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tando: "Quítenme de delante a ese pescado mal remojado, cara de ansarón pelado; que si no, por el siglo de mi padre, le levante y le saque los ojos." Yo con mucha flema la respondí: "Poco a poco, señora atizacantiles, que si no me conoce por marido, ni yo por mujer, denme a mi hija, y tan amigos como antes: hacienda he ganado, proseguí, para casarla muy honradamente." Parecíame que aquellos veinte ducados habían de ser como las cinco blancas de Juan Espera en Dios que en gastándolas hallaba otras cinco en su bolsa; mas a mí, como era Lazarillo del diablo, no me sucedió así, como se verá en el siguiente capítulo. El señor arcipreste se opuso a mi demanda, diciendo que no era mía, y para prueba dello me mostró el libro del bautismo, que confrontado con los capítulos matrimoniales, se veía que la niña había nacido cuatro meses después que yo había conocido a mi mujer. Caí de mi asno, en que hasta entonces había estado a caballo, creyendo ser mi hija la que no lo era.

Volví las espaldas tan consolado como si jamás las hubiera conocido. Fuí a buscar a mis amigos, contéles el caso, consoláronme, que fué menester poco para ello. No quise tornar a oficio de pregonero, porque aquel terciopelo me había sacado de mis casillas. Yéndome a pasear hacia la puerta de Visa

gra, en la de San Juan de los Reyes encontré a una antigua conocida, que después de haberme saludado me dijo cómo mi mujer estaba más blanda después que había sabido tenía dineros, particularmente porque el gabacho la había parado como nueva. Roguéla me contase el caso; ella lo hizo diciendo que el señor arcipreste y mi mujer se habían puesto un día a consultar si sería bueno tornarme a recibir a mí y echar al gabacho, poniendo razones en pro y en contra; la consulta no fué tan secreta, que el nuevo velado no la entendiese, el cual disimulando, a la mañana se fué a trabajar al olivar, adonde su mujer y la mía fué a mediodía a llevarle la comida. El la ató al pie de un árbol, habiéndola primero desnudado, donde le dió más de cien azotes; y no contento con esto, hizo un lío de todos sus vestidos, y quitándole las sortijas se fué con todo, dejándola atada, desnuda y lastimada, donde sin duda muriera, si el arcipreste no hubiera enviado a buscarla. Prosiguió diciendo, creía sin falta, que si yo echaba rogadores me recibirían como antes, porque ella la había oído decir: "Desdichada de mí ¿por qué no admití al mi buen Lázaro, que era bueno como el buen pan, nada melindroso, ni escrupuloso, el cual me dejaba hacer lo que quería?" Este fué un toque que me trastornó

de arriba abajo, y estuve por tomar el consejo de la buena vieja, pero quise comunicarlo primero con mis amigos.

CAPITULO VIII

CÓMO LÁZARO PLEITEÓ CONTRA SU MUJER.

Somos los hombres de casta de gallinas ponedoras, que si queremos hacer algún bien, la gritamos y cacareamos; pero si mal, no queremos que nadie lo sepa, para que no nos disuadan lo que sería bueno estorbasen. Fuí a ver a uno de mis amigos, y hallé tres juntos, porque después que tenía dineros, se habían multiplicado como moscas con la fruta: díjeles mi deseo, que era tornarme con mi mujer, y quitarme de malas lenguas, siendo mejor el mal conocido, que el bien por conocer. Afeáronme el caso, diciendo era un hombre que no tenía sangre en el ojo, ni sesos en la cabeza, pues quería juntarme con una ramera, piltrafa, escalentada, matacandiles, y finalmente, mula del diablo que así llaman en Toledo a las mancebas de los clérigos. Tales cosas me dijeron y tanto me persuadieron, que determiné de no rogar ni convidar. Echando de ver mis

buenos amigos (¡ del diablo lo fueran ellos!) que su consejo y persuasiones eran eficaces, pasaron adelante diciendo, me aconsejaban como quien tan íntimo lo era suyo, sacase las manchas y quitase el borrón de mi honra tornando por ella, pues iba tan de capa caída, dando una querella contra el arcipreste y contra mi mujer, pues todo no me costaría blanca ni cornado, siendo ellos como eran ministros de justicia. El uno, que era un procurador de causas perdidas, me ofrecía cien ducados por mi provecho; el otro, como más entendido por ser un letrado de cantoneras, me decía que si él estuviera en mi pellejo, no daría mi ganancia por doscientos; el tercero me aseguraba (que como corchete que era lo sabía muy bien) haber visto otros pleitos menos claros, más dudosos, que habían valido a los que los habían emprendido una ganancia sin cuento, cuanto más que creía que a los primeros encuentros del dómine Bacalarius, me hinchiría a mí las manos, y se las untaría a ellos, porque desistiésemos de la querella, rogándome que tornase con mi mujer, resultándome de ello más honra y provecho, que no si yo lo hacía.

Encarecieron la cura arregostándome con buenas esperanzas; cogiéronme del pie a la mano, sin saber qué responder a sus argumentos sofísticos, aunque bien se me alcanzaba ser

mejor perdonar y humillarse, que no llevar las cosas a punta de lanza, cumpliendo el mandamiento de Dios más dificultoso, que es el amor a los enemigos, y más que mi mujer no me había hecho obras dello; al contrario, por ella había comenzado a alzar cabeza y a ser conocido de muchos, que con el dedo me señalaban diciendo: "Véis aquí al pacífico Lázaro"; por ella comencé a tener oficio y beneficio. Si la hija que el arcipreste decía no ser mía, era o no, Dios escudriñador de los corazones, lo sabe, y podría ser que así como yo me engañé, él pudiera engañarse también, como puede suceder que alguno de los que leyendo mis simplicidades, riendo se hinche la boca de agua, y las barbas de babas, sustente a los hijos de algún reverendo; trabaje, sude y afane por dejar ricos a los que empobrecen su honra, creyendo por cierto, que si hay mujer honrada en el mundo es la suya; y aun podría ser que el apellido que tienes, amigo lector, de Cabeza de Vaca, lo hubieses tomado de la de un toro. Mas dejando a cada uno con su buena opinión, todas estas buenas consideraciones no bastaron; y así dí una querella contra el arcipreste y contra mi mujer. Como había dinero fresco, en veinticuatro horas los pusieron en la cárcel, a él en la del arzobispo, y a ella en la pública. Los letrados me decían no reparase en

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