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cruda persecución contra los prelados y sacerdotes ortodoxos, ya desterrando á los más ilustres y virtuosos de entre ellos, entre los cuales lo fué á Barcelona el mismo Juan de Viclara, autor de la crónica, ya confiscándoles los bienes, ya llenando las cárceles de católicos, ya empleando los tormentos y los suplicios, y vióse en el siglo VI de la Iglesia reproducir la herejía en España escenas semejantes á las que en el III y IV había ofrecido el paganismo. Fué el último desahogo de la herejía, sostenida por el trono y proscrita por el pueblo.

Por este tiempo acabó de desaparecer el reino de los suevos. El activo Leovigildo supo aprovechar la revolución que entre aquellas gentes estalló con motivo de la muerte de Miro. Habíale sucedido su hijo Eborico, joven de corta edad. Levantóse contra él un poderoso suevo llamado Andeca y le arrebató el cetro. Habíale hecho cortar el cabello, ceremonia con que los hombres de la raza germánica inhabilitaban á los príncipes para reinar, y recluídole en un monasterio; casóse en seguida con su viuda para más asegurarse en el trono. Halló en esto Leovigildo especiosa ocasión y pretexto para acabar de aniquilar el imperio de los suevos, y pasando con su ejército á Galicia so color de castigar al usurpador Andeca, llevándolo todo á fuego y sangre, apoderóse fácilmente de Braga, residencia de Andeca, y usando con el intruso la propia conducta que él había tenido con Eborico, cortóle también el cabello, hízole ordenar de sacerdote, y le envió desterrado á Beja. Así acabó la monarquía de los suevos, quedando desde entonces sujeta al dominio de los godos á los ciento setenta y seis años de la primera invasión. La nación sueva quedó, pues, refundida en la monarquía visigoda.

Pero aun no han acabado las guerras para Leovigildo, cuya larga vida había de ser una cadena no interrumpida de graves acontecimientos, cada uno de los cuales había de valerle un triunfo. Los francos, siempre en acecho y siempre codiciosos de la Galia gótica, enemigos y rivales perpetuos de los godos, irritados además con la muerte de Hermenegildo su correligionario, pariente y aliado, resuelven despojar á los visigodos de sus bellas posesiones de la Galia. Gontran (Gonth-hram, fuerte en la batalla), de acuerdo con Childeberto (Hilde-bert, pasmoso en el combate), es el que toma á su cargo esta expedición, y la toma con ardor y coraje. «¿No es vergonzoso, les decía á sus tropas, que los abominables godos extiendan los límites de su imperio hasta las Galias (1)?» Y con todo el ejército de su reino dividido en dos cuerpos invade por ambos extremos la Septimania, llegando por la una parte á Nimes, por la otra á Carcasona. Esta última ciudad les abre las puertas, pero la brutalidad de los soldados francos subleva á los habitantes, que los arrojan denodadamente de su recinto, y colocan la cabeza del conde Terenciolo, jefe de los francos, clavada en una pica sobre la muralla.

Entretanto Leovigildo había dado orden á su hijo Recaredo para que pasase á las Galias á contener á los francos, que por la parte de Nimes habían hecho horribles destrozos: conducíanse como vándalos; la relación de sus atrocidades hecha por los mismos escritores de su nación hace

(1) Greg. Turon., lib. VIII, c. xxx.

Томо ІІ

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estremecer. A la noticia de la aproximación de Recaredo levantan el sitio de Nimes y se pronuncian en retirada; pero asolado antes por ellos mismos el país que tenían que atravesar, los más perecen de hambre y de miseria. Recaredo, aventados los enemigos á su sola presencia, avanza al territorio de los francos, penetra en él y toma varias fortalezas; Gontran desahoga su cólera reconviniendo á presencia de cuatro obispos á los generales vencidos, y atribuyendo los últimos desastres á su poca devoción por el culto de los santos. En esto llega el invierno y Recaredo repasa los Pirineos y se vuelve á España dejando aseguradas de toda agresión las posesiones hispano-godas.

Leovigildo estaba no siendo menos afortunado por mar que por tierra. Mientras Recaredo se internaba victorioso en el país de los francos, una flota enviada por el rey Gontran había abordado á las costas de Galicia, con objeto de promover una insurrección en los suevos. Avisado Leovigildo oportunamente, prepara su armada, y los buques españoles destrozan los de los francos, pudiéndose salvar sólo dos ó tres para llevar á Gontran la nueva de la catástrofe (1).

