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tercer Alfonso supo elevarse sobre los dos predecesores de su nombre, así el tercer Abderramán halló todavía cosecha abundante de laureles que sus antecesores no habían recogido.

Todo fué grande en la exaltación de Abderramán III al califato, y todo hacía á los musulmanes augurar bien de su elevación. El viejo Abdallah dió una gran prueba de previsión y de tacto en proclamar sucesor del imperio á un nieto sin padre, vástago tierno cuyos frutos sólo en lontananza era dado prever, con preferencia á un hijo reputado ya de guerrero insigne, y con quien había compartido los cuidados del gobierno. Grandeza de ánimo y abnegación admirable fué necesaria en Almudhaffar para verse pospuesto por su padre á un joven sobrino, hijo de un hermano rebelde, y no sólo no darse por sentido, sino constituirse de entonces para siempre en el más decidido sostenedor y el más firme y constante auxiliar del proclamado. Y sobremanera relevante debía ser el mérito precoz del nieto del califa para ser recibido por el pueblo musulmán con tan unánime y universal aplauso. Cuando un imperio cuenta en la familia de sus príncipes hombres de la previsión y tacto exquisito de un Abdallah, de las aventajadas prendas de un Abderramán, y de la generosidad y prudencia de un Almudhaffar, aquel pueblo está en el camino seguro del engrandecimiento. Tal aconteció al imperio árabe-hispano.

Sin unidad y sin tranquilidad interior es imposible que prospere un pueblo, y Abderramán y Almudhaffar se dedican á acabar con las añejas y envejecidas rebeliones que le traían desgarrado. Ambos rivalizan en energía: en el Mediodía el uno, en el Oriente el otro, á la presencia del prudente y simpático Abderramán, al brillo de la espada del intrépido y fogoso Almudhaffar, tiemblan y huyen los insurrectos, las fortalezas enarbolan el pabellón del legítimo califa, y ni en los riscos de la Alpujarra ni en las crestas del Pirineo logran hallar abrigo seguro los rebeldes. Zaragoza, de tanto tiempo en poder de los sediciosos; Toledo, segregada del imperio más de medio siglo hacía; Toledo con sus altos muros tenidos por inexpugnables, todas abren sus puertas al emir Almumenín, y el imperio árabe-español recobra la unidad rota hacía cerca de doscientos años.

Mayor gloria para los cristianos, mayor lauro para Ramiro y Fernán González que han sabido humillar en más de una lid los estandartes muslímicos conducidos por guerreros como Abderramán y Almudhaffar en el apogeo de su poder. Y de estar en el punto culminante de su poder daban testimonio los almimbares de las aljamas de Almagreb que resonaban con el nombre de Abderramán Alnasir Ledin Allah, jefe de los creyentes del imperio africano: dábanle las embajadas de los emperadores de Bizancio y Alemania, de multitud de soberanos de Europa; dábanle las escuadras del califa que cruzaban los mares de Levante, y dábale el soldán de Egipto que experimentó bien á su costa el poderío y pujanza del soberano cordobés.

Si el sobrenombre de Magnánimo con que los cristianos mismos apellidaban al tercer Abderramán no indicara bastante cuál había sido su conducta con ellos después de hecha la paz, publicáralo la hospitalidad generosa otorgada á Sancho el Craso, y su reposición, si acaso no del todo desinteresada, por lo menos con todas las apariencias de tal, en el trono

leonés. ¿Hubiera sido imposible que Abderramán se enseñoreara en todo ó en parte del reino de León, si tal entonces hubiera intentado, á vueltas de las discordias que en aquella sazón ardían entre castellanos y leoneses? Pero fuese política, ó compasión al infortunio, ó simpatía personal, ó cumplimiento fiel de algún pacto hecho con su favorecido, ú otra causa que la historia no ha querido revelarnos todavía, concedámosle el mérito y á los cristianos la suerte de haberse contentado con el título honroso de protector, sin pretensiones ni reclamaciones de indemnización material.

Unía Abderramán á la magnanimidad la pasión á la magnificencia. Consignada la dejó en aquella maravilla de los monumentos árabes, en el palacio esplendoroso de Zahara, prodigioso conjunto de grandiosidad y de belleza, morada de delicias y de encantos, que más que otra alguna parece representar los que una imaginación fantástica acertó á reunir en las Mil y una noches: con la diferencia que si éstos fueron inventados para dar recreo y deleite con su lectura, los de Medina Zahara fueron una realidad según los testimonios históricos certifican. Los mármoles y jaspes, los artesonados y jardines de Zahara podrían ser obra de una loca prodigalidad; imposible asociar á ella la idea de la barbarie, con que nuestros cronistas solían regalar en cada página á sus autores.

Cuando la Providencia quiere permitir el engrandecimiento de un imperio. alarga prodigiosamente los reinados de los monarcas más ilustres. Más de cincuenta años duró el de Abderramán III.

El de Alhakem II, su hijo, fué el reinado de las letras y de la civilización, como el de su padre había sido el de la grandeza y la esplendidez. Nombre de bellos recuerdos debió ser para los árabes este de Alhakem II. ¿Y dejaremos nosotros mismos de recordar con admiración las eminentes dotes de este esclarecido Ommiada porque fuese musulmán y no cristiano? Esto equivaldría á pretender negar el mérito de los Augustos, de los Trajanos, de los Adrianos y de los Marco-Aurelios, porque estos ilustres emperadores no hubiesen sido cristianos y sí gentiles. A la paz de Octavio en la España romana sustituyó la paz de Alhakem en la España árabe, pero no sin que Alhakem, como Octavio César, diera antes pruebas de que si deseaba la paz no era porque no supiese guerrear y vencer, sino porque amaba más las musas que las lides, los libros que los alfanjes, los verdes laureles de las academias que los laureles ensangrentados de las batallas, y nadie con más gusto que Alhakem II hubiera mandado cerrar el templo de Jano, si los hijos de Mahoma hubieran conocido las divinidades y las costumbres romanas.

Vióse, pues, al cabo de mil años reproducido en España bajo nueva forma el siglo de Augusto: con la diferencia que si en el de Augusto los talentos habían tenido además un Mecenas, en el de Alhakem cada walí y cada jeque aspiraba á ser un Mecenas protector de los sabios y amparador de los buenos ingenios. A los Sénecas, los Lucanos y los Marciales reemplazaron los Abu Walid, los Ahmmed ben Ferag y los Yahia ben Hudheil, y las églogas y las odas reaparecían con el nombre de cásidas, como las célebres tituladas de las Flores y de los Huertos. La corte habíase convertido en una vasta academia, era Córdoba como la Atenas del siglo X, y la liberalidad, largueza y munificencia con que se premiaba las

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