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ros intereses y de su salvacion misma, ¿permanecerá tranquila espectadora? ¿Y sufrirá que unos estrangeros ó la suerte ciega de las armas le designen su señor, como un rebaño de carneros espera que se decida sobre entregarle en manos del carnicero, ó ponerle bajo la guarda de su pastor ?

Pero la nacion, dicen, se ha despojado de toda jurisdiccion; entregándose al soberano se ha sometido á la familia reinante, ha otorgado á los que de ella descienden un derecho que nadie les puede quitar, les ha constituido sobre sí misma; y ya ni juzgarlos puede. Aun con todo eso que la nacion reconozca un Príncipe, á quien deba someterse, ¿por qué no ha de impedir que éste la libre en manos de otro? Y pues que ella estableció la ley de sucesion, ¿quién mejor que ella, y quién con mejor derecho, puede designar la persona que se halla en el caso previsto y marcado por la ley fundamental? Digamos pues paladinamente, que la decision de esta importante controversia pertenece a la nacion, y á la nacion sola; y si los pretendientes han transigido entre sí ó nombrado árbitros, la nacion no está obligada á someterse á lo que de este modo hayan convenido, á menos que no haya prestado su consentimiento para la transaccion ó compromiso; porque Príncipes no reconocidos y cuyo derecho es incierto., de ningun modo pueden disponer sobre la obediencia de la nacion; la cual no reconoce juez alguno sobre sí en un negocio en que se versan sus mas sagrados deberes y sus mas pre

ciosos derechos.

Grocio y Puffendorf no se separan mucho en el fondo de nuestro modo de pensar; pero no quieren que se califique la decision del pueblo

ó de los Estados, de sentencia jurídica (judicium jurisdictionis). En hora buena no disputemos sobre los términos: sin embargo hay aqui algo mas que un simple exámen de los derechos para someterse al pretendiente que tenga el mejor. La autoridad pública debe juzgar toda contestacion que se suscite en la sociedad; y luego que se presenta incierto el derecho de sucesion, la autoridad soberana vuelve temporalmente al cuerpo del Estado, que debe ejercerla por sí mismo ó por sus representantes hasta que quede reconocido el verdadero sucesor. «Por la contestacion de este derecho, como que suspende las funciones en la persona de un soberano, la autoridad vuelve naturalmente á los súbditos, no para retenerla, sino para poner en claro á quién de los pretendientes se devuelve legítimamente, y deferírsela en seguida. No sería dificil apoyar con infinitos ejemplos una verdad tan constante por las luces de la razon; pero basta recordar que por los Estados del reino de Francia se terminó, despues del fallecimiento de Carlos, el Hermoso, la famosa contestacion entre Felipe de Valois y Eduardo III, rey de Inglaterra, y por mas que estos Estados eran súbditos de aquel en cuyo favor pronunciaron, no dejaron de ser jueces de la diferencia (1).

Guichardin, lib. 12, testifica tambien, que los Estados de Aragon juzgaron sobre la sucesion de este reino y prefirieron á Fernando, abuelo de Fernando, marido de Isabel, reina de Castilla, en concurrencia con otros parientes de Martin, rey de Aragon, que pretendian pertenecerles el reino (2).

(1) Respuesta por madama de Longueville á una Memoria por madama de Nemours.

(2) Ibid.

Lo mismo sucedia con los estados respecto al reino de Jerusalen, los cuales juzgaban sobre los derechos de los pretendientes á él, como se justifica por diversos ejemplos en la historia política de Ultramar (1).

Los estados del principado de Neufchatel han pronunciado muchas veces en forma de sentencia jurídica sobre la sucesion á la soberanía; y el juicio que en 1707 pronunciaron entre un crecido número de pretendientes en favor del rey de Prusia, fue reconocido por toda la Europa en el tratado de Utrecht.

