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en el reino el judaísmo, á no permitir que viviera libremente en los dominios de los godos ninguno que no fuese cristiano, y el que faltara á este juramento sería excomulgado y maldito, y serviría de alimento al fuego eterno él y todos sus cómplices (1). Tan poco duró la templanza con que el cuarto concilio había querido suavizar el edicto de proscripción de Sisebuto, y tan pronto se renovó la dura persecución de aquella raza desventurada.

No se sabe que Chintila hiciera otra cosa que la reunión y confirmación de los decretos de estos dos concilios en los cuatro años de su rei

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nado, reinado que, según la expresión de un ilustre escritor, lo fué por los obispos y para los obispos. A su muerte (640) y á petición suya, los obispos, agradecidos á la sumisión del padre, elevaron á su hijo Tulga, joven amable y dulce, pero falto de energía por su índole y por su edad. Abusaban de su carácter y de su inexperiencia los funcionarios de las provincias para oprimir los pueblos; la administración pública empeoraba cada día; mirábase por otra parte su elección como una tendencia al principio hereditario; murmurábase del joven príncipe, y alzóse contra él una parte considerable del pueblo: concertáronse los grandes y resolvieron deponerle. Chindasvinto (Kind-swinth, poderoso en hijos), viejo guerrero de noble raza, de carácter firme y enérgico á pesar de su avanzada edad, fué el designado para suceder al joven Tulga. Apoderóse de él, le tonsuró, le obligó á vestir el hábito monacal y le relegó á un monasterio (642). Chindasvinto quedó aclamado rey sin las formalidades que prescribían los concilios (2).·

Parece haberse propuesto Chindasvinto en el primer período de su reinado reprimir el espíritu de conspiración no ya con el apoyo de los obispos ni con el auxilio de las armas espirituales de la Iglesia, sino con el

(1) Conc. Tolet. IV, c. IV.

(2) Otros refieren de diferente manera la elevación de Chindasvinto, aunque siempre resulta haber sido violenta, y suponen que el joven Tulga en los dos años de su reinado gobernó con justicia, con celo religioso, y con una prudencia que no era de esperar de sus cortos años. Hemos seguido la crónica de Fredegario.

rigor y la dureza de un viejo soldado. Como si él no hubiera conquistado el trono con la fuerza, ó acaso teniendo presente esto mismo, buscó y castigó sin piedad á todos los que habían tomado parte en las maquinaciones de los reinados precedentes, y hacen subir á doscientos el número de nobles, á quinientos el de las personas de otras clases que condenó á muerte, siendo aún mayor el de los que tuvieron que refugiarse á Africa ó á la Galia franca huyendo de su rigor. Es lo cierto que mientras él imperó nadie se atrevió á perturbar la paz del reino, el cual recobró bajo su enérgica dominación mucha parte del vigor que en los últimos años había ido perdiendo.

En medio de esta dureza militar, no carecía Chindasvinto ni de celo

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religioso, ni de amor á la justicia, ni de afición al fomento de las letras. Debiósele en este último concepto la idea, tanto más loable cuanto en aquellos tiempos más extraña, de enviar á Roma al obispo Tajón de Zaragoza con la comisión de buscar los libros morales de San Gregorio el Grande que se habían perdido, y que por un milagro, refieren las crónicas cristianas, le fueron descubiertos. Como amante de la justicia, quiso, á semejanza de Eurico, hacer olvidar el vicioso origen de su encumbramiento, haciendo nuevas y útiles leyes y mostrándose fiel observador de las que existían. Y como hombre religioso, fundó y dotó iglesias y monasterios, y convocó el séptimo concilio de Toledo (646).

Impúsose en este concilio pena de excomunión y confiscación á los traidores al rey y á la patria, con más la de degradación si fuesen clérigos; se mandó recluir en monasterios á los ermitaños vagabundos, que con su desarreglada conducta seguían escandalizando las gentes (1), y se ordenó que los obispos sufragáneos de la metropolitana de Toledo residiesen un mes en cada año en la capital, «para dar honor al rey y á la corte, y consuelo al mismo metropolitano. >>

O por tener con quien compartir el peso del reino en una edad tan

(1) Conc. Tolet. VIII, c. v.

avanzada, ó por el natural deseo de hacer la corona hereditaria en su familia, procuró y logró Chindasvinto con beneplácito y ayuda del clero, asociar en la gobernación del reino á su hijo Recesvinto (Rek-swinth, fuerte en la venganza), que desde aquel momento (649) fué el verdadero rey, porque su anciano padre descargó en él todo el peso de los negocios del Estado. Tres años vivió todavía el viejo Chindasvinto, viendo á su hijo reinar en su nombre hasta que á los noventa de su edad murió de enfermedad en Toledo, sin que falte quien sospeche no haber sido su muerte natural, sino de hierbas, como acostumbran á decir nuestros historiadores: sospecha que

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quedaba casi siempre de todos los que no sufrían muerte más violenta, y que prueba por lo menos cuán raro era en los monarcas godos acabar tranquilamente sus días.

Menos pacífico el reinado de Recesvinto, vióse turbado por algunos próceres descontentos, entre los cuales fué el más resuelto y atrevido un noble llamado Froya, que supo traer á su partido á los vascones de la Aquitania, y promover una sublevación de aquellas gentes enérgicas, belicosas y emprendedoras, tan indomables como sus hermanos los vascones de España, con quienes se correspondían y confederaban para sus excursiones. A la cabeza de estos hombres independientes y duros entró Froya en la Península, y llegó hasta Zaragoza. Allí fué detenido el torrente de la invasión por las tropas de Recesvinto. Los insurrectos fueron derrotados y Froya hecho prisionero. Pero el país protegía á los rebeldes, y ni los intimidaba el triunfo de las armas reales, ni desistían de sus proyectos de rebelión. Al fin, habiendo expuesto al rey sus quejas y. el motivo de su descontento, que era principalmente el recargo de impuestos con que se los vejaba, con palabra que el rey les empeñó de repararles las injusticias y de usar con ellos de clemencia, se sometieron y volvieron á la obediencia. El rey cumplió su palabra. Mas fuéle preciso para ello solicitar del concilio octavo de Toledo, que seguidamente convocó, que le relevara de la obligación del juramento que había hecho de no transigir con los rebeldes. El concilio declaró que aquel juramento no obligaba por ser contrario

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