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unos que implorase la clemencia del emir, seguro de que sería acogido con benignidad, otros que aceptara la batalla y en lo más recio de ella se pasara al campo enemigo donde sería recibido con benevolencia. Desechó altivamente el Fehri una y otra proposición como innobles, y prefirió aventurar el todo por el todo en un combate. Y así fué que forzado á aceptar la pelea en los campos de Cazorla, sus indisciplinadas bandas, buenas para la guerra de montaña, de sorpresa y de rapiña, pero poco á propósito para una batalla campal, fueron pronto acuchilladas y deshechas por los escuadrones regulares y aguerridos de Abderramán. Muchos se ahogaron en las aguas del Guadalimar; otros se retiraron á sus casas; Hafila, uno de los bandidos más antiguos, huyó á sus conocidas montañas de Jaén; Cassim pudo retirarse á la Serranía de Ronda, y Abul Asuad escapó despavorido con unos pocos por Sierra Morena á Extremadura y el Algarbe. Más de cuatro mil hombres habían quedado en el campo (784).

Vióse Abul Asuad acosado en tierra extraña por los walíes de Beja, de Alcántara y de Badajoz; abandonáronle sus compañeros; y solo, errante noche y día por bosques y cuevas, como hambriento lobo, dice un autor arábigo, derrotado y miserable entró en Coria, donde estuvo oculto algún tiempo: precisado á volver á salir de allí, continuó errante de bosque en bosque, apagando su sed en los arroyos y pidiendo limosna á los transeuntes: por fin, descalzo y andrajoso, desfigurado con los trabajos, entró en Alarcón, pueblo y fortaleza de Toledo, donde recibió la hospitalidad del desvalido, y á poco tiempo una muerte oscura puso fin á sus infortunios. Tal fué el lamentable fin del hijo mayor de aquel Yussuf, enemigo implacable de Abderramán. Habíase fingido ciego en la prisión, y sólo recobró la libertad y la vista para gozar de la libertad de las fieras del bosque y del espectáculo de su negra desventura.

Terminada esta guerra, pasó Abderramán á visitar la Extremadura y Lusitania. Recorrió las ciudades de Mérida, Évora, Lisboa, Santarén, Coimbra, Porto y Braga, haciendo levantar en todas partes mezquitas y estableciendo escuelas públicas para la enseñanza del islamismo: volvió por Zamora, Astorga y Ávila, ciudades todas conquistadas antes por el rey cristiano de Asturias Alfonso I, y abandonadas sin duda después ó poco defendidas, y pasó á Toledo, donde fué recibido por su hijo Abdallah con las mayores demostraciones de alegría (785). Allí supo que Cassim, el hijo menor de Yussuf, unido al indómito Hafila, restos ambos de la batida de Cazorla, hacían todavía los últimos desesperados esfuerzos por la parte de Murcia y Almería. Mientras Abdallah, hijo del célebre Marsilio, y heredero del valor y de la severidad de su padre, perseguía á Cassim ben Yussuf, Abderramán visitaba los pueblos de las montañas de Jaén, teatro de la última guerra, cambiando con su presencia y porte el espíritu desfavorable que en ellos dominaba y disipando con su amabilidad las prevenciones que contra él tenían. Al llegar á Segura de la Sierra, exclamó: «Esta fortaleza, defendida por un buen alcaide y por algunos ballesteros fieles, sería inaccesible como el nido del águila en la empinada roca.>> Lleváronle allí la noticia importante de haber caído Cassim el Fehri en manos de Abdallah, hijo de Marsilio (Abdelmelek ben Omar). Invirtió algunos días el emir en recorrer las aldeas de la sierra, y luego bajó á Denia,

