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de las ovejas españolas, lo cual dió materia á un comercio lucrativo (1), y las fábricas de paños se mejoraron hasta el punto de poder competir con las extranjeras, tanto, que como habremos de ver poco más adelante, á principios del siglo XV pedía ya el reino que se prohibiera la introducción de paños extranjeros.

Sobre el estado de las artes industriales, de la agricultura, de los precios, materias y formas de los vestidos y de las armas que entonces se usaban, y hasta del género y coste de las viandas y de los convites, nada puede informarnos mejor que los ordenamientos de menestrales y las leyes suntuarias que se hicieron en los tres reinados de don Pedro, don Enrique II y don Juan I. El ordenamiento de menestrales del rey don Pedro en las cortes de Valladolid en 1351 es el más extenso y minucioso de todos; los de don Enrique II en las de Toro de 1369 y de don Juan I en las de Soria de 1380 sólo añadieron algunas pequeñas modificaciones á aquél (2).

V. Las costumbres públicas, en la época que examinamos, no presentan en verdad un cuadro muy halagüeño ni edificante, y el estudio que hacemos de cada período histórico nos confirma cada vez más en que es un error vulgar suponer que fuesen mejores, bajo el punto de vista de la moralidad social, los antiguos que los modernos tiempos, salvo algunos excepcionales períodos. Si las leyes de un país son el mejor barómetro para graduar las costumbres que dominan en un pueblo, no es ciertamente la monarquía castellana del siglo XIV la que puede excitar nuestra envidia por el estado de la moral pública.

Puédese juzgar de las costumbres y de la moralidad política por esa multitud de defecciones, de deslealtades, de revueltas, de rebeliones, por esa especie de conspiración perpetua y de agitación permanente, por esa continua infracción de los más solemnes tratados, por esa inconsecuencia y esa versatilidad en las alianzas y rompimientos entre los soberanos, por esa facilidad en hacer y deshacer enlaces de príncipes, por esa inconstan- · cia de los hombres y ese incesante mudar de partidos y de banderas, por esas ambiciones bastardas que conmovían los tronos y no dejaban descansar los pueblos, por esa cadena de infidelidades de que encontramos llenas las páginas de las crónicas en este tercer período de la edad media.

Si de las infidelidades políticas pasamos á los delitos comunes que más afectan y más perjudican á la seguridad y al bienestar de los ciudadanos, á saber, los asesinatos y los robos, harto deponen del miserable estado de la sociedad castellana en este punto esas confederaciones y hermandades que se veían forzados á hacer entre sí los pueblos para proveer por sí mismos á su propia defensa y amparo contra los salteadores y malhechores: confederaciones y hermandades que las cortes mismas pedían ó aprobaban, y que los monarcas se consideraban obligados á sancionar, vista la ineficacia de las leyes y de los jueces ordinarios para la represión y castigo de tan frecuentes crímenes. Estos males, de que el cronista de Alfonso XI hacía tan triste y lastimosa pintura, no habían cesado en tiempo de Enrique II, á quien las cortes de Burgos en 1367 pidieron por

(1) Capmany, Memorias Hist. sobre la Marina, etc., t. III. (2) Véanse los apéndices.

merced que «mandase facer hermandades, é que se ayuntasen al repique de una campana ó del apellido,» en atención á «los muchos robos, é males é dapnos, é muertes de omes que se fasian en toda la tierra por mengua de justicia,» puesto que los merinos y adelantados mayores «vendian la justicia que avyan de faser por dineros.» Tampoco se habían remediado en tiempo de don Juan I á quien las cortes de Valladolid en 1305 exponían las muchas muertes de omes, é furtos, é robos é otros maleficios que se cometian en sus reinos, é los que los facian acogíanse en algunos lugares de sennoríos, é maguer los querellosos pedian á los concejos é á los oficiales que les cumplan de derecho, ellos non lo querian faser, desiendo que lo non han de uso nin de costumbre, nin quieren prender los tales malfechores, por lo qual los que fasian los dichos maleficios toman gran osadía, é non se cumple en ellos justicia.» Y tal proseguía la situación del reino, que en las cortes de Segovia de 1386 se vió precisado el mismo monarca á autorizar el establecimiento de hermandades entre las villas, fuesen de realengo ó de señorío, y á aprobar y á sancionar sus estatutos para la persecución y castigo de los ladrones, asesinos y malhechores.

