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cho del tercero, pues esto no tendrá lugar sino cuando el promitente supusiera estar competentemente autorizado para obligar el hecho ageno; pero cuando no suceda así, cuando el contrato se celebre prometiendo uno á otro lo que depende exclusivamente de la voluntad agena, y sin alegarse ni suponerse título alguno que sirva de fundamento á la promesa, la obligacion es nula ipso jure, y no puede surtir ningun efecto, ni para el tercero, ni para los contrayentes. En vano pretenden tambien algunos autores encubrir lo absurdo de esta disposicion, suponiendo que la ley habla del caso en que se estipulan ventajas para un tercero y no del en que se le imponen obligaciones, pues sus palabras son tan terminantes que no sabemos cómo puede dudarse su sentido. Dice «ó que se obligó alguno que daría otro ó haría alguna cosa, esto es, que el tercero haría ó daría algo, y hacer y dar son hechos que no pueden confundirse con tomar ó recibir: no son ventajas, sino obligaciones. Así es que muchos autores creen y sostienen contra otros, que á pesar de este texto son nulas las obligaciones en que se compromete el hecho ageno. Para resolver la duda ó enmendar este grave defecto de la actual legis. lacion, al mismo tiempo que el nuevo código conserva su eficacia á los pactos, declara nulos los contratos celebrados á nombre de otro por quien no tenga su autorizacion ó representacion legal, á no ser que los ratifique la persona á cuyo nombre se otorgaron (arts. 974 y 980).

Las últimas frases de la ley del Ordenamiento de Alcalá anteriormente copiadas, tienen un sentido tan lato que han dado lugar á muchos autores para creer que su objeto es hacer innecesaria la aceptacion en los contratos, derogando las leyes anteriores que la exigen. Y en efecto, si de cualquier modo que parezca que el hombre quiere obligarse queda eficazmente obligado, no es tan fuera de propósito la suposicion de que aun antes de ser aceptada una promesa quede obligado á cumplirla el que la hace, puesto que antes de la aceptacion manifiesta el promitente la voluntad de obligarse. Por otra parte, la ley no solo tuvo por objeto declarar innecesaria la fórmula sacramental de la estipulacion, sino tambien todas las demas condiciones de este contrato, que eran, como es sabido, las mismas que dicha ley manda no admitir como excepciones, á saber: que esten presentes amb as partes, que estipulen por sí y no por apoderados, y que á la promesa proceda ó siga la

aceptacion. Verdad es que algunos intérpretes suponen que la ley en cuestion no tuvo mas objeto que suprimir la fórmula de la estipulacion en los contratos, y de ningun modo las demas condiciones que son propias de su naturaleza. Así debió ser y este es el sentido mas razonable que puede darse á la ley; pero menester es confesar que sus palabras dan lugar á otra interpretacion mucho mas lata. Si se hubieran querido derogar todas las leyes anteriores que determinaban las condiciones necesarias para la validez de las obligaciones, excepto el consentimiento del obligado, no hubiera sido preciso expresarse en otros términos. No hay que extrañar por lo tanto que la ley del Ordenamiento esté dando lugar á innumerables cuestiones en el foro, y que se deduzcan de ella consecuencias tan absurdas como la de que no es necesaria la aceptacion para la validez de las obligaciones unilaterales.

a

De esta ley ha nacido tambien la cuestion de si se necesita expresion de causa para la validez de los contratos. La ley 7, tít. 13, Part. 3. declara indispensable este requisito, ó cuando menos que el acreedor pruebe la causa del débito: ¿cómo conciliar esta restriccion con las palabras citadas de la ley del Ordenamiento de Alcalá «vala dicha obligacion y contrato que fuere hecho en cualquiera manera que parezca que uno se quiso obligar á otro?» De aquí el creer muchos autores que la primera de dichas leyes ha sido derogada por la segunda, y que todas las obligaciones son eficaces aunque no se exprese ni se pruebe despues la causa de ellas; al paso que otros no menos respetables, sostienen lo contrario, suponiendo que la ley de Alcalá no varió en este punto la legislacion anterior, limitándola, sin embargo, con una excepcion sutil y arbitraria, á saber que cuando uno contrajere un compromiso constándole que no habia para él causa alguna, se entendiera que bacia una donacion, y que en este concepto quedaba obligado como donante. Entre estas opiniones contrarias suelen dudar los jurisconsultos, pero la buena doctrina sobre la materia no es conforme enteramente con ninguna de ellas.

En vez de presumirse como lo hace la ley de Partida que la obligacion en que no se expresa causa carece de ella, la presuncion contraria sería mucho mas razonable. Atendidas las propensiones de la naturaleza humana y las costumbres de la sociedad, todo el que se obliga lo hace por

