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potismo, porque estando tan recomendada la dulzura en el Evangelio, se opone á la cólera despótica con que se haría justicia el Príncipe y ejercería sus crueldades.» Montesquieu: Esp. de las leyes, lib. XXIV, cap. 3.°

(2) Son dignas de meditarse las siguientes palabras, tomadas del Pontifical Romano, las cuales dirige al Rey, Reina 6 Emperador el Obispo encargado de su bendición y coronación: «Habiendo de recibir hoy por nuestras manos la unción sagrada y las insignias reales, es conveniente que te amonestemos antes de recibir el cargo á que estás destinado. Hoy recibes la dignidad real y el cuidado de gobernar los pueblos fieles que te están encomendados. Lugar en verdad muy esclarecido entre los mortales, pero lleno de dificultades, ansiedad y de trabajos... tú también has de dar cuenta à Dios del pueblo que estás encargado de gobernar. En primer lugar observarás la piedad, y administrarás á todos indistintamente la justicia, sin la cual ninguna sociedad puede existir largo tiempo, concediendo premios á los buenos y las penas merecidas á los malos. Defenderás de toda opresión á las viudas y huérfanos, pobres y débiles. Correspondiendo á la dignidad real, serás para con todos benéfico, afable y dulce. Y te conducirás de modo que reines, no para tu utilidad, sino para la utilidad de tu pueblo, etc., etc.>> Se equivocaría mucho el que, al juzgar de la mediación de los Romanos Pontífices en la Edad Media, ya sea en las contiendas de nación á nación, ya en las que ocurriesen entre los pueblos y sus Reyes, tomase como base de sus observaciones la situación actual de la Europa, porque no debe olvidarse que aquella organización era muy distinta, y que entonces no había ni Congresos, ni Embajadores, ni Santa Alianza, ni equilibrio europeo, ni Gobiernos católicos y protestantes, constitucionales y monárquicos, ni otras consideraciones que en el día sirven de norma para las relaciones diplomáticas; por manera que, al paso que hoy sería inconcebible, y la opinión general rechazaría semejante arbitraje por parte de la Silla romana, entonces era buscado y respetado como una consecuencia de aquel orden de cosas, y de aquella unidad en lo eclesiástico y temporal, cuyo centro era Roma. (3) Walter, Manual, etc., 337.

$ 131.-Influencia de la Iglesia sobre el Derecho penal En la legislación penal de los pueblos antiguos y modernos ocupó siempre un lugar muy principal la pena de muerte y mutilación de miembros, y respecto de los reos que no se habían hecho acreedores á ser tratados con tanto rigor, casi

nunca entró en su espíritu otra idea que la de castigar al delincuente, ejerciendo sobre él una especie de venganza en nombre de la sociedad. La doctrina de la Iglesia fué en esta parte enteramente distinta, porque aborreciendo siempre las penas cruentas, procuró conciliar el castigo de los delincuentes con la enmienda y reforma de sus costumbres. Basta considerar, en prueba de esto, que los. Obispos procuraron con empeño durante la dominación romana libertar á los reos de la última pena, intercediendo por ellos cerca de los magistrados y Emperadores, logrando más de una vez arrancarlos de manos del verdugo, no para que quedasen impunes, sino para sujetarlos después à un régimen de penitencias públicas, pesadas por su duración y rigor, al cabo de las cuales se habían conseguido tres cosas: 1.a, el castigo del delincuente; 2.a, su arrepentimiento y corrección; 3a, la ejemplaridad de la pena. Esta intercesión de los Obispos por los reos, que fué considerada como uno de los deberes del Episcopado, no satisfizo los deseos de mansedumbre y lenidad de la Iglesia, porque los magistrados eran árbitros de acceder ó no á sus ruegos; sus miras fueron más adelante, logrando al cabo, à fuerza de constancia, establecer el asilo de los templos en toda su extensión, disponiendo en su virtud la legislación eclesiástica, y aprobándose por el derecho secular que los reos de cualquier delito que se acogiesen á lugar sagrado no pudiesen ser castigados con pena de muerte ni perdimiento de miembros (1).

(1) El espíritu humanitario de la legislación moderna sobre el Derecho penal con sus sistemas penitenciarios y carcelarios, etc., no es otra cosa, si bien se examina, que la aplicación de la doctrina de la Iglesia; por manera que los filósofos en esta parte no han tenido que hacer un grande esfuerzo de inteligencia, sino estudiar únicamente la legislación canónica, en la cual les ha sido muy fácil encontrar la base de sus teorías.

$ 132.-Influencia de la Iglesia sobre la abolición
de la esclavitud

La esclavitud sufrió un grande golpe cuando se anunciaron las máximas cristianas sobre la fraternidad universal; la

AUTORIDAD DE LOS PRÍNC. ACERCA DE LAS COSAS ECLES. 125 igualdad de todos los hombres ante Dios, por el cual serán juzgados sin acepción de personas; la procedencia de un mismo origen; el tener un mismo destino, y haber sido todos redimidos con la sangre de Jesucristo. Estas máximas, consignadas en las Escrituras y predicadas constantemente por los ministros de la religión, se concibe bien que al cabo de algún tiempo no dejarían de producir su efecto en el ánimo de los esclavos y de sus señores, haciendo recordar à unos y á otros que, si los que arrastraban las cadenas de la servidumbre no eran más que cosas á los ojos de aquellas leyes tiránicas y opresoras del género humano, en el orden moral, y bajo el aspecto religioso, también eran hombres formados á la imagen y semejanza de Dios. Encargada la Iglesia de realizar en el mundo la doctrina de Jesucristo, rechazó desde luego la distinción entre esclavos y hombres libres, admitiendo á unos y otros sin diferencia alguna á la participación de todos los derechos espirituales. Es verdad que no atacó directamente á la legislación del Imperio, porque no era ésta su misión, ni Jesucristo había venido tampoco á destruir la organización social ni los derechos de propiedad, de la cual formaban los esclavos una parte muy considerable; pero promovió de mil maneras la grande obra de la emancipación, trabajando entre tanto para hacer menos dura la condición de los desgraciados esclavos.

