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TITULO H

DE LOS CONTRATOS

CONSIDERACIONES GENERALES

I.-El concepto de los contratos, tal como se determina en el Código, es hoy el admitido en todas las legislaciones.

Este concepto no siempre ha sido el mismo; y en España, donde tanta y tan continuada influencia han ejercido las doctrinas del Derecho romano, se dió más valor en las leyes de Partida á la forma que al fondo de las convenciones, estableciéndose una marcada diferencia entre los llamados pactos y los contratos propiamente dichos, los cuales, siendo en el fondo una misma cosa é igualmente dignos de respeto, producían efectos completamente distintos, pues los primeros daban sólo lugar á una excepción, al paso que los segundos atribuían á los contrayentes acción civil de obligar.

La ley 1., tit. 1.o, libro 10 de la Novísima Recopilación (1.a, tít. 16 del Ordenamiento de Alcalá) hizo cesar aquella distinción, extraña por completo al tradicional derecho de Castilla, y proclamó el moderno principio de que todos los contratos se perfeccionan y son obligatorios por el mero consentimiento. Pero al consignar este precepto le dió una extensión injustificada; y aunque no es nuestro ánimo ocuparnos de la importancia histórica de aquella ley, no podemos prescindir de consignar un hecho, en el que encontramos la explicación al art. 1.257 del Código.

Ya fuese por defecto de redacción, ó porque no estuviese bien expresada la voluntad del legislador, es lo cierto, en efecto, que en la ley de la Novísima Recopilación se dijo terminantemente que «paresciendo que alguno se quiso obligar á otro por promisión ó contrato ó en otra manera,» estaba obligado á cumplir lo prometido, sin que pudiera alegar ninguna excusa, ni aun la de que la obligación se refiriese al hecho de un tercero. Pugnaba este precepto con la regla jurídica de que nadie puede obligar á otro sin tener su representación, y vino en definitiva á declarar válidos los contratos otorgados á nombre de un tercero, que siempre se han tenido por nulos.

Por consecuencia de la defectuosa expresión de la ley á que nos referimos, suscitáronse algunas cuestiones que la jurisprudencia ha resuelto, y que, sin duda, han hecho patente al legislador la

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necesidad de consignar en el Código la disposición del art. 1.259, según el cual nadie puede contratar á nombre de un tercero sin estar debidamente autorizado ó sin que tenga su representación legal, y, si se lleva á efecto, el contrato es nulo, á no ser que lo ratifique la persona á cuyo nombre se otorgue.

El juramento en los contratos tuvo antiguamente extraordinaria importancia, y se empleaba para dar mayor firmeza á las promesas y asegurar de un modo más eficaz el cumplimiento de las obligaciones, invocando el nombre de Dios como expresión de la suprema verdad y poniéndole por testigo de la exactitud de lo estipulado. Mientras en España se mantuvieron vivas y en su primitiva pureza las tradiciones religiosas, pudo ser el juramento un medio. eficaz de robustecer el vínculo de los contratos, porque su quebrantamiento infería un doble agravio, á Dios y á los hombres.

Tenía el juramento el carácter de acto civil y religioso á la vez, y según las leyes de Partida había de recaer sobre cosa cierta y lícita, y debía prestarse con madurez de juicio, tan sólo en ocasiones solemnes en que la importancia del contrato lo requiriese. Pero es lo cierto que las cosas más santas y respetables pierden mucho de su carácter cuando los hombres llegan á familiarizarse con ellas en fuerza de la costumbre; y de aquí que, á medida que el juramento se repetía en los contratos, fuese perdiendo su eficacia, hasta llegar á convertirse en una mera fórmula de todo punto inútil, que sólo servía para dar lugar á que en caso de incumplimiento del contrato se quebrantara, no sólo el compromiso contraído, sino el juramento prestado en nombre de Dios. Era, pues, innegable la conveniencia de su prohibición, puesto que no da mayor fuerza á las obligaciones que la que éstas tienen por sí mismas, y si algún efecto puede producir, no es otro que el de dar lugar al escándalo manifiesto que resulta del quebrantamiento de la promesa jurada.

