los nobles. - Solemnidad, aparato, orden y ceremonia con que se celebraron las cortes. -Alfonso XI como legislador. Cortes de Alcalá. Reforma en la legislación de Castilla. El Ordenamiento: los Fueros: las Partidas: en qué orden obligaba cada uno de estos códigos.-IV. Estado de la literatura castellana en este período.-El poema de Alejandro.-Obras literarias de don Juan Manuel: el Conde Lucanor.-Poesías del arcipreste de Hita.—Crónicas.—Comparaciones.

Una de las calamidades que pesaron más sobre la monarquía castellana y entorpecieron más su desarrollo, fueron las frecuentes menorías de sus reyes. Es ciertamente una de las eventualidades más funestas á que está sujeto el principio de la sucesión hereditaria. Mas al través de estas y otras contingencias desfavorables al orden social é inherentes á la institución, compénsanlas con tal exceso otras tan reconocidas ventajas, que una vez supuesto el orden en un Estado, es su mejor salvaguardia contra las turbulentas pretensiones de los ambiciosos, y el más fuerte dique en que vienen á estrellarse los desbordamientos de la anarquía; á tal extremo, que desde que se estableció en España aquel saludable principio, aun en las agitaciones de las menoridades de los reyes nadie se atrevió á vol

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HISTORIA DE ESPAÑA

ver á invocar como remedio la monarquía electiva. Tal aconteció en los dos reinados consecutivos de Fernando IV y Alfonso XI que abarca el período que examinamos. Hay ideas que una vez adquiridas van formando otras tantas bases que sirven de cimiento al régimen de las sociedades. I. No extrañamos el furor con que se desarrollaron las ambiciones en el reinado de Fernando IV. La preparación venía de atrás; y la menor edad del rey no fué la causa, sino una circunstancia de que se aprovechó la nobleza, y que la hizo, si no más pretenciosa, por lo menos más audaz. Los príncipes de la real familia; los magnates poderosos; aquellos codiciosos é inquietos infantes, don Juan, don Enrique y don Juan Manuel; aquellos indómitos señores, don Juan de Lara, don Diego y don Juan Alfonso de Haro, que se habían atrevidò con un monarca del temple de don Sancho el Bravo, ¿cómo no habían de envalentonarse al ver al frente del reino un niño y una mujer? No es, pues, de maravillar el desorden, la confusión y anarquía en que tantos revoltosos pusieron el reino: y gracias que no había entre ellos unidad de miras; que á haberla como en Aragón, algo mayor hubiera sido todavía el conflicto del trono. Pero pretendiendo el uno la corona, limitando el otro sus aspiraciones á la regencia, concretándose los demás al aumento de sus particulares señoríos, ó á usurpar los que otros poseían, y no entendiéndose entre sí, todos pretendientes y todos rivales, daban lugar y ocasión á que un genio sagaz y astuto, estudiando sus particulares intereses, los dividiera más y los quebrantara.

A estos elementos de turbación se agregaron otros todavía más poderosos y más terribles. El tierno monarca y su prudente madre vieron conjurados contra sí todos los soberanos, los de Francia y Navarra, los de Granada y Portugal. Se invoca nuevamente el derecho, y se alza de nuevo el pendón de los infantes de la Cerda. Entre unos y otros se reparten buenamente la Castilla, como si fuese un concurso de acreedores, y cada cual se adjudica la porción que más le conviene. El territorio castellano se ve á la vez invadido por franceses y navarros, por aragoneses, portugueses y granadinos. Uno de los caudillos del ejército confederado es el infante aragonés don Pedro, á quien le han sido aplicadas las ciudades fronterizas de Castilla y Aragón. Otro de sus capitanes es el perpetuamente rebelde infante castellano don Juan, que en Sahagún se hace proclamar rey de León, de Galicia y de Sevilla. ¿Quién conjurará tan universal tormenta? Imposible parecía que el pobre trono castellano pudiera resistir á los embates de mar tan proceloso y embravecido.

Y sin embargo, se ve ir calmando gradualmente las borrascas, se ve ir desapareciendo los nubarrones que ennegrecían el horizonte de Castilla, se ve ir recobrando su claridad el hermoso cielo castellano. El infante don Pedro de Aragón sucumbe con sus más esclarecidos barones en el cerco de Mayorga, y la hueste aragonesa se retira conduciendo en carros fúnebres los restos inanimados de sus más bravos adalides. El rey de Portugal retrocede á sus Estados casi desde las puertas de Valladolid. El infante don Juan se reconcilia con su sobrino, deja el título de rey de León, y reconoce por legítimo rey de Castilla á Fernando IV. Alfonso de la Cerda renuncia también á la corona, y se somete á recibir algunos pueblos que le dan en compensación. Fíjanse por árbitros los límites de Aragón y de

Castilla. Guzmán el Bueno salva á Andalucía de las imprudencias de don Enrique, y sigue defendiendo á Tarifa contra el emir granadino. El papa legitima los hijos de la reina. Fernando IV de Castilla casa con la princesa Constanza de Portugal: queda en pacífica posesión de su corona; desaparece la anarquía, y disfruta de quietud y de sosiego el reino castellano.

