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en que la patria peligre, inflamará siempre la sangre de todo buen español.

lla jornada evocado en los momentos | poraciones en cumplimentar al gran Duque, reprobar el noble arranque de los españoles en 2 de Mayo que calificó de escandaloso, y prometiendo al generalísimo francés que obligaría á todo el clero español á ponerse de parte de los invasores.

El resumen de los distintos pensamientos que entonces se agitaban en la mente de los invasores y de los vencidos está en las memorables palabras que en aquella ocasión se cruzaron entre dos personajes.

los

Solo españoles que pertenecían á clases como el alto clero clases como el alto clero y la nobleza palaciega que por tanto tiempo habían

En la mañana del 3 decía Murat á sido las crueles llagas de la nación,

que le visitaban en su palacio: -La jornada de ayer pone á España en las manos del emperador.

-Decid más bien que se la quita para siempre,-contestó Ofarril que obcecado y amedrantado había seguido las corrientes de simpatía á los invasores que predominaban en las altas esferas; pero que después en vista de aquel sacudimiento popular, había comprendido aunque tarde, que España tenía suficiente energía y virilidad para expulsar á aquellos intrusos.

Este rasgo de entereza é independencia era tanto más digno de aplauso, cuanto que en aquel entonces todas las autoridades y corporaciones de Madrid, se apresuraron á manifestar á Murat su adhesión incondicional y lo que es más, á felicitarle por el triunfo alcanzado el día 2, contra

los españoles.

El tribunal del Santo Oficio, aquella institución odiosa que tanto tiempo estuvo deshonrando á España, entonces como en otras ocasiones añadió un nuevo borrón á la lista de sus vergüenzas, distinguiéndose de las demás cor

podían en vilecerse de tal modo, mientras la tierra todavía estaba empapada y presa con la sangre de tan innumerables compatriotas asesinados, y únicamente el pueblo, aquellas masas por tan largos siglos explotadas y oprimidas, podía poseer la dignidad y la vergüenza necesaria para lograr la independencia de la patria.

Los representantes de Bonaparte en España trabajaban sin descanso por someter al imperio francés la nación más indomable del mundo, pero todavía trabajaban más por lograr tal éxito aquellos españoles que tenían el deber de dirigir los destinos de la patria y velar por su honra y dignidad y que tan villanamente se arrastraban á los piés del vencedor y se plegaban á todas sus exigencias.

El día 3 fué enviado á Francia, sin ninguna protesta del gobierno, el infante D. Francisco, aquel niño cuya próxima salida había sido el pretexto para que ocurrieran las sangrientas escenas del día anterior, y en la madrugada del 4 salió para Bayona en un coche de la duquesa de Osuna con

objeto de no llamar la atención del | lenciosas Ꭹ las campanas doblaban fúnebremente por los muchos seres que habían perdido la vida en defensa de la patria.

pueblo, el infante D. Antonio Pascual, sujeto á quien, como ya sabemos, había dejado encomendado su sobrino Fernando VII el gobierno de la nación, y que era un imbécil tan estúpido como cruel, según aseguraba su cuñada María Luisa en sus cartas á Murat.

La reina madre había adivinado perfectamente las facultades del hermano de Carlos IV. El tal infante dió pruebas en aquella ocasión de ser un imbécil, y en cuanto á la crueldad que se le atribuía tuvo ocasión de demostrarla en las luchas que algunos años después ocurrieron entre la libertad y la reacción.

Aquel varon de familia real, único individuo de la dinastía que quedaba en España, vió impasible la heroical defensa que los madrileños hicieron de los intereses de la patria al mismo tiempo que de los intereses de los suyos, y cuando todos comprendían ya que los designios de Napoleón eran de colocar á uno de sus allegados en el trono español y arrojar de éste para siempre á los Borbones, cuando todos presentían los sucesos que estaban ocurriendo en Bayona, él, arrastrado por su cobardía que le hacía asentir á todo cuanto le mandaba Murat, y al mismo tiempo guiado por el miedo y la simpleza, que en él fueron siempre defectos sobresalientes, salió de Madrid cuando las calles presentaban todavía el aspecto de un cementerio, pues sus casas estaban cerradas y si

El hombre que perteneciendo á una familia en cuyos individuos habían sido notorios los malos instintos y la cortedad de inteligencia, todavía mereció se le designara como el más simple de los Borbones, abandonó la capital del reino en las circunstancias más críticas; huyó de Madrid cobardemente cuando él era el único que mantenía las escasas esperanzas de la patria á causa de su elevada estirpe, y para justificar su fuga dejó al ministro de Marina, Gil de Lemus, una carta con el encargo de que sirviera á toda la Junta de Gobierno como explicación de su marcha.