donde le esperaba otra nueva no menos feliz. Abdallah había capturado también al terrible caudillo de los rebeldes Hafila, á quien había decapitado en el acto. Cuando Abderramán llegó á Lorca, incorporósele el vencedor Abdallah, y juntos se encaminaron á Córdoba, donde entraron en medio de las más vivas aclamaciones y plácemes de los habitantes de la ciudad (786). Presentáronle allí al rebelde Cassim encadenado: el hijo de Yussuf imploró la clemencia del emir besando la tierra que pisaba el mismo á quien había hecho guerra obstinada y pertinaz. El ilustre emir puso término á la guerra de treinta años con un rasgo de magnanimidad que acabó de realzar su grandeza. No sólo mandó quitar las cadenas y grillos al cautivo Fehri, sino que le otorgó mercedes y le dió tierras en Sevilla para que pudiese vivir conforme á su antiguo rango y socorrer á sus parientes desvalidos. Cassim, conmovido con tan generoso proceder, ofreció solemnemente ser desde entonces el más fiel servidor y amigo de su magnánimo bienhechor (1).

¡Cuán diferente estrella la de los hijos de Yussuf el Fehri! Abul Asuad, preso diez y ocho años en una torre, logra á costa de una fingida ceguera, ficción aún más incómoda que el mismo cautiverio, evadirse de la prisión, alza el pendón rebelde en el corazón de una montaña, es batido á ojeo como una fiera dañina, derrótanle en un combate, abandónanle los suyos, vaga por los bosques como una alimaña perseguida por el cazador, pide limosna á los transeuntes, apaga la sed en los torrentes del desierto, desfigúranle los trabajos de la vida salvaje, y escuálido y desnudo entra en una población donde muere como un mendigo en la oscuridad y en la miseria. Cassim, su hermano, diez veces prisionero y otras tantas auxiliado para fugarse, fomentador de todas las rebeliones, conspirador incansable y eterno, aparece doquiera que había enemigos armados del emir, en ciudades y en despoblados, en España y fuera de ella, en Mediodía y en Oriente, en riscos y llanos, es apresado al fin, y no sólo obtiene perdón é indulto de un vencedor de quien fuera tan mortal enemigo, sino también tierras de que poder vivir con la grandeza de un príncipe. Inútil sería buscar en lo humano las causas de estos contrastes que en todos los siglos, en todas las religiones y en todos los países suele ofrecer la suerte de los hombres.

Llegamos por fin al término de la carrera de Abderramán: treinta años llevaba de luchas el hijo de Moawiah con pocas interrupciones, al cabo de los cuales, vencedor siempre, pero siempre molestado, logró todavía poder dedicar con quietud alguno aunque corto tiempo á afianzar el trono de los Ommiadas y á legársele en un estado brillante á sus sucesores. Dedicó, pues, Abderramán este apetecido período de sosiego á embellecer á Córdoba con monumentos que testificaran á la posteridad su poder y grandeza. Ya la había adornado con alcázares, palacios y jardines; mas queriendo dejar levantado en la capital del imperio un templo que igualara ó excediera á los más magníficos y soberbios de Oriente, dió principio á la construcción de la grande aljama ó mezquita mayor de Córdoba sobre el mismo plan de la de Damasco, en lo cual llevó acaso la idea reli

(1) Conde, part. II, cap. XXIII.

giosa y el pensamiento político de apartar más y más á los musulmanes españoles de la dependencia moral de Oriente en que los conservaba la veneración á la Meca, haciendo á Córdoba un nuevo centro de la religión muslímica. Para activar los trabajos y alentar á los operarios con su ejemplo, trabajaba Abderramán por sí mismo una hora cada día; mas á pesar de tanta actividad y de haber consumido en los gastos de la obra más de cien mil doblas de oro, Dios no le permitió ver concluído el grandioso monumento, en que, al decir de un moderno poeta, el ojo había de perderse en maravillas (1). Reservada estaba esta satisfacción á su hijo Hixem (2). Pero á Abderramán corresponde la gloria del pensamiento y la honra de haber dotado con rentas perpetuas los hospitales y escuelas (madrisas) que levantó á la sombra de la grande aljama.

