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No debía estar muy adelantado el año 1569, cuando, pareciéndole ya al P. Vice-provincial Juan Bautista Segura, tiempo y sazón para la empresa á que habían venido, y de la que no quitaba el corazón y los ojos, dejó en la Habana al P. Rogel y á los HH. Villarreal, Carrera y Salcedo, y se embarcó con los demás para la Florida.

Quedaba el P. Rogel para desempeñar sus ministerios de sacerdote y los HH. para atender al cuidado de lo temporal, así de la casa como de la misión, y para educar á los niños de la ciudad que frecuentaban nuestra escuela. Todos cuatro quedaban además en espera de la solicitada fundación de una residencia estable, y para abrir en cuanto se pudiese, y sostener luego y llevar adelante el seminario de niños indios.

La fundación, como veremos, no llegó á efectuarse y los Jesuitas vivieron en la Habana sostenidos por las limosnas del Gobernador y de los particulares; el proyecto del seminario tampoco tuvo, como ni el resto de la misión, el éxito esperado; pues en todo el tiempo que estuvieron los PP. en la Habana, no fueron sino tres los niños que se trajeron y educaron.

La estancia de los Jesuitas en la Habana no fué continua y sin interrupciones. Visto que la fundación se hacía esperar demasia lo; que resultaba gravoso á los particulares sostener tanto tiempo á los PP. con limosnas en época en que la Habana, distaba muchísimo de ser tan rica como lo ha sido después; y que por otra parte, habiendo huido los indios y retirádose los españoles de la parte de la Florida que mira á Cuba, la residencia de los nuestros en la Habana no era de tan inmediata utilidad, el P. Segura acabó por llamar al P. Rogel y sus compañeros á la Florida.

No fué por mucho tiempo: quería el P. Segura reunir todas las energías de sus súbditos, aumentados ahora con un Padre y algunos HH. que habían llegado de Europa, para tentar un supremo esfuerzo, en vista de lo infructuosos que hasta allí habían resultado sus trabajos por la conversión de aquellos naturales. Pero fracasada también aquella última tentativa, y con la ocasión que luego diremos, envió de nuevo á la Habana á los PP. Rogel y Sedeño y los HH. Villarreal, Carrera, Salcedo y Ruiz de Salvatierra, con encargo de recoger y llevar allá los niños, hijos de caciques, que pudiesen. No sabemos en cuál de estas dos ocasiones se planteó aquel comienzo ó rudimento del proyectado seminario; lo que sí sabemos es la suerte que cupo á los tres niños, únicos entre todos los floridanos, que tuvieron la dicha de recibir cristiana educación, junto con los niños de la Habana, de manos del H. Carrera: primicias del

magisterio de la Compañía de Jesús en Cuba, que había de ser tan fecundo.

Copiaremos la relación de la materialidad del hecho, del P. Alegre, aunque nos parezca que así en el tiempo en que lo supone acaecido, como en los precedentes y consiguientes que lo acompañan, hay en él cierta confusión é inexactitud. Por eso hemos preferido atenernos en lo demás al P. Sachini.

<< Eran los tres de vivo ingenio y dotados de una amable sinceridad, acompañada de una suavidad y señorío que hacía sentir muy bien, aun en medio de su bárbara educación, la nobleza de su origen. A poco tiempo, suficientemente doctrinados, instaron á los PP., empeñándolos con el Sr. Obispo, para ser admitidos al bautismo. Quiso examinarlos por sí mismo el Ilmo., y hallándolos muy capaces, señaló la festividad más cercana, en que su Señoría pensaba autorizar la función echándoles el agua. El plazo pareció muy largo á los fervorosos catecúmenos. Instaron, lloraron, no dejaron persona alguna de respeto que no empeñasen, para que se les abreviase el término.

« Causó esto alguna sospecha al prudente Prelado, y de acuerdo con el Gobernador, determinó probar la sinceridad de su fervor, mandando que en un barco, que estaba pronto á salir, embarcasen repentinamente á los tres jóvenes. Ejecutóse puntualmente la orden; pero fueron tan tiernas las quejas, tan sinceras las lágrimas, tal la divina elocuencia y energía del Espíritu de Dios con que hablaron y suplicaron á los enviados del Sr. Obispo, que enternecido éste, conoció la gracia poderosa que obraba en aquellos devotos mancebos, y dentro de muy pocos días, siendo padrinos el Gobernador y dos de las personas más distinguidas de la ciudad, los bautizó por su propia mano con grande pompa, edificación y espiritual consuelo de todos los que asistían á este devotísimo espectáculo.