¿Quién había obrado todos estos prodigios? ¿Cómo han podido irse disipando tantas nubes como tronaban en derredor del niño rey? ¿Cómo de la más espantosa anarquía se ha ido pasando á una situación, si no de completa bonanza, por lo menos comparativamente apacible y serena?

Es que Fernando IV, como Fernando III de Castilla su bisabuelo, ha tenido á su lado un genio tutelar, una madre solícita, prudente y sagaz como doña Berenguela: es que el rey y el reino han sido dirigidos por la mano hábil, activa y experta de doña María de Molina, que como madre ha desplegado la más viva solicitud y el más tierno cariño, como mujer ha mostrado un valor y una entereza varonil, y como regente se ha conducido con sabia política y con una energía maravillosa. Serena en los conflictos, astuta y sutil en los recursos, halagando oportunamente la ambición de algunos magnates, severa y fuerte con otros, supo dividirlos para debilitarlos, supo dividir para reinar, y no para reinar ella, sino para entregar el reino sin menoscabo á su hijo (1),

(1) El Maestro Tirso de Molina, ó sea Fr. Gabriel Téllez, ha retratado con verdad y con vivos colores el carácter de esta reina en una de sus mejores comedias titulada: La prudencia en la mujer. En uno de los diálogos que supone con su hijo, pone el autor en boca de doña María la siguiente descripción de la situación en que se hallaba el reino cuando se encargó de la regencia, y del estado en que se le entrega cuando el rey llega á la mayor edad:

«Un solo palmo de tierra
no hallé á vuestra devocion,
alzóse Castilla y Leon,
Portugal os hizo guerra,
el granadino se arroja
por extender su Alcoran,
Aragon corre á Almazan,
el navarro la Rioja,

pero lo que al reino abrasa,
hijo, es la guerra interior,
que no hay contrario mayor
que el enemigo de casa.
Todos fueron contra vos,

y aunque por tan varios modos
os hicieron guerra todos.
fué de nuestra parte Dios.

Pues en el tiempo presente,
porque al cielo gracias deis
del reino que le debeis,
le hallareis tan diferente,
que parias el moro os paga;
el navarro, el de Aragon,

El gran tacto de la reina regente estuvo en saber conciliarse el afecto del pueblo, en utilizar convenientemente la lealtad de los concejos castellanos, y en buscar en el elemento y en la fuerza popular el contrapeso á la desmedida ambición de los príncipes y de los nobles. Entonces se vió cómo se necesitaron y apoyaron mutuamente el trono y el pueblo contra la nobleza turbulenta y codiciosa. Fieles á sus monarcas los concejos de Castilla, pero celosos al propio tiempo de sus fueros, formaron entre sí, muy en los principios del reinado de Fernando IV (1295), liga y hermandad para defenderse y ampararse contra los desafueros del poder real, pero más principalmente contra las demasías de la clase noble. Es curioso observar la marcha que en su organización política fué llevando la socie

hijo, amigos vuestros son,
y para que os satisfaga
Portugal si lo admitís,

á doña Constanza hermosa

os ofrece por esposa

su padre el rey don Dionís.

No hay guerra que el reino inquiete,
insulto con que se estrague,

villa que no os peche y pague,
vasallo que no os respete;
de que salgo tan contenta
cuanto pobre, pues por vos
de treinta no tengo dos
villas que me paguen renta.
Pero bien rica he quedado,
pues tanta mi dicha ha sido,
que el reino que hallé perdido
hoy os le vuelvo ganado.»>

Acto III, escena primera.

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En nuestros días el señor Roca de Togores, marqués de Molíns, ha escrito también un drama titulado: Doña María de Molina, en que se hallan bien dibujados algunos de los personajes de este reinado. La situación del reino está pintada en el discurso de la reina á las cortes de Vallodolid.

<..... Por do quier mirad las dos Castillas
de rebeldes falanges dominadas,
consumidas por bárbaras gavillas
sus mieses, y con hierro destrozadas,
sus mejores ciudades y sus villas
al saco y á las llamas entregadas,
y en medio de sus páramos incultos
cadáveres sin número insepultos.
Discordia Ꭹ escasez con doble estrago
minan el trono, el pueblo despedazan,
y casi ya con furibundo amago

tornar la patria en ruinas amenazan...»

Acto V, escena tercera.

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