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De vuelta á la capilla, desfilaron por delante del P. Palacio todos los concurrentes á quienes fué éste estrechando la mano y de quienes recibió sinceras felicitaciones y pruebas de afecto inequívocas. Los días siguientes fueron llegando á Belén numerosas cartas de adhesión á la idea emitida por el P. Palacio.

Esta fué, pues, la ocasión que dió origen al proyecto del álbum conmemorativo del día 22 de febrero de 1898; proyecto contra toda nuestra previsión y voluntad frustrado, y en sustitución al cual ofrecemos hoy este capítulo.

Digamos ya dos palabras acerca de los que fueron objeto de esta hermosa manifestación que acabamos de reseñar, acerca de los Jesuitas miembros un día del Colegio de Belén y que ahora descansan en paz, esperando la resurrección de la carne, en el panteón común que les deparó el amoroso celo del P. Palacio.

Treinta y tres hemos dicho que fueron los trasladados entonces al nuevo panteón; pero otros dos, aunque no fallecieron precisamente en la Habana, tenían derecho á ser enterrados junto con aquellos, como lo han sido después de aquel día los tres muertos últimamente en el Colegio, los PP. Bayona y Arrubla y el H. Eguía: de manera que ascienden en conjunto á treinta y ocho los fallecidos durante los cincuenta años.

En efecto: el P. Miguel Davi, á causa de lo quebrantado de su salud y por prescripción facultativa, tuvo que embarcarse para Europa y allí murió, en el Puerto de Santa María, á poco de llegar, víctima de la enfermedad que desde Cuba le perseguía, el 10 de junio de 1860, á los 36 años de edad y 16 de religión. Lo mismo sucedió al P. Tiburcio Morales, sólo que éste ni aun pudo llegar á España, pues que falleció, aunque á vista ya de Cádiz, á bordo del barco que lo conducía, el 30 de mayo de 1861, también á los 36 años de su edad y sólo 9 de Compañía.

He aquí el catálogo de los 36 Jesuitas actualmente sepultados en el panteón de la Compañía, en el cementerio de Colón de la Habana:

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El P. Bordas, aunque falleció aquí, no era miembro de este Colegio, en el que estaba sólo de paso para Méjico.

La lista que precede es sobrado elocuente para que nos detengamos en hacerle comentarios. La mitad próximamente de los que en ella figuran, cayeron heridos de la terrible enfermedad endémica del vómito negro ó fiebre amarilla, terror hasta hace poco de los forasteros en Cuba, entre los cuales parecía complacerse en elegir como víctimas las naturalezas más jóvenes y robustas; jóvenes son también la mayor parte, y tan en la flor de sus años muchos de ellos, que son diez y seis los que aun no habían cumplido los treinta. Por eso mismo, fuera del hecho de su muerte, poco es lo que puede decirse de ellos y de sus méritos, porque valían más como esperanzas y promesas, que como realidades.

Entre estas esperanzas malogradas merecen preferente lugar, porque lo tienen en la memoria de cuantos los conocieron, los dos jóvenes maestros de retórica, PP. Vinuesa y Asenjo, muertos del vómito uno tras otro en el breve espacio de un año, como si para bajar á la tumba hubiesen debido seguir el mismo orden con que vinieron á la vida, con que subieron á la cátedra y con que se sucedieron en la estimación de los que admiraron sus raros talentos, su erudición mayor que su edad y los hermosos frutos de su ingenio, que eran, á no dudarlo, flores de otros aun más sazonados.

Gustosa se detendría la pluma en recordar uno por uno la buena memoria de todos, ocultos muchos de ellos aun durante su vida en la oscuridad de sus oficios domésticos, de sus clases, de sus ministerios en bien de las almas, de la humilde observancia de sus reglas; pero sólo recordaremos algunos nombres, precisamente porque son los más conocidos. El P. Fesser, de apellido ilustre en la Habana, donde aun tiene deudos que le recuerdan, no nació aquí sino en Cádiz, pero estando en la Habana sintió la vocación de Dios, que á los treinta y cinco años y doctor en filosofía y en derecho, le llamaba de las vanidades del mundo, que tan halagüeñas se le mostraban, á la humildad y retiro de la vida religiosa, en la que floreció tanto en virtudes, que el suave olor de ellas trascendía al exterior y aun los niños le apellidaban el santo.

Insigne en enderezar á éstos por el camino del bien y de la virtud que con su ejemplo les hacía amable, fué el mejicano P. Enciso, quien, según hemos dicho, murió como bueno en Cayo Hueso, á donde había ido á suplir en el ejercicio de los ministerios al párroco de aquella iglesia, que había caído enfermo. También cayó á los pocos días de llegado, y para no levantarse, el P. Enciso, y suerte igual cupo en el término de siete días al apostólico P. Aviñó que fué á asistirle y á reemplazarle.

Los PP. Tusquets y Tensa consumieron la parte más larga de su vida en servicio de este Colegio. Todos los asiduos concurrenteg al templo de Belén conocían al primero; el segundo, hombre experto y prudentísimo, cuyo consejo buscaban y seguían prelados y personas muy graves, poseyó con eminencia diversa clase de conocimientos, y le cabe parte principalísima en la obra y en los méritos del Colegio.

Del P. Viñes y de su labor científica quedan hechos cumplido elogio y estudio en otra parte de este libro; pero no estaría de más presentar otro aspecto de su personalidad y de su vida, siquiera, y justamente por eso, por lo que para algunos pudiera tener de anacrónico. Porque á par de sabio, que lo cortés no quita á lo va

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