Es de aplaudir, por consiguiente, la disposición del art. 1.260 del Código, que destierra para lo porvenir el juramento en los contratos.

II.-El consentimiento de las personas es el más esencial de los requisitos necesarios para la existencia de los contratos. Sin que la voluntad mutua de las partes se halle en perfecto acuerdo sobre lo que ha de ser objeto y causa de la convención, no hay contrato posible.

En la esfera del Derecho civil no puede nadie ser obligado contra su voluntad; y como á tanto equivaldría obtener el consentimiento

por medios reprobados é ilícitos, se han consignado siempre en las leyes causas de nulidad, que dejan sin efecto los contratos hechos por engaño, error ó violencia, y se han adoptado ciertas medidas de carácter protector para evitar que tales maquinaciones se empleen contra personas que no tengan un pleno dominio de sus facultades.

La impericia de los menores de edad en las cosas de la vida; la falta de razón y discernimiento en los locos y dementes, y la carencia de los medios usuales de exteriorización de la voluntad en los sordo-mudos que no sepan escribir, son cirsunstancias que se oponen á la prestación de un consentimiento libre y deliberado; y como sin estos dos elementos no existe verdadera manifestación de la voluntad, y aun cuando existiera podría deber su origen á coacciones ejercidas sobre la persona, se ha declarado incapaces de consentir á los menores no emancipados, á los locos y á los sordo-mudos, á no ser que estos últimos pudieran manifestar su intención por medio de la escritura, y la sordo-mudez no afecte en nada á sus demás facultades, en cuyo caso pueden válidamente obligarse, porque desaparece la causa de la incapacidad, y por consiguiente deben cesar sus efectos.

Los hijos de familia no emancipados eran reputados, antes de la publicación del Código civil, como dueños de los peculios castrense y cuasi castrense, los cuales administraban con entera independencia de los padres, y respecto de los bienes que los formaban podían contratar y prestar por lo tanto el necesario consentimiento. Modificadas las leyes relativas á peculios por el Código civil, ha de tenerse por derogada esta excepción. Sin embargo, todavía queda algún caso en que los menores no emancipados tienen capacidad para consentir; tal sucede en los contratos que celebren los hijos sobre los bienes adquiridos por su trabajo ó industria ó por título lucrativo cuando vivan separados de sus padres con el consentimiento de éstos. Esta opinión está autorizada por el artículo 160 del Código.

El interés de la familia, y más directamente el que el marido, como jefe de ella, tiene en todos los actos que la mujer celebre, ha sido causa de que se establezca respecto de ésta una incapacidad relativa, de la que no nos ocupamos por haberla estudiado con más amplitud al tratar de la institución del matrimonio. Es nulo el consentimiento prestado por error, violencia ó dolo.

Los autores han distinguido siempre dos clases de error, el de hecho y el de derecho; el Código no hace, expresamente al menos,

esta distinción, pero creemos que no puede dejar de tenerse presente para determinar sus efectos. Es principio inconcuso de Dereco y precepto legal según el art. 2.° del Código, que la ignorancia de la ley no excusa á nadie de su cumplimiento; de donde se deduce, que el que por error ó desconocimiento de ella contrae una obligación no podrá anularla bajo ningún pretexto.

Sin embargo, puede ser tal el error de derecho, que haya sido el único fundamento del contrato; así sucedería, por ejemplo, si una persona se creyese equivocadamente obligada por la ley á abonar á otra ciertas indemnizaciones y realizase pagos indebidos, en cuyo caso el contrato realizado bajo esta base sería nulo, porque la ley no puede autorizar abuso tan manifiesto.