Ocupado estaba el ilustre Ommiada en estos trabajos, cuando sintiéndose próximo á descender al sepulcro, convocó á los walíes de las seis provincias, y á los gobernadores de doce ciudades principales, con sus veinticuatro wazires, y teniéndolos reunidos en su alcázar, á presencia de su hahgib ó primer ministro, del cadí de los cadíes, de los alkatibes, secretarios y consejeros de Estado, declaró su voluntad de dejar á su hijo Hixem por walí alahdi, ó sucesor del imperio; rogó á todos le reconociesen y juraser por tal, é hiciéronlo así todos aquellos altos dignatarios, tomando la mano á Abderramán, según costumbre, en señal de obediencia y respeto, y prometiendo fidelidad al futuro emir cuando su padre muriese. Era Hixem el predilecto de su padre, porque aventajaba á sus hermanos en bondad y en sabiduría, en prudencia y rectitud. Murmuróse que la sultana Howara, madre de Hixem, la más querida, y acaso la única esposa que tuvo el emir, no había dejado de influir en la elección. Mas aunque los dos hermanos mayores, Suleiman y Abdallah, no podían reclamar legalmente derecho de preferencia á la soberanía, puesto que ésta era electiva, como lo era también en aquella época entre los cristianos, no pudieron sin secretos celos y sin un resentimiento que por entonces ahogaron, verse postergados á un hermano menor, cuyo mérito y virtudes presumían por lo menos igualar.

Despedida la asamblea, partió Abderramán á Mérida, acompañándole Hixem, y quedando Abdallah en Córdoba: Suleiman volvió á su gobierno de Toledo. A los pocos meses adoleció Abderramán en Mérida de una

(1) Víctor Hugo.

(2) Abderramán hizo la parte principal, desde el muro occidental hasta la undécima nave inclusive. Según el autor del Indicador Cordobés (edición de 1837), la actual catedral de Córdoba compendia en sí la historia de los cuatro grandes períodos de la España romana, gótica, arábiga y restaurada. En el sitio que hoy ocupa este grandioso templo estuvo el que los romanos dedicaron á Jano, que llamaron Augusto. De ello se hallaron dos inscripciones cuando se abrieron los cimientos para la fábrica de la capilla mayor, que están hoy colocadas en el arco llamado de las Bendiciones. En este mismo sitio, según la opinión más probable, estuvo en tiempo de los godos el templo de San Jorge, aquel fuerte donde se refugiaron los caballeros godos y cordobeses cuando la invasión de Muguciz el Rumí, y que de la catástrofe en él ocurrida, se llamó iglesia de los Mártires. Después fué la gran mezquita, y San Fernando la convirtió en catedral cristiana, cuyo destino conserva.

enfermedad, de la cual no tardó en sucumbir. Acaeció su muerte en el año de la hégira 171, el 22 de la luna de Rebie segunda (30 de setiembre de 788). Tenía entonces poco más de cincuenta y nueve años, y dejaba once hijos y nueve hijas. Hízosele un entierro solemne y pomposo, acompañando su féretro toda la gente de la ciudad y de sus contornos, con señaladas muestras de sentimiento y pesadumbre (1).

Así terminó su agitada y gloriosa carrera el primero de los Ommiadas de España, Abderramán ben Meruán, á cuyas aventajadas cualidades sus mayores enemigos no pudieron menos de hacerle justicia. Almanzor, califa de Bagdad, y por lo mismo natural enemigo de su nombre y familia, elogiaba su valor y sus talentos, y se felicitaba de que las guerras interiores de España le hubieran impedido ejecutar el atrevido pensamiento que tuvo, según Al Makari, de llevar la guerra hasta el Oriente, y de derrocar la poderosa dinastía de los Abassidas. Los escritores cristianos, á pesar de sus naturales antipatías, no pudieron dejar de reconocer sus virtudes. El Silense le llama el gran rey de los moros (2), y el arzobispo don Rodrigo dice que Abderramán fué llamado Al Adhil, el Justo (3). «Carlomagno, dice un escritor contemporáneo, la figura colosal que descuella en aquel siglo, queda rebajado en comparación de Abderramán (4).»

