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Desde las aguas del Océano, dió el último adios á su patria, que no veia.

-Parece que el destino lucha siempre contra nuestras determinaciones, dijo amargamente doña María Francisca, al ver la lentitud con que empezó á marchar el navío por la falta de viento.

Triste y amarga fué para la infanta aquella navegacion, en la cual se indispusieron los mismos carlistas unos con otros, y en la cual hubo escenas que no debemos revelar, porque no son dignas de la historia.....

Ya en Inglaterra, todas sus esperanzas estaban fundadas en sus amigos que combatian en España; y cuando estos espusieron la necesidad de que se presentara su esposo en el teatro de la guerra á sostener el entusiasmo de sus partidarios, ella mismo fué la que decidió su marcha, atendiendo más á lo que iba á ganar que á lo que pudiera perder. Trataban algunos de diferir el viaje, y al saberlo la infanta, presentóse á com batir la demora ante el consejo en que se disponia la marcha. Entonces pronunció un discurso, enérgico como su alma, entusiasta como sus sentimientos, y con esa elocuencia femenil que lo adorna todo, concluyó con estas palabras:

-Quien aspira á ceñirse una diadema por la fuerza, no debe mirar los peligros, sino solo inquirir la posibilidad de alcanzar su objeto.

Venció, y la despedida de su esposo fué para siempre.

Sin duda lo presentia su corazon lacerado, porque se aumentó su tristeza: debia abrir su pecho á la esperanza, y le abrió al dolor. Para mitigarle, se rodeaba siempre de sus hijos y de su hermana; y en el cumplimiento de los deberes de madre, esa mision santa de la mujer, invertia el tiempo, daba motivo á su actividad, y alimento á su imagi. nacion.

Recogida en su quinta, ni aun la naturaleza tenia para ella ese encanto que infun le en los seres desgraciados. Solo en el seno de su familia hallaba el lenitivo de sus penas. Solo instruyendo á sus hijos, podia dar á su alma la tranquilidad que necesitaba. Inflexible en sus deberes de preceptora, no perdonaba en sus discípulos la menor falta; era más severa que indulgente, porque, el buen jardinero, decia, debe arrancar de la vid los vástagos nocivos para darla vida.

Pero ni aun con tales tareas podia calmar sn espíritu. Fija su atencion allende el canal de la Mancha, esperaba con avidez noticias de su esposo, del estado de la guerra, y lo que hoy era un suceso que infundia esperanzas, mañana era un hecho que las abatia. Contínua aquella lucha de sentimientos encontrados, solo cuando supo el inminente peligro de ser preso, en que se vió en una ocasion don Cárlos, fué cuando temió sériamente, y se sobrecogió su espíritu. Entonces conoció que ni

la presencia de su esposo, ni una batalla decidian la guerra; que esta iba á ser duradera, sangrienta; y que su triste situacion se prolongaba, y se prolongaba en un país estraño, donde se desconocia su categoría, donde era considerada como simple particular. Esto era lo que más la ofendia, lo que más minaba su existencia, lo que empezó á acercarla á su fin.

Sus padecimientos empezaron á verse reflejados en este espejo del alma, en el que solo se ven sus grandes emociones. Cuantos rodeaban á la infanta, temieron por su vida. Su palidez, su debilidad, y aquella forzosa calma en que procuraba encerrar como en el lecho de Procusto su indignacion, eran evidentes señales de su estado. Su hermana, la princesa de la Beira, trataba de reanimarla un dia, y la contestó:

-Agradezco tu tierna solicitud, Teresa, pero los dias de mi vida están contados, y tengo un sentimiento íntimo de que se acerca el último; por lo demás, yo no acuso á la Providencia divina, y reputaria de criminal mi arrogancia, si me atreviese á escudriñar sus insondables misterios. Dios me ha regalado un tesoro de tribulaciones, pero tambien me ha proporcionado ocasion de ejercitar mi paciencia. Su mano soberana nunca nos lega el mal sino para nuestra mayor perfeccion y felicidad. Religiosa contestacion que revela la amargura de su estado á la par de su cristiana conformidad.

