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libras de plata, cantidad que consideró sobrada para que pudiera hacerse un traje cual correspondía. Juan aceptó la suma y dió las gracias al califa por su atención y generosidad, pero la distribuyó entera á los pobres, y volvió á repetir que no se presentaría sino con su ropaje ordinario. «Pues bien, exclamó ya Abderramán al anunciarle esta última resolución, que venga como él quiera, aunque sea envuelto en un saco si así le parece, y decidle que no dejaré por eso de recibirle bien.» Era menester tanta paciencia y bondad del califa para tanta obstinación y terquedad del monje.

Fijóse, pues, el día para su recepción, y Abderramán hizo desplegar la más suntuosa pompa y aparato para hacer los honores al ya célebre benedictino. En toda la carrera, desde la casa del humilde monje hasta el palacio del poderoso califa, estaban escalonadas las tropas de infantería y caballería de la guardia, los unos con sus picas apoyadas en tierra, los otros blandiendo dardos y venablos y ejecutando una especie de simulacro de combate, los otros oprimiendo con sus largas espuelas los ijares de sus caballos, y haciéndolos retozar y caracolear de mil maneras. Unos grupos de moros, probablemente dervises, especie de monjes de la religión musulmana, que solían asistir á todas las ceremonias públicas, iban dando saltos y haciendo ridículas contorsiones, ataviados también de un modo extravagante y raro. Al aproximarse el monje cristiano al real alcázar salieron á su encuentro los principales dignatarios del califa. El atrio estaba cubierto de vistosas y ricas alfombras. El monje Juan fué introducido al fin por medio de dos filas de magníficos sillones á la presencia del príncipe de los muslimes, que sentado sobre blandos y suntuosos cojines con las piernas cruzadas á estilo oriental aguardaba al embajador en un salón cubierto de riquísimos tapices y telas de seda.

Cuando el monje lorenés estuvo ya cerca del califa español, dióle éste á besar la palma de su mano, honor que dispensaba muy rara vez á los más elevados personajes, nacionales ó extranjeros; y le hizo seña de que se sentara en un sillón que á su lado preparado le tenía. Un intervalo de silencio se siguió á esta ceremonia. Rompióle el califa exponiendo las causas que habían retardado aquella audiencia, contestó Juan de Gorza, y en seguida hizo entrega de los presentes del rey Otón; y como luego hiciera ademán de retirarse, «Oh, no, exclamó el califa, no lo consentiré sin obtener antes palabra de que nos habremos de ver muchas veces, y de que nos habremos de tratar para conocernos mejor.» Prometióselo así Juan de Gorza, y salió complacido y satisfecho de haber hallado en el príncipe musulmán un hombre que estaba lejos de merecer el epíteto de bárbaro que entonces aplicaban los cristianos á todos los ismaelitas.

Las entrevistas y conferencias se repitieron conforme habían convenido: en ellas se informó el califa de las fuerzas y poder del rey Otón, del número de sus tropas, de su sistema de guerra y de gobierno, y de otras circunstancias, y después de haber hablado y cuestionado diferentes puntos, y quedado mutuamente aficionados el emir y el monje, partió éste á dar cuenta al emperador del éxito de sus negociaciones, con lo cual quedaron amigos el emperador germano y el príncipe musulmán. Tal fué el resultado de la célebre embajada de Juan de Gorza, que pudo haber

sido trágico para éste y de muy desagradables consecuencias para los dos pueblos sin la extremada prudencia de Abderramán (1)

Por desgracia no había sido siempre este príncipe tan tolerante con los cristianos. O era desigual su carácter, ó había mudado con la edad. Porque diametralmente opuesta había sido su conducta con el cristiano español Pelayo, aquel joven sobrino del obispo Hermogio de Tuy que recordará el lector había sido dado en rehenes á Abderramán para rescatar á su tío hecho prisionero en la batalla de Valdejunquera. Era, dicen, Pelayo tan hermoso como discreto, y hacía ya tres años que estaba cautivo en Córdoba, cuando informado el califa de sus prendas quiso verle y atraerle á su religión. «Joven, le dijo, yo te elevaré á los más altos honores de mi imperio, si renegando de Cristo quieres reconocer á nuestro Profeta como el profeta verdadero. Yo te colmaré de riquezas, te llenaré de plata y oro, te daré ricos vestidos y alhajas preciosas. Tú escogerás de entre los esclavos de mi casa los que más te agraden para tu servicio. Te regalaré caballos para tu uso, palacios para tu habitación y recreo, y tendrás todas las delicias y comodidades que aquí se gozan. Sacaré de sus prisiones á quien tú quieras, y si tienes gusto en que vengan tus parientes á vivir en este país, les daré los más altos empleos y dignidades.>>

Á estos y otros seductores halagos resistió con entereza y constancia el joven Pelayo, que contaba entonces trece años de edad. Los escritores cristianos añaden que el califa se propasó á hacer al joven demostraciones y caricias de otro género, que hubieran sido más criminales que las primeras, con lo cual enfurecido y colérico Pelayo se arrojó intrépidamente á Abderramán, y le hirió en el rostro y le mesó la barba, desahogándose en las expresiones más fuertes contra el califa, y contra su falsa religión. El desenlace de este drama fué el martirio del joven atleta, cuyo cuerpo mandó Abderramán atenacear, y que después fuese arrojado al Guadalquivir: horrible muerte, que sin embargo sufrió el joven cristiano con una resignación que parecía increíble en su corta edad. Fué el martirio de San Pelayo á 25 de junio de 925. Crueldad tan desusada en Abderraián, y empeño tan grande en la conversión de un niño que apenas rayaba en la adolescencia, nos induce á sospechar que se mezclaba en ello otro interés que el de la religión, y que no carecen de fundamento las pretensiones de otro género que le atribuyen los escritores cristianos (2).

