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se propasaba á tomar el nombre de su esposo, para alentar á sus parti· darios. Ordenes secretas se comunicaban á nombre del infante, de las cuales no tenia noticia, comprometiéndose así su dignidad, ensalzándole para con unos, y desprestigiándole para con otros.

XV.

La época en que se desliza nuestra juventud, suele influir poderosamente en nuestro porvenir. Tambien es grande el influjo de los estudios: una y otros son enseñanzas que se inculcan en el corazon. Pero no todos obedecen á las lecciones que han recibido, ni se someten á sus preceptos. Se aprende quizás con ellas á pensar, y se deducen consecuencias contrarias á las legítimas.

Don Carlos nació á la par que la revolucion francesa, en 1788, y tuvo á la de España por escuela; pero las lecciones que dan los pueblos rara vez llegan á los régios alcázares: débiles ecos que se estrellan en las murallas de piedra, como las olas del mar en las rocas que las contienen.

Cuando se abolian en el país vecino la nobleza y distinciones, se colgaba en los hombros del recien nacido, y junto á la misma pila bautismal, el toison de oro y la cruz de Cárlos III, su padrino y abuelo.

Hijo y nieto de reyes, es régio y grande cuanto le rodea, y al hacerle cristiano el sacerdote, parece que el agua misma que le purifica religiosamente, sirve de baño para preservarle de las ideas que comenzaban á invadir el mundo. La misma atmósfera que le rodea, impregna en su corazon los sentimientos de la aristocracia monárquico-religiosa de la córte.

Estos mismos principios guian sus primeros pasos: el duque de la Roca y el marqués de Santa Cruz vigilan su educacion: su instruccion religiosa y moral es encomendada al venerable P. Scio, el hombre docto y profundo, el traductor y sagaz anotador de la Biblia. Scio no podia menos de sacar un discípulo eminentemente religioso: el principal libro de su maestro era ese antiguo tesoro del mundo, ese inagotable manantial de bellezas, ese código sublime de todos los pueblos y de todas las naciones; pero no se le enseñaba con la sencillez que le escribieron sus inspirados autores, sino con las interpretaciones de otros hombres muy distantes de la pureza de aquellos tiempos.

El corazon del infante se alimentaba con esceso de fé, si en ella puede haberle; pero no creemos errar afirmando que en el esceso de la fé empieza el fanatismo, la supersticion, y algo de esto se vió despues en el hombre. Al mismo tiempo, y sin que parezca un contrasentido, adquiria don Cárlos una moralidad profunda, ejemplar; una justifica

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cion sublime, religiosa; caridad evangélica y rectitud cristiana. Ni en el jóven, ni en el hombre se vieron vicios: siempre fué virtuoso don Cárlos.

Don Vicente Maturana fué su maestro de táctica militar: no se cuentan muchos guerreros en nuestros príncipes modernos, que no se conmovieron con las conquistas de Alejandro, con las campañas de César, ni con los recientes triunfos de Federico II, el gran capitan del siglo XVIII.

Don Cristóbal Beucomo le dió á conocer los poetas Venusino y Mantuano, la obra del mejor hablista que exacto historiador Mariana; y con los paralelos de Plutarco quiso mejor don Cárlos parecerse á Arístides en lo justo, que conmover al mundo con los estrepitosos hechos de otros grandes hombres.

Era religioso antes que todo, y nada queria que no viniese de Dios; Tanto esperaba en El, que aconteció un dia hallarse rezando con rey en el coro del Escorial, y acometido el monarca por un accidente, cayó al suelo, revolcándose violentamente entre el reclinatorio y la silla, con peligro de estropearse: don Cárlos, que estaba á su lado de rodillas, quedó inmóvil como una estátua, y levantando los ojos y ambas manos al cielo, no hizo otra cosa que clamar: Señor, salvad al rey.

La reina doña María Luisa, sin dejar de amar á ninguno de sus hijos, como saben hacerlo las madres, distinguia más á don Cárlos que al primogénito Fernando, en quien no veia ni la religiosidad ni la piedad que en el hermano que le sucedia. Era además el mayor desaplicado, indolente, y voluble en sus afecciones.

Tambien Carlos III preferia al nieto de su nombre, y cuando le presentaban á éste y á Fernando, cogia en sus brazos al menor, diciéndole: -A tí, hijo mio, no te quieren los cortesanos: ven tú, pobrecito, tú serás.su rey.

¿Qué significaba esta profecía en boca de Cárlos III? ¿Conocia que no era el carácter de Fernando para gobernar la España? ¿Confiaba en las buenas prendas de su modesto hermano? ¿En la nobleza del carácter español? La Providencia solo sabe los pensamientos que abrigaba la mente de aquel rey, que murió dirigiendo palabras lisonjeras á Cárlos, y consejos que parecian reprensiones, á Fernando.

Hombre ya este, su primer paso político fué la desobediencia del hijo, la inconsecuencia del ciudadano. Aunque participase por puro patriotismo del sentimiento de todos los buenos españoles, aunque se doliese como ellos de la degradacion de la majestad en manos de un valido, nadie menos que él debia ser el eco del dolor general. Su hermano fué de todo punto estraño á lo ocurrido.

