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tribunales. En este cuerpo de legislación se ve ya la índole y tendencias de la raza goda á unirse con la romana, y que el rey godo no era tampoco un caudillo bárbaro.

Clodoveo entretanto se aprestaba á hacerle la guerra á pesar del abrazo de Amboise. «No puedo sufrir, decía á sus soldados, que los arrianos estén siendo dueños de la más bella porción de la Galia.» Tiempo hacía que Teodorico, rey de Italia, estaba interponiendo su mediación entre los dos príncipes, escribiendo alternativamente ya á uno ya á otro, á fin de evitar un rompimiento: inútiles fueron sus buenos oficios: Clodoveo puso en marcha su ejército y se dirigió con él hacia Poitiers. Fuéle preciso á Alarico aceptar el combate. Encontráronse godos y francos en Vouglé, á tres leguas de aquella ciudad. Pero los soldados de Alarico no eran ya aquellos godos ardientes y aguerridos que habían dado á Eurico tantos triunfos: la paz de algunos años los había enflaquecido, y Alarico no se distinguía por un gran valor, siendo más á propósito para legislador que para guerrero. La pelea fué sangrienta, y Alarico pereció en ella, derribado de su caballo por la lanza misma, dicen, de Clodoveo; un franco acabó de matarle (507). La muerte de su jefe desalentó á los godos, cuyos principales capitanes se retiraron á España. Las consecuencias de esta derrota fueron desmembrarse de la corona gótica aquella parte importantísima de su imperio que habían sabido sostener sus antecesores por espacio de noventa y cinco años. Pero aun les quedaba la faja de la Septimania (1), que enlazaba las posesiones de uno y otro lado de los Pirineos. Principia, no obstante, el reino visigodo á concentrarse en España, donde estaba su porvenir.

Había dejado Alarico II dos hijos; uno legítimo, pero de edad sólo de cinco años, llamado Amalarico (Amal-rik), y otro bastardo, de edad de diez y nueve, llamado Gesalico. Temiendo los godos la consecuencia de una larga minoría alzaron rey al hijo bastardo. Pero Teodorico; rey de Italia, tomó sobre sí la defensa de los derechos de su nieto Amalarico, que Alarico su padre había casado con una hija del rey ostrogodo. Un formidable ejército enviado por él á las órdenes de Ibbas, uno de sus generales más ilustres, derrotó primero á los borgoñones y á los francos que sitiaban á Narbona: marchó seguidamente sobre Barcelona, donde se hallaba Gesalico, rindió la ciudad, y arrojó de ella al príncipe bastardo, que tuvo necesidad de acogerse á Trasimundo, rey de los vándalos de Africa. Teodorico gobernó el reino de España durante la menor edad de Amalarico, encomendando su educación á Teudis, ostrogodo de nacimiento. Algún tiempo después, habiendo facilitado el rey de los vándalos á Gesalico grandes sumas de dinero, pasó con ellas á las Galias, donde pudo reunir algunos parciales, con los cuales se dirigió en armas sobre Barcelona llevado del ansia de recuperar la corona: pero el ejército de Teodorico le salió al encuentro, alcanzóle á cuatro leguas de aquella ciudad, y le deshizo completamente; él huyó á uña de caballo á las Galias, pero alcanzado por una partida de caballería

(1) Vínole el nombre de Septimania de siete ciudades que Eurico había reunido bajo un gobierno en la Galia Meridional.-Euricus rex Victorium ducem super septem civitates proposuit. Greg. Turon., lib. II.

ostrogoda, halló la muerte en lugar de la corona que buscaba (511). Aseguróse con esto la sucesión de Amalarico, gobernando siempre Teodorico la España en su nombre. Este mismo año murió Clodoveo, el cual desde Alarico II había seguido paseando sus armas triunfantes por las posesiones godas de las Galias, tomando sucesivamente sus ciudades inclusa la misma Tolosa, corte y asiento real de los godos, donde se apoderó de tesoros inmensos, quedando de este modo casi toda la Galia gótica sujeta á los francos, y reducida la monarquía de los godos á España. Así se iban marcando los límites que había de tener uno de los reinos que se habían de fundar sobre los despojos del viejo imperio romano. Muerto Clodoveo, dividióse su imperio entre sus cuatro hijos, Tierry, Clodomiro, Childeberto y Clotario.