La fiebre que sentia fué haciendo progresos; cayó en cama el 28 de agosto de 1834, y todos los esfuerzos de la ciencia fueron inútiles para contener los estragos del mal: eran heridas morales que no se curaban físicamente; por eso decia á los médicos, que confiaban curarla:

-El dominio de vuestra ciencia se estiende solo al cuerpo, y por eso no estraño vuestras esperanzas.

Pero estas se trocaron pronto en dolor: se agravó el mal, y la muerte se veia ya inevitable, cercana. Previendo la ilustre enferma su próximo fin, pidió un dia quedarse sola con su hermana, y estrechando entre sus ardorosas manos las de la de Beira, le dijo con voz débil y pausada:

-Hermana; toda una eternidad nos va á separar muy pronto; bien quisiera que en el último momento todos mis afectos estuviesen reconcentrados en un solo punto; pero veo que esto no puede ser: mi esposo, tú y mis hijos teneis igual derecho á ellos; cuida de mis hijos, de esas pobres criaturas huérfanas y proscritas en un suelo desconocido: hermana, confio en tu mucho amor; sé su segunda madre, no les abandones jamás.

Las lágrimas de la princesa ahogaron la contestacion que deseaba darla: sentia demasiado su corazon en aquel supremo instante para que pudiera su boca articular una sola palabra. Lo notó la enferma, y añadió con dulzura:

--Veo que no vas á desempeñar bien la mision que te he encargado: si mis hijos te ven llorar, llorarán tambien, y en ese caso sufrirán mucho: consuélate, y véte á descansar un rato, porque quiero estar sola algunos minutos.

Tales palabras parecieron aliviarla de un grande peso, y durmió despues. Preveia sin duda que la que recomendaba fuese la segunda madre de sus hijos, habia de ser tambien la esposa de don Cárlos.

Al ver ya más próximo el término de su vida, convocó tambien á sus dependientes alrededor de su cama, en aquel cuarto que revelaba más pobreza que opulencia, tristemente alumbrado por una vela coloca da sobre una pequeña mesa. Todo infundia allí tristeza, todo imponia. La enferma les dijo:

-Amigos mios, voy á espirar, y espero me perdonareis los agravios que pueda haberos hecho, y que habrán procedido, más bien de la violencia de mi genio, que de la perversidad de mi corazon. Ahora solo me resta implorar la misericordia de Dios.

Estas palabras fueron escuchadas con ese triste silencio que rodea el echo de un moribundo; silencio interrumpido solamente por las esclamaciones de dolor, por los gemidos que exhalaban los que constituian el complemento de tan terrible cuadro: lágrimas eran aquellas de verdadero sentimiento, porque no podia menos de inspirarle aquella desgraciada señora. Eran sus amigos los que la rodeaban, eran los la rodeaban, eran los que la amaban con veneracion y respeto.

Pasó la noche sumida en un estupor profundo. Al dia siguiente esperimentó esa mejoría precursora de la muerte; y á las once y media de la mañana entregó tranquila su alma al Criador: era el dia 11 de julio. Sus funerales fueron celebrados pocos dias despues en la capilla católica de Gosport.

Para don Carlos y para la causa carlista fué una pérdida irreparable. Ella infundia aliento en el corazon del esposo, y fanatizaba el entusiasmo de sus amigos; ella sabia distinguir, por lo general, el mérito de estos, y parecia estar encarnada en ella el alma de aquella revolucion.

Doña María Cristina perdió una muy poderosa enemiga, que la hubiera combatido siempre con terribles armas.

Años despues, en medio del campamento, y en la ambulante córte de don Carlos, hubo escenas terribles que ella hubiera evitado, como supo evitar otras. Algunos la recordaban con sentimiento. En política, la de la Beira no llenó jamás el vacío que dejara su hermana.

LIBRO SEGUNDO.

I.

