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Conocida mi admiración, dijo: "No me espantaría, Lázaro amigo, te maravillase verme como me ves; pero presto no lo estarás si te cuento lo que por mí ha pasado desde el día que yo te dejé en Toledo hasta hoy. Tornando a casa con el trueque del doblón para pagar a mis acreedores, encontré con una arrebozada que, tirándome del herreruelo, con lágrimas y suspiros mezclados con sollozos, me pidió con encarecimiento la favoreciese en una necesidad que se le ofrecía; roguéle me diese cuenta de su pena, que más tardaría en dármela que yo en dalle remedio; ella sin dejar el llanto, con una vergüenza virginal dijo, que la merced que le había de hacer, y ella me suplicaba le hiciese, era la acompañase hasta Madrid, en donde le habían dicho estaba un caballero, que no se había contentado con deshonrarla, sino que además le había llevado todas sus joyas, sin tener respeto a la palabra de esposo que le había dado, y que si yo quería hacer por ella esto, ella haría por mí lo que una mujer obligada debía. Consoléla lo mejor que pude dándole esperanzas, que si su enemigo estaba en el mundo se tuviese por desagraviada. En conclusión, sin tornar el pie atrás partimos a la corte, hasta donde la hice la costa. La señora, que sabía bien a dónde iba, me llevó a una bandera de soldados, donde la recibieron

con alegría y la llevaron delante del capitán, para que la pusiese en la lista de las cicatriceras, y tornándose a mí con una cara de poca vergüenza dijo: "Adiós, seor peligordo, pues ésta no es para más". Viéndome burlado, comencé a echar espumajos por la boca, diciéndole, que si como era mujer fuera hombre, le sacaría el alma de cuajo. Un soldadillo de los que allí estaban se llegó a mí y me hizo una mamona, no osando darme un bofetón, que si me lo hubiera dado, allí podían abrir la sepultura; como vi aquel negocio mal encaminado, sin decir chus ni mus, me fuí más que de paso, por ver si me seguiría algún soldado de talle para matarme con él; porque si me pusiera con aquel soldadejo, y le matara (como sin duda hiciera), ¿qué honra o qué fama ganaría? Mas si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado más cuchilladas que arenas hay en el mar. Como vi que ninguno osaba seguirme, fuíme muy contento. Busqué una comodidad y por no haberla hallado tal cual merecía, estoy como ves: verdad es que he podido ser repostero, o escudero de cinco o seis remendonas, oficios que aunque muriese de hambre no los tomaría."

Concluyó el bueno de mi amo con decir que por no haber hallado unos mercaderes de su tierra, que le prestasen dineros, estaba sin ellos,

y no sabía a dónde ir aquella noche. Yo que le entendí la leva, le convidé con la mitad de mi cama y cena; admitió el convite; cuando nos quisimos acostar le dije quitase los vestidos de encima del lecho, que era pequeño para tanta gente. A la mañana quise levantarme sin hacer ruido, eché mano a mis vestidos, y fué en vago, porque el traidor me los había hurtado e dose con ellos; pensé quedarme muerto en la cama de pura pena, y me hubiera sido mejor por evitar tantas muertes como después recibí: dí voces apellidando, al ladrón, al ladrón; subieron los de casa, y halláronme como el nadador, buscando con qué cubrirme por los rincones del aposento: se reían todos como locos, y yo renegaba como carretero; daba al diablo al ladrón fanfarrón que me había tenido la mitad de la noche contando grandezas de su persona y linaje.

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El remedio que por entonces tomé (porque ninguno me lo daba), fué ver si los vestidos de aquel matasiete me podían servir, hasta que Dios me deparase otros; pero era un laberinto; ni tenían principio, ni fin: entre las calzas y sayo no había diferencia; puse las piernas en las mangas, y las calzas por ropilla, sin olvidar las medias que parecían mangas de escribano: las sandalias me podían servir de cormas, porque no tenían suelas; encasqueté

me el sombrero poniendo lo de arriba abajo, por estar menos mugriento; de la gente de a pie y de a caballo que iban sobre mí no hablo. Con esta figurilla fuí a ver a mi amo, que me había enviado a llamar, el cual espantado de ver aquella madagaña, le dió tal- risa que las cinchas traseras se aflojaron, e hizo flux: por su honra es muy justo se pase en silencio. Después de haber hecho mil paradillas, me preguntó la causa de mi disfraz; contéselo, y lo que dello resultó fué, que en lugar de tener lástima de mí, me reprendió y echó de su casa, diciendo que como aquella vez había acogido aquel hombre en mi cama, otro día haría lo mismo con alguno que le robase.

CAPITULO II

CÓMO LÁZARO SE EMBARCÓ EN CARTAGENA.

De cosecha tenía el no durar mucho con mis amos así lo hice con éste, aunque sin culpa mía; víme desesperado, solo y afligido, en traje que todos me daban de codo y se burlaban; unos me decían: "No está malo el sombrerillo con puerta falsa, parece tocado de flamenca"; otros: "La ropilla es al uso, parece pocilga de

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puercos, pues demás que vuestra merced está dentro, le corren tan gordos que los podría matar y enviar soldados a la señora su mujer. Díjome un mochiller: "Seor Lázaro, por Dios, que las medias le hacen buena pantorrilla. "Las sandalias son a lo apostólico, replicó un barrachel; es que el señor va a predicar a los moros". Tanto me decían y corrían, que estuve determinado a tornarme a mi casa; no lo hice por pensar que la guerra sería muy pobre si en ella no se ganaba más de lo perdido: lo que más sentía era que huían de mí como de un apestado.

Embarcámonos en Cartagena: la nave era grande y bien abastecida; izaron las velas y diéronlas al viento, que la llevaba e impelía con grande velocidad. La tierra se nos escondió, y el mar se embraveció con un viento contrario, que levantaba las velas hasta las nubes; la borrasca crecía, y la esperanza faltaba; los marineros y pilotos nos desahuciaron; los gemidos y llantos eian tan grandes, que me pareció estábamos en sermón de pasión; con la grande batahola no se entendía nada de lo que se mandaba; unos corrían a una parte, otros a otra parecíamos caldereros; todos se confesaban con quien podían, y tal hubo que se confesó con una piltrafa, y ella le dió la absolución tan bien como si hubiera cien años

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