Había negociado Leovigildo la boda de su hijo Recaredo con Ringunda, hija de Chilperico, que reinaba en París, especie de Nerón de los francos, y de la famosa Fredegunda. Vencidos ya algunos obstáculos, Leovigildo trató de traer á Ringunda á Toledo, y Chilperico hizo los convenientes preparativos para el viaje de su hija. Los conquistadores de la vieja Galia fundaban los dotes de sus hijas sobre los tributos que imponían á las propiedades y á las personas de sus súbditos, y Chilperico arrancó de sus casas á cuatro mil habitantes de París para que acompañasen en calidad de esclavos á la futura esposa de Recaredo: con esto y con cincuenta carros cargados de riquezas por el mismo medio arrancadas, púsose en camino el lujoso cortejo de la joven princesa. A poca distancia de París la brillante comitiva se ve asaltada por un cuerpo de caballería de otros francos: eran enviados por el rey Childeberto, tío de la novia, con encargo de protestar contra su matrimonio, y requerirla que se volviese á París. Median algunas explicaciones entre unos y otros, y la permiten al fin continuar su jornada, no sin llevarse cien caballos con frenos y caparazones de oro. Todos fueron azares en esta expedición nupcial. Grupos de paisanos armados de la Galia Meridional se oponían á su marcha. Llega al fin Ringunda á Tolosa: invade la ciudad el conde Desiderio, hijo natural de Clotario, y se apodera de todas las riquezas y de la persona misma de Ringunda: al propio tiempo llega la noticia de la muerte de su padre Chilperico: todo el mundo abandona á la prometida de Recaredo; su madre Fredegunda envía por ella, vuélvese Ringunda sola á París; Recaredo por su parte indispuesto con los francos renuncia á su mano, y queda deshecho este matrimonio. Recaredo casó después con la hija de uno de los principales godos de la Península llamada Bada

Leovigildo, achacoso y anciano, fatigado ya también de tan larga lucha,

(1) Naves quæ de Galliis in Galleciam abierunt ex jussu Leuvichildi regis vastata sunt, res ablatæ, omines casi, nonnulli captivi..... ex quibus pauci quodammodo scaphis erepti, patriæ quæ acta fuerunt nuntiaverunt. Greg., lib. VIII, c. xxxv.

queriendo dejar asegurada la paz del reino, entabló negociaciones de alianza con Gontran, rey de los francos. Mas todas sus gestiones se estrellaron en el carácter duro é inflexible de este monarca y en su inextinguible odio contra los godos. Irritado Leovigildo con tan obstinada repulsa, envía de nuevo á Recaredo á la Septimania. Pronto tuvo que volver el hijo á recoger los últimos suspiros del padre, cuyos achaques se habían agravado. Cuestiónase si Leovigildo algunos días antes de morir se convirtió á la fe católica, movido por las persuasiones de Leandro, metropolitano de Sevilla. Discrepan en esto los mismos cronistas, y es asunto sobre el que no pueden formarse sino conjeturas. Murió en Toledo á fines del año 586. Cuando llegó Recaredo á aquella ciudad le halló ya difunto.

Fué Leovigildo uno de los monarcas más grandes que tuvo el imperio godo. Guerrero de gran corazón, y astuto político, así supo vencer y sosegar todas las alteraciones intestinas, como refrenar y tener en respeto á los imperiales, restablecer la disciplina de su ejército, aniquilar la monarquía de los suevos y unirla á su corona, escarmentar á los francos y conquistarles plazas, y redondear y aun extender el imperio godo. Era diestro en el soborno, y mañoso en sembrar la discordia entre los enemigos. En la paz no desplegó menos actividad y energía que en la guerra. Como administrador asentó un sistema completo de hacienda: como legislador, modificó muchas de las disposiciones del código de Alarico, y le añadió leyes nuevas. Leovigildo creó instituciones que han durado hasta nuestros días: fué el primero que estableció el fisco real; el primero que adoptó las insignias que aun distinguen á los reyes de España, el trono, el manto, el cetro y la corona: el primero que se presentó en una asamblea pública revestido con estos atributos, y que sentado en un magnífico solio en su palacio de Toledo recibía en audiencia los grandes, los obispos y el pueblo. Hasta aquí las voces de trono, de cetro y de corona sólo han podido usarse en sentido figurado: desde ahora ya son los verdaderos emblemas del poder real. Mas Leovigildo por otra parte era avaro, cruel, fanático por el arrianismo, y hemos visto hasta qué punto llevó su severidad con su hijo Hermenegildo.

Pero una revolución va á efectuarse en el imperio gótico. En todos tiempos, y aun más en aquellos en que el principio religioso es el elemento que principalmente influye en la política de los reyes y en la suerte de los pueblos, y en que las cuestiones de religión preocupan todos los ánimos y son las que producen las guerras y alteraciones, el acontecimiento más grande que puede sobrevenir es un cambio de creencias en los que rigen y gobiernan el Estado. El que se preparaba en el reino hispano-gótico había de influir en la condición del pueblo español por largas generaciones y siglos, acaso hasta la consumación de ellos.

Muerto Leovigildo, fué reconocido más bien que nombrado rey de los godos su hijo Recaredo (Reke, venganza, Rede, palabra), que gozaba ya de gran reputación por su comportamiento en las campañas de la Septimania, volviendo así á restablecerse la sucesión dinástica como en tiempo de Teodoredo. La educación de Recadero había sido, como la de su hermano Hermenegildo, propia para disponer su espíritu al conocimiento de la verdadera fe: las predicaciones del prelado más ilustre y más influyente de la

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