La incontinencia y la lascivia eran vicios que tenían contaminada toda la sociedad, desde el trono hasta los últimos vasallos, y de que estaba muy lejos de poder exceptuarse el clero. Respecto á los monarcas no hay sino recordar esa larga progenie de bastardos que dejaron el último Alfonso, el primer Pedro y el segundo Enrique, esa numerosa genealogía de hijos ilegítimos, á quienes pública y solemnemente señalaban pingües herencias en los testamentos, á quienes repartían los más encumbrados puestos del Estado y las más ricas villas de la corona, y á quienes colocaban en los tronos. De público los tenían también los clérigos, y en algunas partes habían obtenido privilegios de los monarcas para que los heredaran en sus bienes como si fuesen nacidos de legítimo matrimonio, al modo del que el clero de Salamanca había alcanzado de Alfonso X. En las cortes de Soria de 1380, á petición de los procuradores de las ciudades, derogó don Juan I los dichos privilegios, diciendo que tenía por bien «que los tales fijos de clérigos que non ayan nin hereden los bienes de los dichos sus padres, nin de otros parientes..... é qualesquier previllejos ó cartas que tengan ganadas ó ganaren de aqui adelante en su ayuda..... que non valan, nin se puedan dellas aprovechar, ca Nos las revocamos, é las damos por ningunas.» Y no es de maravillar que el severo ordenamiento del rey don Pedro en las cortes de Valladolid de 1351 contra las mancebas de los clérigos, fuera ineficaz y quedara sin observancia, teniendo que reproducirle don Juan I en las de Bibriesca de 1387, en términos tal vez más duros que su preantecesor. Decimos que no es de maravillar que tales ordenanzas no se cumpliesen, porque á la severidad de las leyes les faltaba á los monarcas añadir lo que hubiera sido más eficaz que las leyes mismas, á saber, el ejemplo propio.

No estaba, sin embargo, limitada la desmoralización en este punto á los monarcas y al clero. Todas las clases de la sociedad participaban de ella, según hemos ya indicado. «Ordenamos, se decía en las últimas cortes citadas, que ningunt casado non tenga manceba públicamente, é qual

quier que la toviese de qualquier estado ó condicion que sea, que pierda el quinto de sus bienes fasta en quantia de dies mil maravedís cada ves que ge la fallaren..... E aunque ninguno non lo acuse nin lo denuncie, que los alcalles ó jueces de su oficio lo acusen, é le den la pena, so pena de perder el oficio.» Y de la frecuencia con que se cometía el delito de bigamia, y de la necesidad de atajarle y corregirle con duras penas, dan testimonio las mismas cortes en su postrera ley que dice: «Muchas veces acaesce que algunos que son casados ó desposados por palabras de presente, siendo sus mugeres ó esposas bivas, non temiendo á Dios, nin á la nuestra justicia, se casan ó desposan otra ves, é porque esta es cosa de grant pecado é de mal enjemplo, ordenamos é mandamos que qualquier que fuese casado ó desposado por palabras de presente, si se casare otra ves ó desposare, que demas de las penas en el derecho contenidas, que lo fierren en la frente con un fierro caliente que sea fecho á sennal de

crus.»

Las repetidas ordenanzas contra los vagos y gente baldía, y las providencias y castigos que se decretaban para desterrar la vagancia del reino, prueban lo infestada que tenía aquella sociedad la gente ociosa, y lo difícil que era acabar con los vagabundos, ó hacer que se dedicaran á trabajos ú ocupaciones útiles. Esta debía ser una de las causas de los crímenes que se cometían y de los males públicos que se lamentaban.

Llenas están también las obras de los pocos escritores que se conocen de aquella época, de invectivas, ya en estilo grave y sentimental, ya en el satírico y festivo, contra la desmoralización de su siglo. Y si en tiempos posteriores se ha lamentado la influencia del dinero como principio corruptor de las costumbres, parece que estaba muy lejos de ser ya desconocido su funesto influjo, según lo dejó consignado un poeta de aquel tiempo en los siguientes causticos versc3:

Sea un ome nescio et rudo labrador,

Los dineros le fasen fidalgo é sabidor,

Quanto mas algo tiene, tanto es mas de valor,
El que non ha dineros non es de sí señor.

CAPÍTULO XXIII

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA

ARAGÓN EN EL SIGLO XIV

De 1335 á 1410

I. Juicio crítico del reinado de don Pedro el Ceremonioso. - Carácter y política de este monarca.-Su comportamiento con el rey de Mallorca, su cuñado.-Su proceder con su hermano don Jaime.-Su conducta en las guerras de la Unión.—Sagacidad y astucia refinada con que logró abolir el famoso Privilegio.-Bienes que produjo al país.-Don Pedro IV en las guerras y negocios de Cerdeña, de Castilla y de Sicilia. Paralelos entre don Pedro de Castilla y don Pedro de Aragón.-II. Juicio del reinado de don Juan I.-III. Reseña crítica del de don Martín.-IV. Condición social del reino en este período.-Modificaciones en su organización política. —Comercio, industria, lujo.-Cultura.

I. Grandes alteraciones y modificaciones sufrió la monarquía aragonesa, así en sus materiales límites como en su constitución política en el reinado de don Pedro IV el Ceremonioso; y bien dijimos al final del capítulo XIV que el carácter enérgico y sagaz, la ambición precoz y la índole artera y doble que había desplegado siendo príncipe, presagiaban que tan pronto como empuñara el cetro había de eclipsar los nombres y los reinados de sus predecesores.