CAPÍTULO III

Autoridad de los Príncipes acerca de las cosas eclesiásticas

§ 133. La distinción entre el Sacerdocio y el Imperio
fué establecida por Jesucristo

Jesucristo, al fundar su Iglesia, estableció un Sacerdocio, al cual encargó su régimen y gobierno. Con las palabras Ite in universum mundum prædicate Evangelium omni creaturæ, les dió á los Apóstoles la divina misión que él había recibido de

su Eterno Padre; misión que había de trasmitirse á sus sucesores y perpetuarse de unos en otros hasta la consumación de los siglos, según la promesa de su Divino Maestro (1). Este origen divino de la sociedad cristiana trajo consigo la distinción entre el Sacerdocio y el Imperio, según la cual se echaron para siempre los cimientos de una eterna separación entre las dos potestades, correspondiendo á la autoridad sacerdotal las cosas pertenecientes á la religión y á la vida interior del hombre en el santuario de la conciencia, y á la autoridad secular el gobierno de la sociedad en los negocios temporales. Hubiera podido Jesucristo mover el corazón de los Emperadores y constituirlos jefes de la religión; pero, lejos de eso, el Cristianismo fué propagado contra su voluntad, y se consolidó la Iglesia bajo la dirección de otras personas encargadas de este santo ministerio.

(1) Evang. de San Mateo, cap. 28, v: 20.

$134.-Pruebas tomadas de la historia y de la tradición

Mientras la Iglesia estuvo perseguida es inútil decir que los Emperadores gentiles no pudieron tener ningún género de intervención en nada de cuanto perteneciese á su régimen y organización. Por la paz de Constantino cambiaron las relaciones, pero no pudieron cambiar la naturaleza é índole de las dos sociedades, cada una de las cuales se limitó á cumplir el objeto de su institución. En esta nueva situación la Iglesia continuó independiente como en los siglos anteriores, corriendo por cuenta de sus ministros todo lo perteneciente al dogma, la doctrina y la disciplina, y perdiendo los Emperadores el carácter de Sumos Sacerdotes ó Pontífices de la religión, como una consecuencia de haber abrazado el Cristianismo (1). Este principio fundamental fué siempre el que sirvió de guía á las dos potestades en la demarcación de sus respectivas atribuciones; principio que lo han recordado recíprocamente cuando han visto que se traspasaba la línea divisoria, como lo hizo el memorable Osío, Obispo de Córdoba, al Emperador Constancio cuando, demasiado comprometido en la causa del

arrianismo, procedió á juzgar y desterrar algunos Obispos firmes sostenedores de la fe católica (2).

(1) Los Emperadores continuaron aun después de Constantino titulándose Sumos Sacerdotes; título y facultades que no abdicaron desde luego, porque habiendo un grande número de ciudadanos que seguían las antiguas creencias y culto gentilico, hubiera sido impolítico desprenderse de la grande influencia que en tal concepto podían ejercer en la dirección de los negocios públicos.. Pero cuando más adelante se acabó de hundir el politeismo, y la religión cristiana se extendió triunfante por todos los ángulos del Imperio, entonces el Emperador Graciano († 383) dejó á un lado aquel título y facultades que ya le eran del todo inútiles. Por lo demás, no debe confundirse el Pontificado de los Emperadores con el Pontificado de los sucesores de San Pedro..

(2) Hé àquí las palabras én que el ilustre Prelado de la Iglesia de España consignó la doctrina reconocida y practicada constantemente por el Sacerdocio y el Imperio: Tibi Deus imperium commissit, nobis, quæ sunt Ecclesiæ, concredidit. Et quemadmodum qui tuum imperium malignis oculis carpit, contradicit ordinationi divinæ, ila et tu cave, ne quæ sunt Ecclesiæ ad te trahens magni criminis reus fias. Date scriptum est, quæ sunt Cæsaris Cæsari, et quæ Dei Deo. Neque igitur fas est nobis in terris imperium tenere; neque tu thimyamatum et sacrorum potestatem habes, Imperator.

$ 135.-Inconvenientes de reunir en una sola mano
los dos poderes

Es muy peligroso para la sociedad que un solo jefe reuna el poder secular y el poder sacerdotal, porque muy fácilmente se abre la puerta á la tiranía y despotismo; en tal caso no hay medio alguno de contener las demasías que pudiera cometer un Príncipe investido de tan inmensas facultades, si por otro lado no se le coartan con alguna forma de gobierno, en el cual otros poderes puedan contrabalancear el suyo. Tal vez es ésta una de las causas de la abyección y despotismo de los Sultanes y de los Gobiernos del Asia, y por punto general de todos los pueblos en los cuales no se haga distinción entre el Sacerdocio y el Imperio. Bien comprendió Augusto lo que esto significaba cuando, al levantar su trono sobre las ruinas de la República, procuró inmediatamente alzarse con el título de

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