Proclamado ya rey Fernando, con gran contento del pueblo estra

viado, que solo vió en su persecucion el odio del favorito, á quien ya no pudo tolerar cuando en 1808 avisó el emperador su venida á España, salió á recibirle hasta Tolosa de Guipúzcoa, acompañado de don Cárlos. Avanzaron, penetraron en Francia, y ambos fueron retenidos. No obraron entonces como príncipes españoles lejos de su patria; parecia que dejaron en ella el intrépido y noble aliento español.

A su regreso, y cuando habia terminado la guerra, comienza Cárlos su carrera militar de coronel de la brigada de carabineros, en 14 de junio de 1814. A los dos meses es nombrado generalísimo, y figura en el consejo como hombre político.

Quiere ser Mecenas de las letras, y las universidades de Alcalá, Sevilla y Valladolid le tienen de protector en 1815.

En setiembre de 1816 se casan ambos hermanos, con dos hermanas tambien, infantas portuguesas.

La insurreccion de Riego en las Cabezas de San Juan, estimuló al rey á nombrar en 3 de marzo una junta reformadora de la marcha de los negocios públicos, cuya presidencia dió á don Cárlos; pero era tarde para transigir con la revolucion: á los pocos dias un molin que tuvo más adelante tristes consecuencias, destruyó todo lo existente, y el monarca absoluto se avino á ser constitucional. Desde entonces la vida pública de don Cárlos se confundió entre el torbellino de tantos acontecimientos, mostrándose decididamente constitucional (1).

Terminó el sistema liberal: pasaron dos años, y el partido apostólico puso en juego á don Cárlos. Aquí se nos presenta ya el personaje de nuestros dias: ya tenia su carácter propio, ya representaba en la escena política un papel importante. El hombre de 1825 es el mismo de 1835: no habia en él más diferencia que la variacion del teatro: pasó de Madrid á Navarra, del palacio al campamento, de los dorados salones á pobres y miserables alojamientos, trocando las magníficas carrozas por las espaldas de un entusiasta provinciano, llamado el burro de don Cárlos.

Veíase en el infante austeridad en sus costumbres, pero no en su trato: afable con dignidad, gustaba de chistes picantes, pero con decoro. Su conversacion ha sido siempre festiva, y en los ratos que dedicaba por la tarde al paseo por el campo, al que era aficionado, la sostenia con las diferentes personas que le acompañaban, á quienes traia en juego y solaz. Tenia hácia el bello sexo la galantería decorosa de nuestros antiguos; le amaba con castidad, y deseaba hallar en su sociedad alguna interlocutora. Esclavo de su palabra, cuantos pretendientes le oyeron decir descuida, contaron segura la concesion. En las audiencias se enteraba de

(1) Véanse documentos, números 8, 9 y 10.

tenidamente, y convencido de asistir á cualquiera la razon, ningun ministro le sorprendia en el despacho. Más celoso por la religion que por la política, descuidaba las cosas de la tierra por atender á las del cielo, habiendo hecho una vez esperar durante una hora á un general que, teniendo su ejército batiéndose, acudia á consultarle un movimiento decisivo. Confiaba más en su generalísima la Vírgen de los Dolores, que en las armas de sus soldados; y así como la intercesion del cielo y las oraciones de Pedro el Ermitaño dieron la victoriosa palma en Jerusalen á los cruzados de Godofredo, segun aprendió del Tasso, así creia obtener tambien su corona.

Esta fé religiosa, ó más bien fanatismo supersticioso, le hacia aparecer como un héroe en los campos de batalla. Cual si tuviera el escudo de Eneas, ó fuera invulnerable como Aquiles, permanecia sereno, impávido, envuelto sin moverse entre el polvo que levantaban las balas que caian á sus piés. Temian por él y por sí mismos cuantos le rodeaban de su escolta, pero se sonreia don Cárlos de sus temores, y permanecia quieto. Confiaba en Dios, y nada temia. Esta conviccion le daba un valor que rayaba en heroismo. Don Carlos hubiera ido al martirio sonriendo.

Los principios religiosos que formaban en él sus convicciones, le hacian mirar los sacrificios de sus defensores como deberes de conciencia, y más de una vez se le oyó contestar al que de ellos hacia alarde demandándole algun premio: Has cumplido con tu deber, y consideraba esta contestacion suficiente recompensa. Esto esplica lo parco que ha sido en la concesion de títulos, grados y honores.

Amigo, más que hermano de Fernando, le amaba con aquel cariño que engendra en dos personas la mútua participacion de unas mismas desgracias.

La fé que tenia don Cárlos en sus ideas religiosas, le hacia ser bondadoso con sus criados, afable con todos, y revestirse para mandar de aquella dulzura que el Evangelio le enseñaba en sus santos varones. Fuese por debilidad de carácter ó por supersticion, rebajaba algunas veces la dignidad del príncipe con ciertos actos, propios solo de un monje.

El órden que reinaba en su persona y en su cuarto, le estendia á su familia y á cuanto le rodeaba. Cada uno ocupaba su verdadero lugar, y aunque dispensaba alguna falta, no dejaba de corregirla. Económico sin ser tacaño, y generoso sin ser pródigo, sabia distribuir recompensas domésticas, y dejar obligado al que las recibia.

El pueblo, para el que nunca son desconocidas las acciones de sus príncipes, apreciaba en su justo valor las de este, y las ensalzaba exagerándolas, como suele hacer con cuanto le agrada. Corrian, pues, cre

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