Esta mancha, la más negra pero no la sola que afeó al reinado del tercer Abderramán, y que tanto contrasta con otros actos de generosidad y de tolerancia de su vida, no nos impide reconocer que en lo general fué reinado el suyo lleno de esplendidez y grandeza. Protector decidido de las letras y de los sabios, las ciencias y las artes tomaron bajo su influjo un

(1) Suministran estas noticias las Actas de los Santos de los monjes benedictinos, en Mabillón, y las de la Vida de San Juan de Gorza; porque este monje se cuenta en el catálogo de los santos.

(2) Raquel, Vida y pasión de San Pelayo mártir. Ambrosio de Morales refiere largamente este martirio, que cantó en versos latinos la monja alemana Roswita, y que se hizo célebre por los poemas y dramas que sobre él se compusieron en la segunda mitad del siglo X.

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CIERVO DE BRONCE, ENCONTRADO EN EL SITIO DONDE ESTUVO MEDINA-ZAHARA (CONSÉRVASE EN EL MUSEO PROVINCIAL DE CÓRDOBA).-COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA

TOMO II

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desarrollo maravilloso. La historia, la geografía, la medicina, la poesía, la gramática, las ciencias naturales, la música, la arquitectura, porción de otros ramos y conocimientos literarios y artísticos, todo prosperó de un modo admirable; fácilmente pudiéramos presentar un largo catálogo de literatos eminentes y de artistas distinguidos, que hicieron célebre en la historia de las letras el reinado del tercer Abderramán, contando á él mismo entre los poetas y entre los hombres de erudición no común. Habíase propuesto que la capital del imperio árabe-hispano fuese el centro de la religión, la madre de los sabios y la lumbrera de Andalucía. A este fin no perdonaba gasto ni medio para traer á Córdoba los profesores más ilustres y las obras más afamadas de todos los pueblos musulmanes: á aquéllos los colmaba de honores, y éstas las compraba á precio de oro. Sus mismos hijos eran historiadores y filósofos, y el palacio de Meruán, punto de reunión de todos los literatos, era más bien que el, palacio de un príncipe un liceo ó academia perpetua, en que se cultivaban todos los ramos del saber que en aquella época se conocían; multitud de obras arábigas de aquel tiempo llenan todavía los estantes de las bibliotecas.

Hasta las mujeres de que se acompañaba eran literatas ó artistas. «Los últimos meses de su vida, dice uno de sus historiadores, los pasó en Medina Zahara, entretenido con la buena conversación de sus amigos, y en oir cantar los elegantes conceptos de Mozna, su esclava secretaria; de Aixa, doncella cordobesa, que cuenta Ebn Hayan que era la más honesta, bella y erudita de su siglo; de Safía, hija de Abdallah el Rayi, asímismo en extremo linda y docta poetisa, y con las gracias y agudezas de su esclava Noiratedia: con ellas pasaba las horas de las sombras apacibles en los bosquecillos, que ofrecían mezclados racimos de uvas, naranjas y dátiles.>>

Además de los soberbios palacios y jardines de Zahara que hemos descrito en otro lugar, y que la mano destructora del tiempo, ayudada de la no menos destructora del hombre, ha hecho desaparecer, le debió la España la fundación del arsenal de Tortosa (944), la construcción de un canal de riego y de un magnífico abrevadero en Ecija (en 949), la de un bello mihrab ó adoratorio en la mezquita principal de Tarragona, multitud de otras mezquitas, baños, fuentes y hospitales, y el patio principal de la grande aljama de Córdoba (en 958), llamado hoy patio de los Naranjos, plantado entonces no sólo de naranjos, sino de palmeras, de jazmines, de bosquecillos de bojes, de mirtos y de rosales, por entre los cuales serpenteaban arroyuelos de puras y cristalinas aguas.

Llególe por fin á Abderramán su última hora, y como dice uno de sus cronistas, «la mano irresistible del ángel de la muerte le trasladó de sus alcázares de Medina Zahara á las moradas eternas de la otra vida, la noche del miércoles día 2 de la luna de Ramazán, del año 350 (961), á los setenta y dos años de su edad, y cincuenta años, seis meses y tres días de su reinado, que ninguno de su familia reinó más largo tiempo: loado sea aquel Señor cuyo imperio es eterno y siempre glorioso.»>

Cuenta Ahmed Al-Makari, que entre los papeles que se hallaron después de su muerte se encontró uno escrito por él que decía así: «He reinado cincuenta años, y mi reino ha sido siempre ó pacífico ó victorioso.

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