alguna causa. Esta causa puede ser onerosa ó gratuita, la promesa de un hecho, la prestacion de un servicio, ó la mera liberalidad de un bien hechor, pero siempre hay un becho ó circunstancia que da motivo á la obligacion. No pudiendo haber falta de causa en el concepto del que se obliga, lo que debe procurarse es que ella sea cierta y lícita, porque lo que puede suceder es que el contrayente se obligue en consideracion de una causa falsa ó por un motivo que reprueben las leyes, y en uno y otro caso exige la justicia que los pactos no sean eficaces. Si el supuesto en que se hizo la obligacion no era cierto, deberá perder esta su validez, no tanto porque faltara expresion de causa, cuanto porque hubo error en el consentimiento. El que consiente en obligarse por un motivo determinado de modo que sin él no se obligaría, no ha consentido en hacerlo faltando este motivo, y por consiguiente carece su obligacion del requisito mas necesario para su validez. Mas si aunque la causa expresada sea falsa, pudiera fundarse el contrato en otra verdadera, deberá tener efecto la obligacion, no porque haya subsistido una causa de deber, sino porque en el consentimiento no ha mediado error. Así, todo cuanto se diga sobre si hubo ó no causa en el contrato, y si la que hubo fué ó no falsa, no es sino un modo de determinar los efectos que debe surtir el error en el consentimiento. Es, pues, absurda la ley 7, tít. 13, de la Partida 3.", por cuanto establece una presuncion contraria á la naturaleza en deducir de la no expresion de causa de deber, la falta de ella: es viciosa la ley del Ordenamiento de Alcalá, porque con la vaguedad de sus términos da lugar á tan contrarias decisiones; y lo que la equidad y los buenos principios de derecho exigen es lo que dispone el proyecto sobre este asunto, á saber, que se presuma en todo contrato la existencia de una causa lícita aunque no se exprese, á menos que el deudor pruebe lo contrario: que no tengan efecto los contratos fundados en una causa falsa ó ilícita, y que valgan sin embargo los que se funden en una causa verdadera aunque sea falsa la causa expresada en ellos (artículos 1000, 998 y 999).

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XXXI.

Necesidad de la entrega para la traslacion del dominio.

Si se han de suprimir en nuestra legislacion todas las doctrinas tomadas del derecho romano que no son conformes con los principios de equidad natural, y que no recuerdan sino las fórmulas de aquel derecho en sus tiempos primitivos, será preciso derogar la regla que hace necesaria la entrega de la cosa enagenada para trasladar el dominio de ella. En la infancia de la sociedad romana no se trasmitian los derechos sino en virtud de la entrega material ó simbólica de las cosas sobre que versaban; y aunque despues fué despojándose la legislacion de las fórmulas materiales que la constituian, quedó siempre la memoria de ellas en las solemnidades y formas de los contratos, y así se conservó siempre en la jurisprudencia el axioma fundamental de que sin la entrega no se podia trasmitir el dominio. Esta regla no es conforme á los principios del derecho natural que no hace consistir la eficacia de las obligaciones en ceremonias ni hechos materiales, sino en la voluntad y en el consentimiento de los contrayentes, pero se conservó no obstante por deferencia á las antiguas tradiciones. Nosotros, sin embargo, no debemos tratarla con el mismo miramiento, porque ni aquellas tradiciones nos pertenecen, ni han tenido nunca la menor influencia en nuestras costumbres; por eso al fijar las condiciones esenciales de los contratos, bástanos tener en cuenta lo que la justicia absoluta y la conveniencia general exigen en ellos. Así lo hizo hasta cierto punto D. Alonso XI en la famosa ley del Ordenamiento de Alcalá de que hemos hecho mencion, proclamando el principio de que la voluntad era la ley suprema de las convenciones: de aquí ha deducido despues la jurisprudencia que todos los contratos se perfeccionan por el consentimiento, cualquiera que sea su naturaleza; pero despues ha sido muy inconsecuente en continuar sosteniendo que la voluntad manifestada por los medios y con las circunstancias que requiere la ley no es bastante para trasmitir el dominio, como no la acompañe la ceremonia de la entrega. Para ser consecuente con el principio establecido en la ley de Alcalá, y que la ley positiva esté conforme en esta parte con la natural, debería reconocer la jurisprudencia

que tanto los derechos personales como los reales se pueden trasmitir por el solo efecto de la voluntad, sin que esta regla tenga mas limitaciones que las que exija la seguridad del dominio y de los derechos agenos. La entrega material de la cosa enagenada como condicion indispensable para la trasmision de la propiedad era muy conveniente sin duda en una sociedad poco civilizada que carecia de otros medios para fijar y hacer patentes las convenciones; pero generalizado el uso de la escritura y despojado el derecho de sus antiguas fórmulas sacramentales, ha podido fijarse y determinarse bien el acto de la trasmision del dominio sin necesidad de la entrega. Con este objeto la civilizacion ha inventado despues otros medios, que si bien no tienen aplicacion mas que á los inmuebles, dan mucho mejor resultado: tal es la inscripcion en el registro de los derechos reales de todas las trasmisiones y modificaciones de la propiedad. Hé aquí la única excepcion que debe sufrir el principio que bace de la manifestacion legítima de la voluntad, la ley suprema de las obligaciones. Conforme el proyecto con esta doctrina, declara que los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, y que la entrega de la cosa no es necesaria para la trasmision de la propiedad, sin perjuicio de que para que este acto surta efecto contra tercero, se necesite inscribirlo en el registro público, y de que en el caso de enagenarse una misma cosa á diferentes personas, la adquiera aquella á quien primero se entregó siendo mueble, y aquella á cuyo favor se inscribió primero siendo raiz (artículos 978, 981 y 982).

XXXII.

Juramento en los contratos.

Cuando se respetaba mas que ahora la santidad del juramento, era natural que se emplease en dar mayor fuerza y eficacia á las convenciones; pero con haberlo prodigado tanto en el trato y comercio de los hombres, y con el decaimiento de la fé religiosa, perdió aquella solemnidad su primitiva importancia, y solo contribuyó á hacer mas escandaloso el quebrantamiento de los contratos, y á originar dudas y eternas disputas en el foro. Ya están casi olvidadas estas reñidas cuestiones, porque la jurisprudencia que sobre ellas ha prevalecido, considera que el juramento no

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