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la barba, como si tuvieira dolor de muelas. De la vista resultó la traza de mi salida. La noche siguiente se hacía un sarao en casa del conde de Miranda, y al final habían de danzar unos gitanos. Con ellos se concertó Canil (que así se llama ahora el señor vicario), para que le ayudasen en sus pretensiones: hiciéronlo tan bien, que mediante su industria gozamos de la libertad deseada y de su compañía, que es la mejor de la tierra. La tarde antes del sarao hice al alcalde más monerías que gata tripera, y más promesas que el que navega con borrasca: obligado dellas respondió no con menos, rogándome le pidiese, que mi boca sería la medida, como no fuese carecer de mi vista. Agradecíselo mucho, diciéndole, que el carecer de la suya sería para mí el mayor mal que me podía venir. Viendo la mía sobre el hito, roguéle que aquella noche, pues podía, me llevase a ver el sarao: parecióle cosa dificultosa; pero por no desdecirse, y porque el cieguecillo le había tirado una flecha, me lo prometió. El alguacil mayor estaba también enamorado de mí, y había encargado a todas las guardas, y al mismo alcalde tuviesen cuenta con mi regalo, y que ninguno me traspusiese: por hacerlo más secreto me vistió como paje, con un vestido de damasco verde, pasamanos de oro; el bohemio de terciopelo del mismo color, forrado de raso amarillo; una gorra con garzota y

plumas, con un cintillo de diamantes; una lechuguilla con puntas de encaje; medias pajizas, con ligas de gran balumba; zapatillo blanco picado, y espada y daga dorada a lo de aires bola.

Llegamos a la sala donde había infinidad de damas y caballeros: ellos galanes y bizarros, y ellas gallardas y hermosas; había muchos arrebozados y embozadas. Canil estaba vestido a la valentona, y en viéndome se me puso al otro lado, de manera que yo estaba en medio del alcaide y dél. Comenzó el sarao, donde vi cosas que, por no hacer a mi cuento, dejaré; salieron los gitanos a bailar y voltear; sobre las vueltas se asieron dos dellos de palabras, y de unas en otras, desmintió el uno al otro. El desmentido le respondió con una cuchillada en la cabeza, haciéndole echar tanta sangre della, que parecía habían muerto un buey. Los asistentes, que hasta entonces habían pensado ser burlas, se alteraron, gritando: "¡Aquí de la justicia!". Los ministros della se alborotaron; todos los circunstantes metieron mano a las espadas; yo saqué la mía y, cuando me vi con ella en la mano, me puse a temblar de miedo della. Prendieron al delincuente, y no faltó quien, echado para ello, dijese que estaba allí el alcaide a quien lo podían entregar; el alguacil mayor le llamó para entregarle el homicida. Quisiera llevarme consigo; pero por miedo que no me conociesen me

dijo me retirase a un rincón, que me mostró, y que no me apartase de allí hasta que él volviese.

Cuardo ví aquella ladilla despegada de mí, tomé de la mano al dómine Canil, que estaba sin moverse de mi lado, y en dos brincos salimos a la calle, donde hallamos a uno destos señores, que nos encaminó a su rancho. Cuando el herido, que ya todos tenían por muerto, echó de ver que estaríamos libres, se levantó diciendo: "Señores, basta de burla, que yo estoy sano, y esto no ha sido sino para alegrar la fiesta". Quitóse una caperuza, dentro de la cual estaba una vejiga de buey, que encima de un buen casco acerado tenía llena de sangre preparada, y con la cuchillada se había reventado. Todos comenzaron a reir de la burla, sino el alcaide, para quien fué muy pesada: torció al lugar señalado, y no hallándome en él, comenzó a buscarme preguntando a una gitana vieja, si había visto un paje de tales y tales señas. Ella, que estaba advertida, le dijo que sí, y que le había oído decir, cuando salió de la mano de un hombre : "Vámonos a retirar a San Felipe" fuése con grande prisa a buscarme, mas en vano, porque él iba hacia Oriente, y nosotros huíamos al Occidente. Antes que saliésemos de Madrid, habíamos trocado mi vestido, y del que me dieron encima doscientos reales; vendí el cintillo en cuatrocientos escudos; dí a estos señores, en lle

gando, doscientos, porque así se lo había prometido Canil. Este es el cuento de mi libertad; si el señor Lázaro quiere otra cosa, mande, que en todo se le servirá como su gallarda presencia merece." Agradecile la cortesía, y con la mejor que pude me despedí de todos; el buen viejo me acompañó media legua; preguntéle en el camino si los que estaban allí eran todos gitanos nacidos en Egipto; respondióme que maldito el que había en España, pues que todos eran clérigos, frailes, monjas o ladrones, que habían escapado de las cárceles, o de sus conventos; pero que entre todos, los mayores bellacos eran los que habían salido de los monasterios, mudando la vida contemplativa en activa. Tornóse con esto a su rancho, y yo a caballo en la mula de San Francisco me dirigí a Valladolid.

CAPITULO XII

DE LO QUE LE SUCEDIÓ A LÁZARO EN UNA VENTA, UNA LEGUA ANTES DE VALLADOLID.

¡Qué rumiar llevé para todo el camino de mis buenos gitanos, de su vida, costumbres y tratos! Espantábame mucho cómo là justicia per, mitía públicamente ladrones tan al descubierto, sabiendo todo el mundo que su trato y contrato

no es otro que el hurto. Son un asilo y añagaza de bellacos, iglesia de apóstatas y escuela de maldades; particularmente me admiré de que los frailes dejasen su vida descansada y regalona por seguir la desastrada y aperreada del gitanismo; y no hubiera creído ser verdad lo que el gitano me dijo, si no me hubiera mostrado a un cuarto de legua del rancho, detrás de las paredes de un arrañal, un gitano y una gitana, él rehecho y ella carillena; él no estaba quemado del sol, ni ella curtida de las inclemencias del cielo. El uno cantaba un verso de los salmos de David, y la otra respondía con otro: advirtióme el buen viejo, que aquellos eran fraile y monja, que no había más de ocho días que habían venido a su congregación con deseo de profesar más austera vida.

Llegué a una venta, una legua antes de Valladolid, en cuya puerta vi sentada a la vieja de Madrid con la doncellita de marras; salió mi galancete a llamarlas para que entrasen a comer; no me conocieron por ir tan disfrazado, siempre con mi parche en el ojo y mis vestidos a lo bribonesco; mas yo conocí ser el Lázaro que había salido del monumento que tanto me había costado. Púseme delante de ellos, para ver si me darían algo; no me podían dar, pues no tenían para ellos. El galán, que había servido de despensero, fué tan liberal, que para él, para su ena

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