Continuaba Teudis haciendo como de regente de España á nombre del rey Amalarico, y de Teodorico su abuelo y tutor. Teudis gobernaba con sabiduría, pero teniendo que acomodarse á las instrucciones de Teodorico, las rentas de España debían ser enviadas con regularidad todos los años á Italia con gran menoscabo de la riqueza y prosperidad del reino; y él había rehusado pasar á Italia á dar cuenta de su administración, alegando siempre diferentes causas y pretextos. Agregábase que Teudis se había casado con una rica española, la cual llevó al matrimonio un inmenso dote. Todo contribuyó á que Teodorico se recelara y cautelara de Teudis, el cual por su parte se rodeó de una guardia de dos mil hombres, levantados y mantenidos á su costa. Aumentábanse con esto cada vez más los recelos y temores de Teodorico; por lo que apresurándose á hacer declarar mayor de edad á su nieto, despojó de sus cargos á Teudis, y volvió éste á entrar en la vida privada (524).

Murió á poco tiempo el ostrogodo Teodorico (526), dejando los estados de Italia á Atalarico su nieto. A fin de evitar todo conflicto entre los dos jóvenes reyes de las dos ramas godas, se acordó demarcar los límites de ambos reinos, quedando agregado al de Italia todo lo comprendido desde la orilla izquierda del Ródano hasta los Alpes, inclusas Arlés y Marsella, al de España todo el resto de la Galia gótica. Así se determinaron los lindes de ambas monarquías, quedando en completa independencia la una de la otra.

Hallándose ya Amalarico en edad y estado de gobernar por sí el reino, pidió por esposa á Clotilde, hija de Clodoveo, y hermana de los cuatro reyes francos. Parecía que este enlace entre las dos dinastías poderosas de Occidente era el más á propósito para consolidar y hacer formidable uno y otro Estado: sin embargo, no fué sino causa funesta de la ruina de Amalarico. El godo era arriano, Clotilde católica, y sólo le fué otorgada por su hermano bajo la seguridad de que no se la obligaría á dejar su religión. No lo cumplió así Amalarico; empeñábase en hacer arriana á Clotilde, resistíalo ella con entereza, constancia y decisión. Amalarico empleó primero la persuasión, las caricias y los halagos: viendo que estos medios no alcanzaban, recurrió á la dureza y á los malos tratamientos; quejóse de ello Clotilde á sus hermanos, enviando á Childeberto un pañuelo teñido de sangre en prueba de los ultrajes que de su marido recibía (1). Tomó inme

(1) Greg. Turon., lib. III.

diatamente las armas Childeberto para vengar á su hermana, y á la cabeza de un ejército respetable se entró por los Estados de Amalarico. Salió el godo á encontrarle con sus tropas: empeñóse el combate, y Amalarico fué derrotado, teniendo que refugiarse á la flota que estaba casi á la vista del campo de batalla. La codicia acabó de perderle; acordóse de que había dejado sus tesoros en Narbona, y volvió con el ansia y afán de recobrarlos. Los francos le sorprendieron, y en vez de los tesoros halló la muerte. Las alhajas quedaron en poder de Childeberto: contábanse entre ellas sesenta cálices y trece patenas de oro puro, las cuales distribuyó á las iglesias de Francia. Childeberto se dirigió á París con sus tropas victoriosas: Clotilde murió en el camino, y fué enterrada en la iglesia de Santa Genoveva, que entonces se llamaba de San Pedro y San Pablo, junto al sepulcro de su padre Clodoveo. Tanta era la influencia que tenían ya las diferencias religiosas en la suerte de los reinos (531).

Como Amalarico hubiese muerto sin sucesión, juntáronse los godos para la elección de rey, y fué aclamado por unanimidad el mismo Teudis que tan sabiamente los había gobernado en la menor edad de Amalarico (532). Al año siguiente, los francos que acababan de destruir el reino de los borgoñones, quisieron expulsar á los visigodos de las posesiones que les quedaban en las Galias, pero fué infructuosa su tentativa.

