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CRUZ LLAMADA DE LOS ANGELES

regalada por Don Alfonso II el Casto á la Catedral de Oviedo, donde se conserva actualmente

pe de su tiempo, Carlomagno, que se decora con el título de protector de la Iglesia y jefe de la cristiandad, recibe embajadores del rey de Asturias, que se presentan con ostentación en Aquisgrán y Tolosa de Francia. Los emires le proponen treguas, porque han probado el valor de sus armas en los campos de Lutos, de Lisboa, de Naharón y de Anceo.

Tiene la fortuna de que se descubra en su tiempo el sepulcro del apóstol Santiago, y desplegando su piedad religiosa en Compostela, como en Oviedo, funda en Galicia una basílica cristiana que con el tiempo competirá en fama y grandeza con la mezquita musulmana de Córdoba, y entusiasma de tal modo á los clérigos y obispos, que piden acompañarle á las batallas con la cruz del apóstol y el escudo del soldado. Político y legislador, da un gran paso hacia la restauración de las leyes visigodas, restableciendo el orden gótico en la Iglesia y en el palacio.

He aquí la nueva sociedad cristiana reorganizándose sobre la base de las tradiciones góticas. Lo anunciamos ya en otro lugar. «La religión y las leyes (dijimos) fueron las dos herencias que la dominación goda legó á la posteridad, y estos dos legados son los que van á sostener los españoles en su regeneración social. Tan pronto como tengan donde celebrar asambleas religiosas, pedirán que se gobierne su Iglesia juxta Gothorum antiqua concilia, y tan luego como recobren un principio de patria, clamarán por regirse secundum legem Gothorum (1).» Si las actas del primer concilio de la restauración, que se cree celebrado en Oviedo bajo Alfonso el Casto, no pudiesen acaso acreditarse evidentemente de auténticas (2), nadie por eso niega el espíritu y la tendencia que hacia estas asambleas religiosas ya en aquel tiempo se manifestaban.

Habíase observado ya desde el principio el sistema gótico en orden á las sucesiones al trono. Siguiendo tradicional y como instintivamente el principio electivo en lo personal, pero guardada siempre consideración á la familia, y conservando en ella el principio semi-hereditario, continuaba la intervención poderosa de los grandes y nobles como en tiempo de los godos. Apenas desde el primer Alfonso dejó alguno de ser proclamado por este sistema mixto. Pero el ejemplo más notable de esta libertad electoral lo fué Alfonso II. Siendo hijo único de Fruela, á la muerte de su padre le postergan los nobles so pretexto de su corta edad, y entregan el cetro en manos de Aurelio su tío. Muerto Aurelio, es desatendido otra vez Alfonso y elevan á Silo, sin otro título que estar casado con Adosinda, hija de Alfonso I. Vaca de nuevo la corona, y antes que colocarla en las sienes del hijo de Fruela, y á pesar de la proclamación que en su favor logró la reina Adosinda, consienten en colocarla en la cabeza de un bastardo. Y como si aquellos próceres quisiesen hacer gala y ostentación de su libertad electiva, todavía á la muerte de Mauregato, no hallando vástago

(1) Discurso preliminar, página XXVII.

(2) Este concilio I de Oviedo, que se halla en la colección de Aguirre y en los Apéndices al tomo XXXVII de la España Sagrada, es tratado de apócrifo por muchos críticos españoles. Sin embargo, el ilustrado P. Risco se esfuerza de nuevo por probar su autenticidad. Puede verse su disertación en el mencionado tomo desde la pág. 166 á la 194.

TOMO II

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de estirpe real en el siglo, van á buscarle á la Iglesia, y arrancan á un clérigo de las gradas del altar para hacerle subir las gradas del trono. Así se pasan cuatro reinados, postergado siempre el hijo único y legítimo de un rey, hasta que los arbitrarios grandes ceden á las nobles instigaciones de otro rey generoso, y le dan al fin el tan escatimado cetro.