67. Para dar mayor consistencia á la sucesion en un orden cierto é invariable, se halla hoy establecido en todos los estados cristianos, menos en Portugal, que ningun descendiente del soberano pueda suceder á la corona si no ha nacido de matrimonio conforme á las leyes del pais. Y como la nacion es la que ha establecido la sucesion, á ella sola pertenece tambien reconocer á los que estan en el caso de suceder; y por consiguiente de solo su juicio y del de las leyes debe depender el matrimonio de sus soberanos, y la legitimidad de su nacimiento,

Si la educacion no tuviese la fuerza de familiarizar el espíritu humano con los mayores absurdos, ¿habria hombre sensato que no se admirase viendo que tantas naciones sufren que la legitimidad y el derecho de sus Príncipes dependan de una potencia extrangera? La corte de Roma ha imaginado una infinidad de impedi. mentos y de nulidades en los matrimonios, y

(1) Véase la misma Memoria que cita el Epitome Real del P. Labbé, pág. 105 y siguientes.

al mismo tiempo se ha abrogado el derecho de juzgar sobre su validacion, y el de dispensar dichos impedimentos; de suerte que un Príncipe de su comunion no será dueño de contraer un matrimonio necesario al bien de su Estado. Esta verdad la experimentó por mal suyo doña Juana, hija única de Don Enrique IV, rey de Castilla, porque desde que los rebeldes publicaron que era hija de Beltran de la Cueva, favorito del Rey, a pesar de las declaraciones y del testamento de este Principe, el cual reconoció constantemente á Doña Juana por su hija, y la nombró su heredera, llamaron á la corona á Doña Isabel, hermana de Don Enrique y muger de Don Fernando, heredero de Aragon. Los señores del partido de Doña Juana la habian proporcionado un poderoso recurso negociando su matrimonio con Don Alonso, rey de Portugal; pero como este Principe era tio de Doña Juana, era necesaria una dispensa del Papa, y Pio II que estaba por los intereses de Fernando y de Isabel, rehusaba despachar la dispensa, bajo el pretesto de ser muy inmediato el parentesco, sin embargo de ser entonces muy frecuentes semejantes alianzas. Estas dificultades resfriaron al monarca portugués, y disminuyeron el celo de los fieles castellanos, por cuya razon todo fue favorable á Isabel, y la desgraciada Doña Juana tomó el velo de religiosa para asegurar el reposo de la Castilla por este heróico sacrificio (1).

(1) Este rasgo histórico me le ha ofrecido el Tratado de las conjuraciones de Mr. du Port de Tertre, al cual me refiero, por carecer de los historiadores origi nales. Por lo demas yo no me mezclo en la cuestion del nacimiento de Doña Juana, porque es inútil para mi ob

Si el Príncipe se propasa á casarse, no obstante la denegacion del Papa, expone su Estado

jeto. La Princesa no habia sido declarada bastarda segun las leyes: el rey la confesaba hija suya; y por otra parte, que fuese ó no legítima, los inconvenientes que resultaron de la denegacion del Papa, subsistieron siempre los mismos para ella y para el rey de Portugal. Ya que el autor cita el ejemplar de Doña Juana, hija de Don Enrique, y el de Doña Isabel, que sucedió á su hermano en el trono de Castilla y de Leon, nos ha parecido oportuno hablar de esto mas circunstanciadamen⚫ te, siguiendo lo que sobre ello han escrito Don Diego Enrique del Castillo en su Crónica, ya citada, el historiador Mariana, Zurita en sus Anales de Aragon, y Don José Ortiz y Sanz en su recomendable Compendio de la Historia de España, no porque los españoles lo ignoren, sino por ser una época célebre para la España, en cuyo trono se sentó la Reina Isabel con aplauso de sus súbditos, acreditando que merecia ocuparle.

La grandeza de Castilla y el Arzobispo de Toledo en el año de 1461 importunaban al Rey para que, pues no tenia hijos ni esperanza de ellos, mandase jurar á su hermano el Infante Don Alonso por príncipe y heredero de la corona. Estaba entonces Don Enrique ocupado en los negocios de Navarra, y habiendo regresado á Madrid, pasó á Aranda de Duero, en donde se habia quedado la Reina, y cuando llegó el Rey la halló preñada de tres meses. Le importunaban tambien para que trajese á la Corte á Don Alonso y á la infanta Doña Isabel, sus hermanos, en lo que convino, y puso a la Infanta con la Reina su muger, y nombró maestro del Infante á Don Diego de Ribera. En Marzo de 1462 se esperaba el parto de la Reina, y á mediados de él parió una hija, á quien llamaron Doña Juana, como su madre, no queriendo nadie persuadirse de que aquel fruto fuese del Rey, el cual era tenido de todos por impotente; y no solo se negaba sin rebozo que esta fuese hija suya, sino que la llamaban la Beltraneja, señalándola por padre á Don Beltran de la Cueva, mayordomo mayor del Rey, y que lo habia sido á ruego de este para borrar de sí la nota de impotencia, viendo que en siete años de su nuevo matrimonio no habia logrado ser padre. Hubo grandes fiestas

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