Llegamos al período sangriento de nuestra moderna historia. Una muerte le inaugura: lágrimas y aplausos le terminan. ¡Horrible tragedia que comenzó con la muerte del rey y acabó con la entrada de Cabrera en Francia!

A la par que las puertas de la eternidad para Fernando, se abrieron las del templo de Jano para España. Siete años estuvieron abiertas, y ni un solo dia dejaron de derramarse lágrimas y sangre.

Los que se han asombrado con la guerra de La Vendée, los que han ensalzado el heroismo de los realistas bretones, lean estas páginas, y comparen guerra con guerra, á los vendeanos con los vascos, á los bretones con los catalanes, aragoneses, valencianos y castellanos, y verán una lucha de gigantes al lado de una de pigmeos; una lucha de héroes al lado de una de hombres.

Si hubo allí ilustres víctimas, hubo aquí gloriosos mártires: y si al fin del siglo XVIII, cuando se dudaba apenas de la divinidad de los reyes y de la pureza de la religion, solo pudo sostenerse algunos meses una lucha en defensa de tan caros objetos, á la mitad del siglo XIX en que ya habian luchado y vencido los pueblos á los reyes, y en que se cuestionaban las doctrinas religiosas, se sostuvo siete años una guerra sin igual.

Destino es de la España asombrar tambien al mundo con sus discordias. Divididos sus hijos se equilibran sus fuerzas, y despues de mil y mil combates no hay vencidos ni vencedores; no hay más que reconciliados españoles.

Pero no adelantemos los sucesos.

ACTO DIPLOMÁTICO DE ZEA.

II.

A las dos de la tarde solia acudir Zea al ministerio, en donde permanecia hasta media noche. Hallábase, pues, en su secretaría, cuando le participaron la muerte casi repentina del rey, acaecida á las tres menos cuarto de aquella tarde,-29 de setiembre. Quedóse un momento pensativo, y brotó á su mente un pensamiento que puede muy bien considerarse como la base del reinado de doña Isabel II.

Así como en las crísis de las revoluciones salva la audacia, en aquella situacion grave, presagio de una guerra cruenta, una resolucion sábia podia trastornar muchos planes.

Halagado el ministro con su idea, citó inmediatamente á su despacho á las autoridades de Madrid, y á Quesada, Martin de San Martin, Freire y otros personajes, que acudieron solícitos á tan presurosa llamada.

Reunidos, les llevó á la cámara donde lloraba desolada la reina viuda. Aquel momento era supremo; y aprovechando Zea astutamente la dolorosa impresion que habia de hacer en el corazon de aquellos militares, de generosos sentimientos, la presencia de la jóven viuda del rey, hija de reyes, hermosa en medio de su dolor y de sus lágrimas, rodeada de sus inocentes hijas, huérfanas en la cuna, y al borde de un precipi. cio, se dirigió á los que le rodeaban, y les dijo en parecidos términos: -Señores: S. M. ha muerto..... su ilustre viuda, identificada con nosotros en sentimientos, española por cariño, y deseando la felicidad de la monarquía, quiere saber de vds. si puede contar con su lealtad y la de la guarnicion para conservar el órden y cumplir lo mandado por el rey, como leales militares y buenos españoles.

Sin vacilar, protestaron todos su adhesion á favor de la reina; y la manifestaron con la conmocion propia de aquel acto imponente. A seguida firmaron una manifestacion que garantía su compromiso.

Con todos los jefes de los cuerpos repitió Zea este acto dramático: y todos juraron, sin ver lo que firmaban muchos de ellos.

Al dia siguiente, al publicarse en la Gaceta la muerte del rey, sabíase lo que pasó en palacio la tarde anterior, y los ofrecimientos de los embajadores de Francia é Inglaterra, á quienes tambien interesó Zea.

Los carlistas se quedaron estupefactos, y sin comprender lo que pasaba. Veian entre los firmantes á algunos que estaban iniciados en sus planes y afiliados á su causa, y estos mismos, cuando la reflexion les hizo caer en cuenta de lo que habian ejecutado, no supieron si era para

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