Lo mismo que en tiempo de los godos, la pena mayor que á los reyes les ocurría imponer era la excomunión, arrogándose la majestad atribuciones del pontificado. «Si alguno de mi propia estirpe y familia, ó de otra extraña, decía Alfonso II en sus cartas de dotación, quitare, defraudare, ó con cualquier pretexto enajenar presumiere las cosas que os damos y concedemos, sea privado de la comunión de Cristo, sujeto á perpetuo anatema, y sufra con Datán y Abirón y con Judas traidor las penas eternas. » Al otro extremo del Pirineo, los belicosos vascones pugnaban por rechazar todo yugo extraño y por recobrar y sostener su libertad dentro de sus propias montañas. Animados del mismo espíritu de religión y de independencia que los asturianos, alzábanse contra los musulmanes, pero ofendíales y esquivaban depender de otros hombres, aunque fuesen cristianos ó españoles como ellos, mostrando la antigua tendencia al aislamiento y la repugnancia á la unidad heredadas de los pobladores primitivos. Si preferían su independencia turbulenta al gobierno de los reyes de Asturias, ¿cómo habían de sufrir la dominación de los francos de Aquitania sus vecinos, siendo extranjeros, por más que fuesen también cristianos? Así es que si la necesidad los forzaba tal cual vez á aceptar la alianza ó á tolerar el dominio de los monarcas francos para libertarse de los sarracenos, ni nunca aquella alianza fué sincera, ni nunca dejaban de romperla tan pronto como podían. En cambio se aliaban otras veces con los árabes para sacudirse de los francos. Y en esta alternada lucha, encajonados entre dos pueblos que aspiraban á dominarlos, no sabemos á cuál mostraban más antipatía, si al uno por ser mahometano, ó al otro por ser extranjero.

Consignemos bien los dos grandes ejemplos de odio á la dominación extraña que dieron los españoles casi á un tiempo en dos puntos extremos de la Península, en Navarra y en Asturias. Cuando penetró Carlomagno con sus huestes hasta Pamplona y Zaragoza, por más que apareciera dirigirse contra los musulmanes como monarca cristiano, hubieron de comprender los vascones que traería miras de dominación sobre ellos, y mirando sólo á lo extranjero, y no atendiendo á lo cristiano, exclamaron: «¿Qué vienen á hacer entre nosotros esos hijos del Norte? ¿No ha puesto Dios entre ellos y nosotros esas montañas para tenernos separados?» Y las cañadas y desfiladeros de Roncesvalles fueron sepulcro de los soldados de Carlomagno; y hubiéranlo sido más adelante de los de su hijo Luis, á no haber empleado tantas precauciones para atravesar aquel valle de fatídicos recuerdos. Sospecharon los asturianos que las intimidades del segundo Alfonso con Carlomagno pudieran degenerar en sumisión y dependencia extraña y en menoscabo de su nacionalidad, y tomándolo ó por motivo ó por pretexto hicieron al casto rey perder temporalmente el trono. Justa ó injusta la deposición, sirvióle de lección al destronado monarca, después de recobrado el cetro, para no dar más celos á su pueblo con una amistad que se hacía aparecer peligrosa, siquiera estuviese distante y ajena de su

intención. Tales eran los españoles de los primeros tiempos de la reconquista.

Más afortunados los franco-aquitanios en el Oriente que en el Norte de España, acostumbrados como estaban de antiguos tiempos los españoles de aquella parte á mirar como compatricios, como súbditos de un mismo trono á sus vecinos de la Septimania Gótica, trajéronles más fácilmente á su alianza, y con su concurso expulsaron de allí á los árabes, y extendieron su dominación desde los Pirineos hasta el Ebro, aunque sujeta á los vaivenes y oscilaciones de la guerra. Fundan así la Marca Hispana, la Marca de Gothia, en que entraban la parte española y el Rosellón, el condado de Barcelona, que había de concentrar en sí los condados subalternos que ya existían, porque cuando Luis el Benigno dejó establecido por primer conde de Barcelona á Bera, éste lo era ya de Manresa y de Ausona. Naturalmente los que con mayores fuerzas y más poder concurrían á lanzar de aquella parte del suelo español y á libertar sus poblaciones del dominio musulmán, habían de imprimir de nuevo al Estado franco-hispano el sello de sus costumbres, de sus leyes, de su organización y de su nomenclatura. Los Preceptos de Carlomagno y de Luis el Pío, si bien generosos y protectores de los españoles, comunicaban á aquella Marca ó Estado todo el tinte galo-franco de su origen. De aquí aquella fisonomía particular que había de seguir distinguiendo á los habitantes de aquella región, denominada después Cataluña, de la de las otras provincias de España, en carácter, en inclinaciones, en costumbres, en instituciones y hasta en dialecto.

¿Pero se conformaban de buen grado los catalanes, sufrían de buena voluntad el gobierno y la superior dominación de los galo-francos de Aquitania? La historia nos dirá cuán pronto aquellos españoles, celosos de su independencia como todos, aprovecharon la primera ocasión que se les deparó para convertir la Marca franco-hispana en Estado español y en condado independiente, sin dejar por eso de conservar su legislación ordinaria.

Así bajo distintas bases y elementos nacían y se desarrollaban los tres primeros Estados cristianos que del primero al segundo siglo de la invasión sarracena se formaron en la Península española, con la suficiente independencia y aislamiento entre sí, para seguir por largo tiempo viviendo cada cual su vida propia, que es uno de los caracteres que constituyen el fondo y la fisonomía histórica de nuestra nación.

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