«La serie del suceso mostró bien, cuanto podemos conjeturar, las miras altísimas de la Providencia y el cuidado particular con que velaba, digámoslo así, sobre las almas de aquellos tres neófitos. Los dos menos principales, el mismo día que habían nacido á Dios en el bautismo, tocados de una enfermedad, dieron muy en breve sus almas al Criador.

« Quedó de este golpe sumamente mortificado D. Pedro Menéndez, á cuya conducta los habían fiado sus padres, y temiendo que aquellos bárbaros, la gente más cavilosa del mundo, no lo culpasen de negligente ó de pérfido; con estos pensamientos determinó que el tercero, que era el principal y á cuyo padre se daba el título de

rey, se embarcase luego y diese la vuelta á su patria; pero el Señor tenía sobre él más altos designios.

« Luego que supo esta resolución el generoso joven, pidió á Dios instantemente que, antes de exponerlo á semejante peligro, lo sacase del mundo. En esta oración se ejercitó por algunos días con tan viva confianza, que hablándole de su próximo viaje el H. Juan de la Carrera: «No tengas cuidado de esto, le replicó. Los hombre se cansan en balde. Yo estoy cierto que no he de volver á ver en este mundo á mis padres, porque muy en breve iré á ver á Dios en el cielo. En efecto, enfermó dentro de pocos días y á pesar de todos los esfuerzos de la medicina, que con liberalidad le proveyó el adelantado, el mismo día destinado para el embarque arribó felicísimamente al puerto de la salud.

«El Gobernador, para poner su crédito al abrigo de toda sospecha con su padre, determinó hacerle unas exequias, correspondientes á su noble aunque bárbaro nacimiento y al amor de toda la ciudad, que le había conciliado su mérito. Asistió acompañado de todos los regidores y de los oficiales de mar y tierra, como también el Sr. Obispo con todo su clero.»>

Este fin tuvieron aquellos tres jóvenes en quienes halló de fijo buen modelo que proponer á sus discípulos de la Habana el H. Carrera, y con cuya dichosa muerte se darían por bien remunerados de sus, por lo demás estériles, fatigas los misioneros de la Florida. Volvamos ahora á reanudar la relación de los sucesos de esta misión, aunque con la brevedad que exige el no ser ellos el objeto principal de nuestro trabajo.

Estaba de Dios que aquella tierra regada con la sangre de los religiosos Dominicos, que habían acompañado á Hernando de Soto, y recientemente con la del P. Pedro Martínez, no diese de sí otra cosecha que trabajos y martirios. Establecidas primero las reducciones en la vecindad de los presidios españoles, las extorsiones y violencias, á que obligaban á los soldados su necesidad y miseria, predisponían el ánimo de los indios y cerraban el camino al evangelio que les predicaban los PP. Se tomó entonces el expediente de trasladar las misiones á las provincias más distantes de Guale y Santa Helena, donde se habían arruinado los antiguos presidios, y donde la buena índole de los indígenas ofrecía mayores esperanzas. Una epidemia, que se cebó también uno por uno en todos los misioneros, aunque se contentó con una sola víctima, el H. Váez, dió desde luego materia á la caridad de los PP., y modo de entrar á ganarse el afecto de los indios. La necesidad material obligó á éstos á buscar á los PP.; pero cuando, pasada la epidemia, cesó la

razón de la necesidad, y por otra parte los soldados españoles comenzaron á extender hasta allí sus correrías, y los misioneros por defender á los indios y querer al mismo tiempo socorrer la necesidad de los españoles, se malquistaron las voluntades de los unos y de los. otros, volvieron á surgir las mismas dificultades que primero.

Ante aquella material imposibilidad que les cortaba el paso á la conversión de los infieles, por la cual habían venido á aquellas tierras, ocurriósele al P. Vice-provincial una idea, que fué la ocasión, que antes dijimos, de la vuelta de los PP. á la Habana: idea inconsiderada á los ojos de la prudencia humana, pero sugestiva é incitadora para quien, ardiendo en santo celo, buscaba el bien de lae almas y la gloria de Dios, sin tener en cuenta la propia comodidad ni el cuidado de la vida, antes ofreciéndola á Dios en sacrificio y en propiciación.