Los reyes francos, con motivo ó sin él, no dejaban de hostilizar á los godos de España en cuantas ocasiones podían. En 542 los dos hermanos Childeberto y Clotario, rey el primero en París y el segundo en Soissons, sin que se sepa la razón que á ello les moviera, pasaron los Pirineos al frente de numeroso ejército, tomaron á Pamplona, Calahorra y algunas otras ciudades, y se dirigieron á poner sitio á Zaragoza, después de haber devastado cuanto encontraban al paso. Ocurrió en el cerco de Zaragoza una de aquellas escenas que prueban el influjo que en aquella edad ejercía la religión. Los habitantes de Zaragoza carecían de todo socorro, y los francos apretaban el sitio. Los ciudadanos recurrieron entonces á la intercesión de San Vicente, uno de los gloriosos mártires; y publicando un riguroso ayuno, vestidos los hombres con sacos y las mujeres de luto, sueltos los cabellos y cubiertas de ceniza las cabezas, salieron en procesión al rededor de la muralla llevando la túnica del santo, cantando unos y llorando otros. Llamó la atención de Childeberto tan nuevo y singular espectáculo, y habiéndose informado de su significación y objeto por un labrador de la ciudad que fué cogido, el rey franco envió á decir á los sitiados que en reverencia de su santo mártir determinaba levantar el asedio, y que les estimaría alguna preciosa reliquia del santo para llevarla consigo. Dióle el clero agradecido la estola del mártir, con la que muy contento marchó el franco: en cuya memoria dicen erigió después un templo en París á San Vicente mártir, que es hoy el de San Germán.

Mas cuando los francos, levantando el sitio de Zaragoza, regresaban á las Galias, contentos con las riquezas y el botín que de Pamplona y las demás ciudades habían recogido, hallaron un fuerte ejército godo, mandado por Teudiselo, posesionado de los desfiladeros y gargantas de los Pirineos. Childeberto, viendo de aquel modo cortada su retirada, negoció con el general godo el permiso de dejarle libre el paso mediante una gruesa

suma de dinero. Dejóse llevar el godo de la codicia, y concedióles una tregua de veinticuatro horas, durante las cuales traspusieron las montañas los dos reyes francos con lo más escogido de su gente; mas como no tuviesen tiempo de pasar las tropas, cayó Teudiselo sobre las que quedaban y las pasó á cuchillo (1).

Justiniano, emperador de Oriente, había acabado con el reino de los vándalos en África, por medio de la espada de Belisario, y posesionádose de Ceuta, que se supone había pertenecido á los godos. Temiendo Teudis. la proximidad de los imperiales bizantinos, y sospechando que tuvieran intenciones de destruir el reino de los godos como habían destruído el de los vándalos, envió un ejército á recobrar á Ceuta. Sitiábanla los godos y habían empezado á dar algunos asaltos, cuando llegó el primer domingo, día en que los godos no acostumbraban á pelear; dejaron, pues, las armas, creyendo que los católicos sitiados harían lo mismo: pero los imperiales, aunque católicos, menos escrupulosos en la guarda de las fiestas que los godos, cayeron de repente sobre éstos, y hallándolos desapercibidos, acuchillaronlos á todos sin que escapara uno solo, añaden las crónicas, que pudiera llevar á España la triste nueva del desastre. Poco tiempo después de esta derrota murió Teudis; atravesóle con la espada un loco, ó al menos fingía estarlo: Teudis, al morir, encargó que no se castigara al asesino (548). Muerto Teudis, los grandes del reino nombraron sucesor suyo á Teudiselo, el mismo general que había concedido la famosa tregua á Childeberto y Clotario (2).

Poco tiempo disfrutó el nuevo rey de las delicias del trono: el desenfreno con que se entregó á otros deleites le acarreó pronto la pérdida de la corona y de la vida. Su pasión por las mujeres no tenía límites, ni reparaba en los medios de saciarla, ni respetaba las mujeres de los más principales del reino. Deseaban éstos ocasión de vengar su infamia, y proporcionósela un banquete á que el mismo rey los convidó en Sevilla: en lo más animado del festín los conjurados apagaron las luces, y á favor de las tinieblas cosieron al rey á puñaladas. Llevaba poco más de año y medio de reinado (549).

