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Aprovechábase de la estación del invierno, que es en Cuba agradable primavera, cuando llegó á sus oidos la noticia de que al otro extremo de la Isla, á la costa oriental de Santiago de Cuba, habían arribado náufragos ó medio náufragos varios Jesuitas. Tiempo le faltó al P. Sedeño para demostrar en sí la verdad de aquel título «Societas amoris-Compañía de amor», que daba á la de Jesús y nuestra el Apóstol de las Indias San Francisco Javier. La Habana contempló admirada aquel ejemplo de amor fraternal, pero para emularlo después con una caridad, digna quizá de mayor aplauso y mérito por ejercitarse con extraños.

Sin aguardar más informes y para que los primeros que tuviese fuesen directos y de vista, el P. Sedeño se puso en camino para llegar, recorriendo por tierra todo lo largo de la Isla, á Santiago de Cuba. Quien tenga idea de las dificultades que hoy presenta ese camino, podrá formársela aproximada de las que presentaría entonces, y que venció infatigable el P. Sedeño, cruzando llanos y montes cubiertos de espesos maniguales, y vadeando muchas veces á nado ríos infestados de caimanes.

Llegó al fin, y el Jesuita candidato á mártir y compañero de mártires en la Florida, estrechó en sus brazos á otros Jesuitas también compañeros de mártires y que venían haciendo el noviciado del martirio. ¡Qué preguntas y sobre todo qué respuestas, reveladoras de hoy casi incomprensibles heroísmos, se cruzaron entre aquellos hermanos con la llaneza y la naturalidad de quien hablaba de cosas corrientes y familiares!

Eran doce entre portugueses y españoles, y venía por superior de ellos el P. Pedro Díaz. Perdido el rumbo del Brasil á donde se dirigían, y cuando ya casi divisaban sus costas, habían sido alejados de las otras naves con las que venían y arrojados, después de haber estado inciertos largos días entre la vida y la muerte, á las costas orientales de Cuba. Y allí en Santiago, aguardaban que se les presentase ocasión de seguir su viaje; porque no había que pensar en volver á hacerse á la mar en la nave que habían traido. Y aquella docena de Jesuitas, tan maltratados, eran el único resto quizás de la numerosa expedición de sesenta y nueve que con el P. Ignacio de Acevedo se habían embarcado el 5 de junio de 1570 en Lisboa, en la armada del gobernador D. Luis de Vasconcelos, para las misiones del Brasil. Treinta y nueve habían muerto con el P. Acevedo mártires de Jesucristo y víctimas del odio sectario de los corsarios franceses, capitaneados por Jaques Soria, el 15 de julio y en las aguas de Palma de las Canarias. Los demás, que se habían detenido antes de esto, en la Isla de la Madera, siguieron su viaje repartidos

en dos de los barcos de la flota; de ellos, los once que acompañaban al P. Díaz estaban por lo pronto en sålvamento; ¡quién sabe cuál sería la suerte de los que iban con el P. Francisco de Castro!

Al llegar el P. Sedeño á Santiago, encontrólos que, mal descansados de sus fatigas, se habían dado con todas veras á los trabajos espirituales de su apostolado. Por consejo del Padre y en su compañía pasaron á la Habana, donde sabida ya su suerte y la de los cuarenta mártires sus compañeros, que interesó vivamente á los habaneros, porque los veían víctimas del mismo de quien ellos también lo habían sido, del pirata Jaques Soria, que catorce ó quince años antes había tomado el castillo de la Fuerza y saqueado la Habana, hicieron á los náufragos cordial y respetuoso acogimiento. Años y aun siglos después, como premio que acompaña en lo humano á las buenas acciones, duraba en la memoria de los habaneros el recuerdo y la satisfacción de este hecho, que el cristiano y entusiasta hijo de la Habana D. José Martín Félix de Arrate, recogió y guardó, como precioso legado de sus padres, en las elegantes páginas de la historia que escribió de su ciudad natal.