Con estas cualidades, que no hicieron sino refinarse más con la edad y con la experiencia en un reinado de más de medio siglo, que alcanzó cuatro de los de Castilla, á saber, los de don Alfonso XI, don Pedro, don Enrique II y don Juan I, dejó el monarca aragonés un ejemplo de lo que puede un soberano dotado de sagacidad política, que con hábil hipocresía y con fría é imperturbable serenidad sabe doblegarse á las circunstancias, sortear las dificultades, y resignarse á las más desagradables situaciones para llegar á un fin; que fijo en un pensamiento le prosigue con perseverancia, y sujeta á cálculo todos los medios hasta lograr su designio. El carácter de este y de algunos otros monarcas aragoneses nos ha hecho fijarnos más de una vez en una observación, que parece no tener explicación fácil. Notamos que precisamente en ese país, cuyos naturales se distinguen por su sencilla, y si se quiere, un tanto ruda ingenuidad, y cuya noble franqueza es proverbial y de todos reconocida, es donde los reyes. comenzaron más pronto á señalarse como hábiles políticos, y donde se empleó, si no antes, por lo menos no más tarde que en otra nación alguna, esa disimulada astucia que ha venido á ser el alma de la diplomacia moderna. Atribuímoslo á los prodigiosos adelantos que ese pueblo había hecho en su organización política, y á las extensas relaciones que sus conquistas le proporcionaron con casi todos los pueblos.

Don Pedro IV de Aragón continuó, siendo rey, la persecución que siendo príncipe había comenzado contra su madrastra doña Leonor de Castilla, contra sus hermanos don Fernando y don Juan, y contra los

partidarios de ellos. Mas luego que vió la actitud de don Alfonso de Castilla, de los mediadores en este negocio y de los mismos ricos-hombres aragoneses, aparentó someterse de buen grado á un fallo arbitral, y reconoció las donaciones hechas por su padre á la reina y á los hijos de su segundo matrimonio.

Muy desde el principio había fijado sus ojos codiciosos en el reino de Mallorca. Acometer de frente la empresa hubiera llevado en pos de sí la odiosidad de un despojo hecho por la violencia á su cuñado don Jaime II. Y este que no hubiera sido un reparo ni un obstáculo para un rey conquistador, lo era para don Pedro IV que blasonaba de observador de la ley y de guardador respetuoso de los derechos. de cada uno. Aguardó, pues, ocasión en que pudiera hacerlo con apariencia de legalidad, y se la proporcionó la cuestión sobre el señorío de Mompeller imprudentemente promovida por el rey de Francia, y sostenida con no muy discreto manejo por el de Mallorca. El aragonés se propuso entretener á los dos para burlarlos á ambos, y cuando supo que el mallorquín había declarado la guerra al francés le reconvenía por aquello mismo de que se alegraba. La citación que le hizo para las cortes de Barcelona cuando calculaba que no había de poder asistir, fué un artificio menos propio de un joven astuto que de un viejo consumado en el arte de urdir una trama. Temiendo luego que la venida de don Jaime á Barcelona neutralizara los efectos de aquel ardid, apeló á la calumnia, y le hizo aparecer como un criminal horrible, de quien providencialmente se había salvado. Así, cuando se apoderó de Mallorca, se presentó, no como usurpador, sino como ejecutor de una sentencia que declaraba á don Jaime delincuente y privado del reino por traidor, y agregó las Baleares á sus dominios con título y visos de legitimidad.

Al despojo de las Baleares siguió el de los condados de Rosellón, Cerdaña y Conflent. Lo uno era natural consecuencia de lo otro. Siendo don Jaime traidor y rebelde, procedía la privación de todos sus Estados, y no era hombre don Pedro que cejara en su obra ni por consideración ni por piedad. Si alguna vez forzado por las circunstancias alzaba mano en alguna guerra, hacía creer al mediador pontificio que obraba por respetos á la santa Iglesia romana. Pero aquel santo respeto duraba mientras reunía mayores fuerzas y se proveía de máquinas de batir. Entonces se olvidaba de Roma y se acordaba sólo de Perpiñán, dejaba de acatar al sumo pontífice y pensaba sólo en atacar á su cuñado don Jaime, se acababa la piedad y se renovaba la guerra. El mismo don Pedro en su crónica cuenta con sarcástico deleite las humillaciones que hizo sufrir á su hermano. El despojo se consumó, y el reino de Mallorca en su totalidad quedó solemne y perpetuamente incorporado á la corona aragonesa.

La extrema desventura á que se vió reducido el destronado monarca le inspiró un arranque tardío de dignidad: se negó á sufrir la última afrenta, soltó los grillos y quiso recobrar la corona perdida. No faltó quien le tendiera una mano en su infortunio: fué de éstos el mismo rey de Francia, causador de su ruina, que también reconoció tarde su error y le dió un auxilio tan infructuoso como su arrepentimiento. Este socorro y el de la reina de Nápoles sirvieron á don Jaime para dar todavía algún susto

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