Los mismos conjurados eligieron sin formalidad y sin esperar el consentimiento de otros principales godos á Agila, de no menos desarregladas costumbres que su antecesor. Por uno y otro motivo algunas ciudades se negaron á reconocerle; entre ellas Córdoba, ante cuyos muros, yendo á atacarla, perdió un hijo y quedaron derrotadas sus tropas. Aprovechóse de aquellas discordias Atanagildo, uno de los grandes, tan ambicioso como astuto, para granjearse un partido y aspirar á la corona. A este fin parecióle

(1) Vit. S. Avit.-S. Isid. Hist. Goth.

(2) San Gregorio de Tours nombra á este rey Theodogilo, Jornandés le llama Theodigis, otros Theodiselo, y otros Theodigisilo. Es difícil fijar la correspondencia que deben tener en español los nombres de los godos. Todos han sido adulterados al pasar á otros idiomas; y aunque se conservaran con su propia ortografía, faltarían en las lenguas modernas sonidos para expresarlos en su original y primitiva pronunciación. De aquí la infinita variedad con que se escriben y pronuncian en los diferentes países, y aún en una misma nación en diversas épocas.

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muy conveniente aliarse con Justiniano, á quien halagó cediéndole todo el territorio de la costa de España comprendido entre Gibraltar y los confines de Valencia. Marcharon en seguida las fuerzas combinadas de Justiniano y Atanagildo contra Agila, venciéronle en batalla junto á Sevilla, y le forzaron á retirarse á Mérida, donde disgustados los suyos de las calamidades que por su causa sufría el país, y no menos incomodados con su altivo genio y relajadas costumbres, diéronle la misma muerte que á su antecesor, proclamando en seguida á Atanagildo (Atahngild). De esta suerte quedó Atanagildo en posesión pacífica del reino de los godos, fijando ya definitivamente en Toledo la corte que antes no se había establecido aún en determinado pueblo de España (554).

Luego que se vió tranquilo poseedor del trono, volvió sus armas contra los griegos bizantinos, resentido de que se hubieran apoderado de varias plazas fuertes que los constituían en vecindad demasiado peligrosa. Algunas recobró, pero aun subsistieron aquellos imperiales como apegados á las costas españolas, no sólo durante su reinado, sino aún muchos años después; que es siempre más fácil la entrada que la salida de los extranjeros que una vez son llamados á un país como auxiliares.

Parece no haber heredado Atanagildo el odio de sus antecesores á los francos de las Galias, ó haber éstos más bien olvidado el que sus mayores tenían á los godos; puesto que se vió á los dos nietos de Clodoveo, Sigiberto, rey de Metz, y Chilperico, que lo era de Soissóns, pedir sucesivamente en matrimonio á.Atanagildo sus dos hijas Brunequilda y Galsuinda. Brunequilda, la menor de las dos, notable por su extraordinaria belleza, y á quien el poeta latino que cantó sus bodas comparaba á Venus, se hizo católica en poder del rey franco. Con mucha repugnancia había cedido Atanagildo al rey de Soissóns su hija Galsuinda, y con menos voluntad todavía condescendió en ello su madre, porque Chilperico no tenía reputación de arreglado en su conducta, ni esperaban que diera ejemplo de fidelidad conyugal, virtud tan recomendable entre los godos. Lejos de eso, su palacio era una especie de lupanar, y á la cabeza de sus concubinas se hallaba la temible Fredegunda, cuyo nombre andaba en las bocas de todos. La hija de Atanagildo, á pesar de aquellos tristes presentimientos, salió de España acompañada de su madre, que no acertaba á separarse de ella, como si augurara los desastres que le habrían de suceder. Celebráronse las bodas en Tours. «Fué recibida, dice el historiador obispo de aquella ciudad, en el lecho de Chilperico con honor y con demostraciones de amor, porque llevaba consigo grandes tesoros: pero bien pronto la pasión de Fredegunda ocasionó entre ellos violentos disturbios (1).» Disturbios fueron estos á tal extremo llevados, que el bárbaro rey, por complacer á Fredegunda, hizoʻahogar en el lecho á la infeliz Galsuinda por mano de un esclavo, casándose después con la consejera del crimen, objeto de sus livianas pasiones. Jamás olvidó Brunequilda el cruel asesinato de su hermana, que también se había hecho católica como ella, y queriendo vengar el bárbaro delito, suscitáronse entre ella y Fredegunda luchas sangrientas, que produjeron nuevos atentados de parte de aquella mujer malvada, atentados

(1) Gregor. Turon., lib. IV, cap. XXVIII.

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