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tribuía á facilitar los trabajos de los conspiradores que no encontraban obstáculos en la propaganda que hacían entre los regimientos á favor de la libertad. Los generales más ilustres de la pasada guerra estaban olvidados; veían con dolor como ocupaban los primeros puestos de la milicia hombres que nada habían hecho, y esto servía para que en el ejército fuera cada vez mayor el número de conspiradores.

Los crueles castigos que el gobierno imponía á los conspiradores, el fusilamiento de Gorriz en Pamplona y la muerte en la horca de Porlier en Galicia, y Richard en Madrid, no infundían pavor á aquellos revolucionarios esforzados, pues muy al contrario, acrecentaba en ellos el deseo de venganza.

Se acercaba el momento de intentar nuevamente la ruina del despotismo. Esta misión, por lo mismo que era sublime, parecía encomendada á los generales más insignes. Primero había sido Mina, el campeón invencible de Navarra; después Porlier, aquel rayo de las costas cantábricas, y ahora Lacy, el paladín de nuestra guerra de la Independencia, el soldado más bravo que ha tenido España, el caballero sin miedo y sin tacha de la patria y de la libertad, que buscando la muerte en medio de la dispersión de Ocaña recordaba á uno de los héroes de Ho

mero.

El general D. Luis Lacy era el encargado de ponerse al frente del mo

vimiento revolucionario que iba á estallar en Cataluña, donde la conspiración tenía minadas la mayor parte de las tropas.

Por desgracia anuncióse en las logias con gran adelanto la fecha en que debía estallar el movimiento, y entre aquellos patriotas que tanto exponían por la causa de la libertad, hubo dos traidores oficiales del ejército que faltando á sus sagrados juramentos, por el afán de alcanzar una recompensa honorífica ó pecuniaria, denunciaron todo el complot al capitán general de Cataluña que entonces lo era D. Francisco Javier Castaños.

Pudo éste con tiempo tomar sus precauciones, así es, que al llegar el 5 de Abril de 1817, fecha indicada para iniciar la revolución, solo dos compañías del batallón de Ligeros de Tarragona pudo concurrir al pueblo de Caldetas en cuyos baños minerales estaba Lacy.

El intrépido caudillo no se desanimó al ver que solo una fuerza tan exigua contestaba al llamamiento, y puesto al frente de ella se trasladó á la casa de campo de D. Francisco Miláns, también comprometido en la conspiración y cuyo punto era el indicado para la reunión de todas las tropas sublevadas.

Con la impaciencia propia del momento esperaron Lacy y Miláns la llegada de éstas, pero en vez de batallones, sólo aparecieron disfrazados algunos oficiales comprometidos para anunciar con el anunciar con el mayor susto que la

conspiración había sido descubierta | á la ciudadela de Barcelona y allí espor Castaños y que fuertes columnas peró el fallo del Consejo de guerra marchaban contra los sublevados.

Con tales noticias resultaron infructuosos cuantos esfuerzos hicieron Lacy y Miláns para infundir confianza en los suyos y obligarles á seguir adelante. Los soldados diéronse á la deserción Ꭹ fueron á presentarse á las autoridades realistas y al fin los dos jefes acompañados de los oficiales más comprometidos y algunos patriotas, tuvieron que emprender la retirada hacia la frontera perseguidos de cerca por pelotones de fanáticos paisanos y columnas de tropas.

Miláns, con algunos de los conjurados, consiguió ponerse en salvo; pero Lacy, llevado de su confianza, entró á descansar en una quinta cuyo dueño lo delató á los perseguidores.

Era tal el respeto que aquel joven héroe infundía al ejército, que el oficial del regimiento de Almansa que lo prendió, al ir Lacy á entregarle su espada, le dijo:

-Mi general, no aceptaré su acero porque en ninguna mano está mejor que en la suya.

Castaños, que como general viejo y más diplomático que militar, no miraba con buenos ojos á los caudillos jóvenes y eminentes como Lacy, no pudo ocultar su gozo al saber la prisión de éste y la anunció á los catalanes como un imponderable triunfo alabándose á sí mismo por haber descubierto y batido la conspiración.

El desgraciado Lacy fué conducido

que se formó para juzgarle.

La sentencia, como era de esperar, atendido el espíritu de la época, fué de muerte; pero en aquel Consejo el general Castaños emitió su opinión de una manera tan extraña que no podemos menos de reproducirla.

-No resulta del proceso,―dijo,que el teniente general D. Luis Lacy sea el que formó la conspiración que ha producido esta causa, ni que pueda considerarse como cabeza de ella; pero hallándole con indicios vehementes de haber tomado parte en la conspiración y sido sabedor de ella, sin haber practicado diligencia alguna para dar aviso á la autoridad más inmediata que pudiera contribuir á su remedio, considero comprendido al teniente general D. Luis Lacy en los artículos 26 y 42, título 10, tratado 8.° de las Reales Ordenanzas; pero considerando sus distinguidos y bien notorios servicios, particularmente en este Principado y con este mismo ejército que formó y siguiendo los paternales impulsos de nuestro benigno soberano, es mi voto que el teniente general don Luis Lacy sufra la pena de ser pasado por las armas; dejando al arbitrio el que la ejecución sea pública ó privadamente, según las ocurrencias que pudieran sobre venir y hacer recelar el que se alterase la pública tranquilidad.