No tardó en presentarse oportunidad para el embarque, en una flota española que se hacía á la vela y prometió dejar á los misioneros en las Azores, desde donde ellos, nunca amedrentados por las dificultades, pensaban tentar nuevamente el rumbo del Brasil. Ya quizás, antes de que ellos se embarcasen, y como un nuevo prenuncio de la suerte que los aguardaba, había vuelto de Axacán el H. Salcedo trayendo, no todavía la noticia confirmada, pero sí indicios y sospechas muy vehementes de lo que había sucedido al P. Segura y sus compañeros. Reuniéronse el P. Díaz y los suyos en Angra de la isla Tercera con el P. Francisco de Castro y los que lo acompañaban en la capitana de D. Luis de Vasconcelos, los cuales, corriendo suerte semejante á la de los primeros, habían sido arrastrados por el temporal á la isla de Santo Domingo.

Con los restos de la armada de siete navíos con que había salido de Portugal, pudo apenas Vasconcelos tripular un solo barco; en él se embarcaron también los mermados restos de la expedición del P. Acevedo: ¡solos quedaban quince de los sesenta y nueve! Hiciéronse al mar el 6 de setiembre de 1571, y al octavo día al caer de la tarde, les dieron caza y entraron al abordaje cuatro buques franceses y uno inglés, todos de herejes, capitaneados por Juan de Cadaville. Murió Vasconcelos como bueno, aunque siempre infortunado en sus empresas, y murieron también, entre los gritos de odio á la religión y á los Jesuitas que proferían los herejes, los de la Compañía que iban á bordo, unos heridos con las armas, otros ahogados en

el mar. Al P. Díaz le acometieron los asesinos en el momento en que oía en confesión al maestro de la nave. De los arrojados al mar, dos pudieron alcanzar de noche á nado dos de los bajeles y, aunque á trueque de malas palabras y peores obras, lograron piedad de algún capitán menos desalmado.

En la Habana, atormentado por la incertidumbre de lo que había sido del P. Segura, trató desde luego el P. Rogel de que marchase allá con socorros y gente el H. Carrera. No pudo ser así por entonces, por detener á éste Menéndez en San Agustín de la Florida, aunque con la promesa de que en cuanto le fnese posible iría él en persona; cumpliólo al fin, y fueron con él el P. Rogel y el H. Carrera, para volver á poco con la completa certeza de lo que había pasado.

Todavía mientras duró el gobierno de Menéndez, á instancias de éste y por disposición de San Francisco de Borja, volvieron á la Florida á ayudar al ejército y colonos españoles el P. Sedeño y el H. Villarreal. Pero al marchar definitivamente á España, á fines de 1572, D. Pedro Menéndez de Avilés, llamado por Felipe II para entender en los preparativos de la expedición marítima á Flandes, trabajo en que le sorprendió la muerte dos años más tarde, faltó á la misión de la Florida el principal apoyo, celoso como fué Menéndez de defender y propagar la fe católica hasta el punto de merecer de S. S. Pío V, una carta autógrafa en que le mostraba su gratitud, en 18 de agosto de 1569.

El Señor abrió entonces al celo apostólico de la Compañía de Jesús un campo más extenso: el año 1573 fundó San Francisco de Borja la Provincia de Méjico, la cual, como nacida bajo tales. auspicios, llegó en corto tiempo á un estado por demás floreciente, y pagó, aunque algo tardía, la deuda que contrajo con la Habana, enviándola sujetos para fundar un colegio, en pago de los que de aquí fueron para el primer establecimiento de aquella provincia. Porque para procurarlo, se mandó que pasase á Méjico al P. Sedeño, como lo hizo junto con el H. Salcedo.

No fué éste el último adiós del P. Sedeño á la Habana: para darlo volvió otra vez al cabo de algunos meses, con la comisión que le dió el P. Pedro Sánchez, primer Provincial de Méjico, de visitar la residencia provisional que aquí aun duraba, y dar informe de si convenía ó no que continuasen los PP. en ella.

