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cenegal, y tanto hice y forcejé, que la cuba se trastornó y yo con ella; derramóse toda el agua; viéndome libre, grité pidiendo favor; los pescadores despavoridos, conociendo lo que yo había hecho, acudieron al remedio, que fué taparme la boca, hinchéndomela de yerba, y para confundir mis voces las daban ellos mayores, apellidando justicia, justicia; y diciendo y haciendo tornaron a henchir la cuba de un pozo que allí estaba, con una presteza increíble: el huésped salió con una alabarda, y todos los de la posada, cuáles con asadores y cuáles con palos; acudieron los vecinos y un alguacil con seis corchetes, que por allí acertó a pasar; el mesonero preguntó a los marineros qué era aquello; respondieron ser ladrones que les querían hurtar su pez; él como un perdido gritaba: "A los ladrones, a los ladrones!"; unos miraban si saldrían por la puerta, o si saltarían de un tejado a otro; ya mis custodios me habían tornado a la tina.

Sucedió que el agua que della se había deramado cayó toda por un abujero a un aposento más abajo, sobre una cama donde dormía la hija de casa, la cual movida de caridad había acogido en ella a un clérigo que para su contemplación había venido a aposentarse allí aquella noche. Espantáronse tanto del diluvio del agua que sobre su cama caía

y de las voces que todos daban, que sin saber qué hacer se echaron por una ventana desnudos como Adán y Eva, pero sin hojas de higuera en sus vergüenzas. Hacía una luna muy clara, que su claridad podía competir con la del que se la daba; al punto que los vieron apellidaron: "; Ladrones, tengan a los ladrones!" los corchetes y alguacil corrieron tras ellos, y a pocos pasos los alcanzaron, porque como iban descalzos las piedras no les dejaban huir; y sin ser oídos ni vistos los llevaron a la cárcel. Los pescadores salieron muy de mañana de Madrid a Toledo, sin saber lo que Dios había hecho de la simple doncellita y del devoto clérigo.

CAPITULO VI

CÓMO LLEVARON A LÁZARO A TOLEDO.

La industria de los hombres es vana; su saber ignorancia, y su poder flaqueza, cuando Dios no le fortalece, enseña y guía. Mi trabajo sirvió sólo de acrecentar el cuidado y solicitud de mis guardas, los cuales, enojados del asalto de la noche pasada, me dieron tantos palos por el camino, que me dejaron casi por muerto, diciendo: "Maldito pescado,

¿queríais iros? ¿no conocéis el bien que os hacen en no mataros? Sois como la encina, que no dáis el fruto sino a palos." Molido, reprendido y muerto de hambre, me entraron en Toledo: aposentáronse junto a Zocodover en casa de una viuda, cuyos vinos solía yo pregonar. Pusiéronme en una sala baja, adonde acudía mucha gente.

Entre otros vino mi Elvira con mi hija de la mano: cuando la ví no pude detener dos hilos de lágrimas que reventaron de mis ojos. Lloraba y suspiraba, pero entre cuero y carne, porque no me privasen de lo que tanto amaba, y de la vista de lo que quisiera tener mil ojos para ver; aunque fuera mejor que los que me privaban de la palabra lo hicieran de la potencia visiva; porque mirando atentamente a mi mujer, la ví, ¡ no sé si lo diga!... víla la tripa a la boca quedé espantado y atónito; aunque si tuviera juicio no tenía de qué, pues el arcipreste, mi señor, me había dicho, cuando salí de aquella ciudad para la guerra, haría con ella como si fuera suya propia. De lo que más me pesaba era de no poder persuadirme estaba preñada de mí, pues había más de un año que estaba ausente. Cuando moraba en ella y vivíamos en uno, y me decía: "Lázaro, no creas te haga traición, porque si lo crees, haces muy mal", quedaba tan satisfecho, que

huía de pensar mal della, como el diablo del agua bendita pasaba la vida alegre, contento y sin celos, que es enfermedad de locos. Muchas veces he considerado entre mí, que esto de hijos consiste en la aprensión; porque ¡ cuántos hay que aman a los que piensan serlo suyos sin tener más dellos que el nombre, y otros que, por alguna quimera que se les pone en el capricho, los aborrecen por imaginar que sus mujeres les han puesto la madera tinteril en la cabeza! Comencé a contar los meses y días; hallé cerrado el camino de mi consolación. Imaginé si mi buena consorte estaba hidrópica; duróme poco esta pía meditación; porque al punto que de allí salió, comenzaron dos viejas a decirse una a otra: "¿Qué os parece de la arcipresta? No le hace falta su marido." "¿De quién está preñada? preguntó la otra. "¿De quién?", prosiguió la primera, del señor arcipreste; y es tan bueno que por no dar escándalo si pare en su casa sin tener marido, la casa el domingo con Pierres, el gabacho, que será tan paciente como mi compadre Lázaro."

Este fué el toque y el non plus ultra de mi paciencia: comenzóseme a abrir el corazón sudando dentro del agua; y sin poder irme a la mano me caí desmayado en la pocilga; el agua se entraba a más andar por todas

las puertas sin resistencia alguna, dando muestrás de estar muerto, harto contra mi voluntad, la cual fué de vivir todo lo que Dios quisiera y yo pudiese, a pesar de gallegos y de la adversa fortuna. Los pescadores afligidos hicieron salir fuera a todos, y con grande diligencia me sacaron la cabeza fuera del agua: halláronme sin pulso y sin aliento, y sin él se lamentaban llorando la pérdida, que para ellos no era pequeña. Sacáronme fuera de la tina, procuraron hacerme vomitar lo que había bebido, mas fué en vano; porque la muerte había cerrado la puerta tras sí. Viéndose en blanco, y aun en albis, como domingo de Cuasimodo, no sabían imaginar el remedio, ni aun dar un medio a su pena y fatiga; salió decretado por el concilio de tres, que la noche venida me llevasen al río y me echasen dentro con una piedra al cuello, para que me sirviese de sepulcro la que lo había hecho de verdugo.

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