El error de hecho anula el consentimiento solamente cuando recae sobre las cosas esenciales del contrato; si recae sobre otras circunstancias no lo invalida, á no ser que constituyan por sí solas la causa de la obligación de que se trate.

Distingue el Código la violencia de la intimidación, términos que corresponden á lo que antes designaban los jurisconsultos españoles con los nombres de fuerza y miedo.

La violencia consiste en el empleo de una fuerza irresistible sobre la persona á quien se quiere arrancar el consentimiento contra su voluntad; y es natural que, en tales condiciones, se tenga éste por no prestado, porque carece de los dos requisitos indispensables de libertad y espontaneidad que en todo caso debe reunir.

La intimidación consiste en la presión moral ejercida sobre el ánimo de uno de los contratantes para obligarle á celebrar un contrato que sin aquella presión no celebraría. Dicho se está que, en este caso, como en el anterior, adolece el consentimiento del mismo vicio de nulidad.

No había en las leyes antiguas un criterio fijo para determinar los casos en que la intimidación viciaba el consentimiento. Requerían las Partidas que el acto causante del miedo fuese de tal naturaleza que infundiese pavor á los hombres de gran corazón, sin tener en cuenta para nada la edad, el sexo ni la condición de las personas, criterio altamente injusto, porque las amenazas que en ciertos casos se consideren pueriles pueden ser suficientes para amilanar á seres débiles, respecto de los cuales son de tanta gravedad como otras más fuertes puedan ser para varones de ánimo esforzado.

La jurisprudencia ha venido suavizando el rigor de la ley, y el Código dispone que para calificarse la intimidación debe atenderse

á la edad, al sexo y á la condición de las personas sobre las que se haya ejercido, lo cual está conforme con los consejos de la equidad. Hay dolo cuando, con palabras ó maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, se obliga al otro á prestar un consentimiento que sin ellas no hubiera prestado.

El Código, al declarar nulos los contratos en que haya intervenido dolo, ha puesto fin á una cuestión debatida entre los comentaristas de las leyes de Castilla, acerca de si el dolo anulaba las obligaciones desde luego y por el hecho sólo de su existencia, ó sí daba lugar nada más que á una acción de rescisión. Ambas opiniones tenían su fundamento en la ley 57, tít. 5.o, Part. 5.a, en la que se decía que el contrato «se desface y non vale» cuando hubiere mediado dolo. El Código declara nulas las obligaciones dolosas y conviene tener esto muy presente, porque como veremos más adelante, existe una notable diferencia entre los efectos de la nulidad y los de la rescisión de los contratos.

El art. 1.270 tiene el carácter de verdadera sanción penal. Prevée el caso de que se haya empleado el dolo por las dos partes contratantes; y, como justo castigo á la mala fe de una y otra, impone á ambas la obligación de cumplir lo estipulado, cualesquiera que sean sus consecuencias.

Incompletas nos parecen las reglas dedicadas á tratar de los efectos del dolo; porque habiendo de ser empleado, según el art. 1.269, precisamente por uno de los contratantes, sin excepción, reconoce validez á los contratos celebrados por virtud de algún engaño cuando éste se deba á un tercero, aunque sea un instrumento de cualquiera de las partes.

Se nota, pues, una importante omisión en el Código, que puede hacer en muchos casos ineficaces las medidas adoptadas contra el dolo.

Todas las cosas que están en el comercio de los hombres, todos los derechos, riesgos y servicios, es decir, las prestaciones materiales é inmateriales, pueden ser objeto ó materia de contratación, sin más limitaciones que las consignadas en el presente título del Código, que por no ser nuevas ni ofrecer cosa alguna digna de notarse, no nos detenemos á comentarlas.

Los contratos, como cualquier acto jurídico, reconocen siempre una causa, que no es otra que el fin que cada uno de los contratantes se propone conseguir con su celebración.

La ley no puede admitir que ninguna persona dotada de razón se obligue sin un motivo justo; puede éste consistir en el simple

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