Desamparada la Florida, cesaba ya la principal razón y conveniencia por que se había puesto residencia en la Habana. Aquí era

ciertamente muy grande el fruto y la aceptación de nuestros ministerios y la estimación en que todos nos tenían; pero, como muy bien expuso el P. Sedeño, era la Habana entonces población corta y pobre, para que pudiese sostener sin gravamen una casa de Jesuitas, mientras por el Real erario ó de otra manera no se proveyese á su fundación. Acudió entonces, según dice el P. Alegre, el pueblo de la Habana al Rey con una representación, en que le manifestaba las extraordinarias ventajas que resultaban de la estancia de los PP. en su villa, que ciudad todavía no lo era, insistiendo sobre todo en la gran falta que hacían para la educación de la juventud, para lo cual, como lo llevaban ellos visto en los pocos años de permanencia de los Jesuitas, parece los había dotado singularmente el Cielo; concluían pidiendo se dignase S. M. darles el consuelo que pretendían, interponiendo su autoridad y augusto nombre para que no desamparase la Compañía país tan dócil hasta entonces á sus instrucciones y ejemplos.

Esperaron en la Habana los PP. hasta 1574, en virtud de ciertas esperanzas que se dieron desde España; pero viendo que no parecía darse orden ni modo para su definitivo establecimiento, los Superiores de Méjico y España determinaron, aunque no sin dolor, trasladarlos á Méjico. Obedeciendo á esta orden se embarcaron para aquella tierra, acompañados del sentimiento y súplicas de toda la Habana, los Jesuitas que aquí quedaban, PP. Juan Rogel y Antonio Sedeño y los HH. Francisco Villarreal, Juan Carrera y Pedro Ruiz de Salvatierra.

En la mente y en el corazón de todos estaba que aquel adiós no había de ser eterno. Los Jesuitas llevaban demasiado buenos recuerdos de la Habana, para renunciar á la idea de volver á ella; los habaneros, al echar de menos á los que habían sido padres de sus almas y del corazón y la inteligencia de sus hijos, prometíanse no perdonar ni á suplicas ni á ofrecimientos para traerlos. El tiempo se encargó de probar, que no eran vanas estas ilusiones, ni estos deseos pasajeros.

23

SAN CARLOS

No se llamó de San Carlos el Colegio ocupado por los Jesuitas en su segunda estancia en Cuba, durante el segundo tercio del siglo XVIII, sino de San José, que fué por voluntad del fundador su titular y patrono, aunque más comúnmente se le nombrara Colegio de San Ignacio ó de la Compañía; pero hemos encabezado así este capítulo, que comprende la segunda época de nuestra historia en la Habana, porque es el nombre que ahora lleva el edificio, desde que fué convertido en seminario; nombre que han hecho de eterna y grata recordación hijos de los más ilustres de Cuba, que en las aulas de este plantel, dotadas con las temporalidades del antiguo Colegio y secularizadas por el obispo Espada, leyeron como maestros ó se formaron como discípulos, en la primera mitad de la pasada centuria.

El historiador Arrate, que asistió á los principios, progresos y casi á las postrimerías de nuestro Colegio, con el amor é interés que revela el afectuoso y encomiástico capítulo que en su libro nos dedicó (y tómese el reconocer esta deuda como débil muestra de nuestro agradecimiento), evocando reminiscencias escolásticas, aprendidas de mozo en la universidad de Méjico, decía de él, de nuestro Colegio, significativamente por cierto, aunque no con la mayor propiedad ni el mejor gusto que era «el novissimus primus, quiero decir, el primero en la previsión y el deseo y el último en la ejecución ó establecimiento, conforme á aquel axioma filosófico: quod prius est in intentione, posterius est in executione.»

Y efectivamente, ya hemos visto en el capítulo anterior, cuándo tuvieron comienzo, de parte de los habitantes de la Habana, los deseos y peticiones de un colegio de la Compañía; pues bien, puede asegurarse con toda verdad, que continuaron sin intermisión durante el siglo y medio que tardó en establecerse, avivadas á cada momento por la vista de nuevos Jesuitas, que hacían escala en este puerto en el viaje de España á Méjico y Santa Fe, y que varias veces se detuvieron, forzados con amorosa violencia, y otras vinieron llamados ex profeso á predicar y dar misiones en la Habana y otras poblaciones de la Isla.

Antes de pasar adelante, queremos dejar advertido y sentado para no volver más sobre ello, que si se demoró la venida de los Jesuitas no fué por parte de la Habana, sino de los Superiores de la Compañía, que no quisieron aventurarse á una fundación que ha

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