El tal papel, es el documento más grotesco y estúpido que en el mundo pueda presentarse. Decía así:

«Al señor Gil: A la Junta para su gobierno la pongo en su noticia como me he marchado á Bayona de orden del rey, y digo á dicha Junta que ella sigue en los mismos términos como si yo estuviese en ella. Dios nos la dé buena. Adiós, señores, hasta el valle de Josafat.-Antonio Pascual.»

Aquello era un abandono de la nación hecho en toda regla por una familia reinante. Napoleón había sabido tomar bien sus medidas para hacer ver al pueblo español que los Borbones le abandonaban cobardemente, lo que facilitaría el establecimiento de

una nueva dinastía. Una gran desgracia fué para él que el pueblo en cariñado por su independencia que simbolizaba en sus antiguos reyes rechazara al monarca que pretendió imponerles.

El mes de Mayo de 1808 fué un mes de vergüenza para la institución monárquica y para la familia borbónica que se deshonró de un modo sin ejemplo en la historia.

A Bayona fueron todos los Borbones á postrarse á los piés del emperador como murciélagos atraídos por la luz y á despojarse de la autoridad que tenían sobre un gran pueblo, que embrutecido y estrujado por la monarquía, todavía tenía que sufrir la última vergüenza de que sus reyes le vendieran como una manada de es

clavos, y el último que abandonó el territorio nacional fué un imbécil, especie de gañán y mezcla informe de crueldad y cobardía, de astucia y simplicidad el cual se burlaba sangrientamente de la España que dejaba en el abandono cuando encargaba á la Junta de Gobierno que siguiera trabajando con la misma autoridad que si él estuviera presente sabiendo que ya dicha corporación bajo su presidencia había perdido todo prestigio y autoridad, y que ahora al alejarse él no podría defenderse con el menor viso de legalidad contra las exigencias del Duque de Berg.

Ya tenía cumplido el representante de Napoleón en España todo el plan de éste, ya estaba toda la familia real

en Bayona; ahora sólo faltaba el golpe de audacia que después de los sucesos del 2 de Mayo era cosa natural y sencilla.

El misma día 4 en que el infante D. Antonio Pascual abandonó Madrid, hizo saber Murat á la Junta de Gobierno que pensaba ponerse á su frente ocupando la presidencia que quedaba vacante, y que de este modo podría velar mejor por el orden y la seguridad del Estado.

Azanza, Ofarril y Gil de Lemus, que eran los ministros que más entereza había demostrado en ciertos momentos entre sus débiles y acobardados compañeros, se opusieron desde el primer instante á que el duque de Berg entrara en la Junta y algunos otros vocales le manifestaron de palabra á éste la mala acogida que merecía tal pretensión; pero con nada de esto se consiguió que el generalísimo francés desistiera de sus propósitos. Llegada la hora de la sesión se presentó Murat y ocupó la presidencia sin que formularan la menor protesta aquellos individuos, cuya debilidad é indecisión le eran bien conocidas.

Aquella fué la última deshonra de la Junta, y el pueblo español vió con verdadero escándalo como deliberaban sus gobernantes presididos por el hombre que tanta sangre había hecho derramar en las calles de Madrid dos días antes.

La Junta se hubiera mostrado patriótica y grande resignando en aquella ocasión sus poderes en los otros

individuos que ya tenía nombrados | estaban en Francia, pues el decreto para que reuniéndose en Zaragoza concediéndole la presidencia de la comenzaran á funcionar como autori- Junta estaba fechado en Bayona el día dad suprema encargada de defender 4, ó sea el mismo en que él se apola independencia de la patria; tal de- deró tan audazmente de dicho cargo terminación hubiera borrado todas sus é igualmente la renuncia de Fernananteriores faltas, pero al consentir en do al trono de España, se comunicó á ser presididos por el que ya se mos- dicha corporación el mismo día que traba claramente como usurpador de el joven rey la firmaba al otro lado de España, de hombres inhábiles y te los Pirineos. merosos que era como hasta entonces habían aparecido, pasaron á ser funcionarios viles y vendidos á los enemigos de la patria.