Aunque Abderramán gobernó como jefe supremo é independiente, y aunque las historias cristianas y algunas árabes le nombran Rey, Califa (Vicario), ó Miramamolín (5), consta por Al Makari que nunca se dió á sí mismo sino el modesto título de Emir. Los dictados de miramamolín y de califa no empezaron á darse á los emires de Córdoba hasta el octavo de los Ommiadas de España Abderramán III, ó sea Abderramán al Nasir. El mismo año de la muerte de Abderramán I entró en África Edris ben Abdallah, que después de haber andado errante por aquellas regiones, como en otro tiempo Abderramán, se apoderó de Almagreb, quitándoselo á los califas de Oriente, y echó los cimientos del reino de Fez, que trasmitió en herencia á su hijo Edris ben Edris. De esta manera el África propiamente dicha, desde el Egipto hasta el Estrecho, se constituía independiente de los califas Abassidas, como treinta y ocho años antes se había constituído la España: circunstancia interesante para la inteligencia de los sucesos ulteriores de nuestra historia.

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(3) Hist. Arab. 18.

(4) Alcant., Hist. de Granada, tom. II.

(5) Corrupción de Emir-al-mumenin, emir ó jefe de los creyentes.

CAPÍTULO VII

HIXEM Y ALHAKEM EN CÓRDOBA; ALFONSO EL CASTO EN ASTURIAS

De 788 á 802.

Solemne proclamación de Hixem I en Córdoba.-Guerra que le movieron sus dos hermanos Suleiman y Abdallah.-Véncelos el emir.-Noble y generoso comportamiento de éste.- Rebeliones de los walíes de la frontera oriental.- Proclama Hixem la guerra santa.-Progresos de los musulmanes de uno y otro lado del Pirineo.- Termina Hixem la gran mezquita de Córdoba-Su descripción.-Triunfo de Alfonso II (el Casto) en Asturias.- Muerte de Hixem, y elevación de su hijo Alhakem I.— Dispútanle el trono sus dos tíos Suleiman y Abdallah.-Guerra civil.—Su término. -Alfonso de Asturias hace una excursión hasta Lisboa.-Mensaje y presentes de Alfonso á Carlomagno en Aquisgrán.-Es destronado momentáneamente, recluído en un monasterio, y vuelto á aclamar.-Conquistas de los francos en el Oriente de España.-Célebre sitio de Barcelona por Ludovico Pío, rey de Aquitania.-Rindenle la plaza los musulmanes.-Origen del condado de Barcelona.

Extraño se mantenía á todos estos sucesos el pequeño reino de Asturias, como oscurecido en un rincón bajo los inertes príncipes que mediaron del primero al segundo Alfonso, que todavía, como anunciamos en otro capítulo, tardará tres años en empuñar el cetro de la monarquía de Pelayo.

Con desusada pompa se celebraba en 788 en Mérida, terminados los funerales de Abderramán, la solemne proclamación de su hijo Hixem I. «Que Dios ensalce y guarde á nuestro soberano Hixem, hijo de Abderramán!» era el grito que resonaba en todas partes, y rezábase por él la chotba ú oración pública en todas las mezquitas de España. Ayudaba al entusiasmo con que era saludado Hixem su majestuosa presencia, su índole apacible, y la fama de religioso y justiciero que ya gozaba, designándole desde el principio con el doble dictado de Al Adhil, el justo, y Al Rahdi, el benigno y afable.

Pero estas virtudes no bastaron á estorbar que sus dos hermanos mayores Suleiman y Abdallah, walíes de Toledo y de Mérida, no pudiendo resistir á la envidia y enojo de verse postergados, le declararan abierta guerra, proclamándose independientes en Toledo, donde ambos se habían reunido. Al wazir de la ciudad, que se negó á coadyuvar á sus designios, encarcelaronle y le cargaron de cadenas. Y como Hixem escribiese á su hermano Suleiman para que le diese cuenta de la causa ó motivo de aquel maltratamiento, la respuesta del soberbio Suleiman fué hacer sacar de la prisión al desgraciado wazir y clavarle en un palo á presencia del portador de la carta, diciéndole á éste: «Vuelve y dí á tu señor lo que vale aquí su soberanía: que queremos ser independientes en nuestras pequeñas provincias, lo cual es una corta indemnización del desaire que se nos ha hecho.» Justamente indignado Hixem de la desatentada osadía de sus hermanos, marchó á la cabeza de una hueste de veinte mil hombres sobre Toledo. Suleiman había salido á su encuentro con quince mil. Batiéronse

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