Al tiempo que estuvo en la Habana trabó conocimiento con un indio, natural de una región situada al norte de la Florida, que se decía Axacán y venía á ocupar lo que es hoy Carolina del Norte ó Virginia. Era hermano de un cacique, y pasando por su tierra unos misioneros Dominicos, juntóse y fué con ellos á Méjico, donde instruido con prontitud en los dogmas de nuestra fe, se le bautizó con gran solemnidad y se le puso el nombre de Luis, en honra de D. Luis Velasco, segundo Virey de Méjico, que tuvo la dignación de ser su padrino. Pasó luego á España, donde le honró mucho Felipe II, manteniéndole á sus reales expensas todo el tiempo que estuvo en la corte. Volvió de Europa en compañía de unos religiosos de Santo Domingo, con el destino de ayudarlos en la conversión de sus compatriotas; pero habiéndose impedido, no sé con qué ocasión, el viaje de estos misioneros, no dándole á él espera su celo, se agregó á los Jesuitas.

Era de unos cincuenta años de edad, de bellas dotes naturales y hecho al trato social de los europeos; por todo lo cual y por el deseo que mostraba del bien espiritual de sus paisanos, se ganó por entero la confianza del P. Segura, quien, al ver que se le cerraban las puertas de la Florida, no dudó de que el Cielo quería abrirle por medio de aquel indio las de la región de Axacán.

Quiso en aquel negocio pedir el parecer de los otros PP.; algunos de los que se hallaban en otras reducciones algo distantes le contestaron disuadiéndole, pero las cartas se retrasaron en el camino. Y como Pedro Menéndez, que, aunque después mostró otra cosa, en un principio no sólo aprobaba sino que urgía la expedición, tuviese ya dispuesto un barco, el P. Segura, sin consultar ya más que á su fervor y al no menos encendido de los que con él estaban, dejó orden

á los que quedaban en la Florida de recogerse á la Habana, y él con el P. Luis Quirós, los HH. Gabriel Gómez, Sancho Ceballos y Pedro Linares, los novicios Cristóbal Redondo, Juan Bautista Méndez y Gabriel Solís y otro joven seglar llamado Alonso, se embarcó para la tierra del indio D. Luis, á la que llegó el 11 de setiembre de 1570.

Fiado en Dios, despachó la nave que los había llevado, y se entró con sus compañeros tierra adentro á habitar en medio de los indios. Todo iba al principio según la medida de su deseo. Por muerte del mayor, era cacique un hermano menor de D. Luis; éste renunció el mando que su hermano le ofrecía, diciendo que no venía por codicia de los bienes humanos sino á procurarles los eternos. Pero bien pronto, renacidos á la vista de los nativos bosques los instintos salvajes, dejó primero las ropas de europeo, para dejar después las prácticas cristianas y abandonar á los PP. Estos se vieron solos entre aquellos pueblos incultos y bárbaros, como ovejas entre lobos; no había retirada posible, y les tenía en continuo temor la idea de que su pobre ajuar y sus míseras alhajas, excitasen en el momento menos pensado, la codicia de los indios.

Una y otra vez llamó el P. Segura al apóstata, por medio de un hermano: nada valió con él. Así pasaron cuatro meses, al cabo de los cuales quiso el Padre tentar de nuevo el ánimo de aquel bárbaro; pero los tres compañeros que le envió murieron á manos de los indios, quienes, estimulados con esta primera presa, cinco días después y en los primeros de febrero de 1571, cayeron sobre el resto de los misioneros, matándolos á todos y perdonando únicamente al joven Alonso, que quedó prisionero de un cacique y pudo después referir circunstanciadamente el éxito infausto de la expedición.

Algo malo presagiaban ya desde un principio los PP. Rogel y Sedeño que, obedeciendo al P. Segura, habían vuelto á la Habana con los HH. Villarreal, Carrera, Salcedo y Pedro Ruiz de Salvatierra, y por eso y para saber de ellos y llevarles socorro, si aun fuese tiempo, enviaron á Axacán al H. Salcedo.

Ellos, por su parte, se entregaron de lleno á los ministerios y ejercicios en que antes con tanta aceptación se habían empleado. El P. Sedeño, pareciéndole estrecho el recinto de la ciudad, salió al campo, dedicándose con paciente y abnegado celo á la instrucción y auxilio espiritual de los negros de Africa, ya muy extendidos por toda la Isla y enteramente destituidos de toda cultura y asistencia religiosa.

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