Algunos días después, aquellos males españoles pudieron consolarse un poco y creerse dentro de sus estrictos deberes con un decreto que Carlos IV envió desde Bayona y que llegó á Madrid el día 7, nombrando á Murat su lugarteniente del reino encargado de presidir en su nombre la Junta de Gobierno, y una proclama que recibieron del mismo rey dirigida á toda España y que terminaba diciendo: «no había prosperidad ni salvación para los españoles, sin la amistad, del gran emperador aliado.»> El rey traidor que estaba en Bayona se encargaba de este modo de acallar los escrúpulos de los ministros traidores de Madrid y de prestar un lenitivo al escaso dolor que hubiera podido producirles el ser infieles á los intereses de la patria.

En aquella ocasión se vió que Murat obraba en virtud de algún convenio

que tenía con los reyes padres y con los demás personajes regios que

Este último documento acabó de tranquilizar á los individuos de la Junta que vinieron á sacar de él la consecuencia de que obraban perfectamente acatando la legalidad y la voluntad de los reyes.

Dos días después un propio entregó á D. Miguel José de Azanza, dos reales decretos de Fernando, dados secretamente en Bayona en contestación á las preguntas que en representación de la Junta le había dirigido D. Evaristo Pérez de Castro.

Uno estaba escrito de la propia mano del rey, y decía «que se hallaba sin libertad y consiguientemente imposibilitado de tomar por sí medida alguna para salvar su persona y la monarquía; que por tanto, autorizaba á la Junta en la forma más amplia para que en cuerpo ó sustituyéndose en una ó muchas personas que la representasen, se trasladara al paraje que creyese más conveniente, y que en nombre de S. M. representando su misma persona, ejerciese todas las funciones de la soberanía. Que las hostilidades deberían empezar desde el momento que internasen á Su Ma

jestad en Francia, lo que no sucedería | lograrían internarle en Francia, y ya

sino por la violencia. Y por último, que en llegando este caso tratase la Junta de impedir del modo que creyese más á propósito la entrada de nuevas tropas en la Península.>>

El otro decreto iba dirigido al Consejo de Castilla, y en él se decía: «que en la situación en que S. M. se hallaba, privado de libertad para obrar para sí, era su real voluntad que se convocasen las Cortes en el paraje que pareciese más expedito; que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender à la defensa del reino; y que quedasen permanentes para lo demás que pudiera ocurrir.»

Azanza comunicó los dos decretos á sus compañeros de la Junta, y el primero únicamente al Consejo, y todos se portaron tan falsamente con el rey como éste se mostraba con la patria.

El primer decreto era en realidad un cúmulo de falsedades, que tanto gustaba á Fernando emplear en todas ocasiones.

Es cierto que Napoleón le tenía supeditado por completo; pero no era menos cierto que jamás tuvo que amenazarle para hacerle firmar las declaraciones más contrarias á los intereses de España, y que lo que verdaderamente le privaba de libertad era su cobardía que no le permitió nunca oponerse formal y francamente á los arteros designios del emperador. Decía además que sólo por la violencia

hemos visto la conformidad que demostró en ir á Valencey en unión de sus hermanos á hacer con los millones que le remitía Napoleón la regalada vida de príncipe destronado.

Aquellos decretos hubieran sido dignos de alabanzas al salir de manos de un soberano que por la fuerza hubiera sido arrebatado á Bayona y que allí hubiese resistido con energía todas las imposiciones de Napoleón; pero al ser obra de un ente que con la más supina simpleza se entregaba en manos de sus enemigos, que renunciaba inmediatamente y sin que se intentara amedrantarle á la corona y que no oponía la menor resistencia á cuanto de él se quisiera hacer, se acreditaba de falsario, que mentía á ojos de un gran pueblo, de cobarde, incapaz de regir los destinos de una aldea, y de embrollador consumado, que con órdenes contradictorias ayudaba al gobierno francés á confundir á los españoles é impedirles de este modo que tomaron una resolución enérgica.

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