Después de un voto tal, sólo falta preguntarse á ¿qué hubiera Castaños

condenado á Lacy si no llega á seguir los paternales impulsos del benigno soberano? Aquella fúnebre socarronería era muy propia de Castaños, tan enemigo de los liberales como amigo de engalanarse con triunfos ajenos como ya vimos en la jornada de Bailén.

Los recelos que dicho general manifestaba de que con la ejecución de Lacy se turbara la pública tranquilidad, no podían ser más justificados. La noble Cataluña amaba á Lacy como á hijo. Los catalanes habían presenciado las estupendas hazañas de aquel caudillo, sus esfuerzos por arrojar del territorio á los franceses, sus desvelos por organizar aquel mismo ejército que tan mal había respondido á su grito revolucionario, su generosidad y atención con los humildes y su energía con los poderosos; todos sin distinción de clases le profesa ban entusiasta simpatía, se interesaban por su suerte y por tanto no podían ver con tranquilidad como iba á alcanzar tan triste fin.

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designios, apeló al misterio Ꭹ al engaño, ordenando á Castaños, que para que no se alterara el orden en Barcelona, trasladara á Lacy con sigilo á la isla de Mallorca, donde el capitán general de las Baleares se encargaría de ejecutar la sentencia.

El 7 de Junio expidióse tal instrucción, y Castaños, después de preparar la marcha haciendo que se divulgara por Barcelona la noticia de que el rey había indultado al reo conmutándole la pena de muerte por la de prisión en las Baleares, embarcó á Lacy con grandes precauciones en la noche del 30, dando órdenes al fiscal de la causa y al comandante del buque para que quitasen la vida al general inmediatamente, si alguien intentaba salvarle la vida en alta mar.

El pueblo de Barcelona, creyendo de buena fe las noticias de indulto y no pudiendo imaginar que el gobierno ni Castaños apelaran á un embuste tan miserable, dejó partir á Lacy, el cual, apenas llegó á Mallorca, fué encerrado en el castillo de Bellver.

El desgraciado general, en vista del inesperado viaje, creía como los barceloneses que sólo iba á sufrir la pena de perpetua prisión en dicha fortaleza.

Era entonces capitán general de las Baleares el marqués de Coupigny, quien por el fiscal de la causa supo las órdenes que tenía que cumplir en la persona. del reo. Dicho fiscal el 4 de Julio presentóse en el calabozo de Lacy, que estaba muy lejos de esperar

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tan triste fin, y le notificó la inmediata sentencia de muerte, que el general escuchó con rostro impasible.

Al amanecer del día siguiente Lacy fué conducido al foso y allí murió fusilado, siendo tal su serenidad hasta el último instante, que mandó á la escolta cargar bien las armas y dió con firmeza la voz de ¡fuego!

El pecho que habían respetado las balas francesas cayó para siempre bajo el fuego de los mismos soldados que él había mandado en los más célebres combates. De este modo murió el héroe de la Mancha, de Andalucía y de Cataluña, el valeroso guerrero tan temido de los enemigos como respetado de los suyos.

Parecía que el único destino de Fernando, era dar muerte á los caudillos que más habían contribuido á devolverle la corona con que ahora ceñía

sus sienes.

Mientras ocurría la tentativa revolucionaria de Lacy, la familia real experimentó la pérdida del simple infante D. Antonio Pascual, que murió de una pulmonía el 20 de Abril.

Aquella corte de malvados é imbé– ciles que rodeaba á Fernando, vióse un tanto oscurecida con tal defunción, pues el infante tenía mucho de ambas malas cualidades.

Fernando debió experimentar también gran pesadumbre, pues en adelante no podría contar con aquellos tremendos disparates de su tio el doctor, que tanta gracia le hacian.

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los puntos de inteligencia y respetabilidad que el tal infante cobraba, la Gaceta habló de su muerte como de una inapreciable pérdida nacional y encomió sus dotes como doctor y gran almirante, á pesar de que solo sabia mal leer y no se había embarcado nunca (1).

No parecía en vista de tan desmesurados elogios sino que había muerto algún gigante del pensamiento ó gran capitán, de cuya pérdida jamás podría resarcirse la patria.

En aquellos tiempos el espíritu de adulación se desarrolló de un modo tan inconcebible, que no parecía fuera tal nación la misma España que en los pasados siglos hablaban á sus reyes como iguales y al darles la corona les imponía terribles deberes.

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Los cortesanos, y aun el mismo pueblo, parecían luchar en competencia en punto á adular más rastreramente al poderoso. Tantos eran ya los elogios que se dirigían al soberano, que al fin los aduladores dedicaron su incienso á los ídolos menores ó sea á los favoritos del rey, siendo Lozano de Torres, tal

(1) Como una muestra de la adulación oficial en aquella época, ahí va up soneto del inclito Rabadán, el Homero de Fernando VII, que hubiera hecho furor en los buenos tiempos del gongorismo:

Ya vencidos de Aquario los rigores
que aprisionan á líquidos cristales,
y del Aries y Taurò criminales
resuitas de los.cólicos furores:

Cuando Febo aproxima sus ardores,
desatando á Neptuno los raudales,
y Amalthea sus galas y caudales
manifiesta con célicos primores;
Quiso el cierzo terrible y dominante
de su real aridez dar testimonio,
arruinando á la España su Almirante.
¡Neptuno, Thetis, Cefiro y Favonio
eterno mostrarán llanto abundante,
pues... falleció... el infante don Antonio!!!

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