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-Los frailes no beben el agua de las fuentes públicas; las tienen particulares en sus conventos; ellos son los envenenadores. Y bastó esta idea para que corriendo de boca en boca, y comentariándose por cada cual, adquiriera colosales proporciones. El dicho era tan absurdo para la gente sensata, que ni aun creia mereciese la importancia de ser refutado; así se le dejó crecer, y se vió á aquella calumnia, como á la sombra de Edipo,

Levantarse, crecer, tocar las nubes,

Y en el profundo abismo hundir la planta.

Escogida ya la víctima, fácil era considerarla criminal; bastaba ver á un fraile arrimarse á una fuente, para que fuera envenenador: se vió á un muchacho jugar entre unas cubas, y descargó sobre él la furia popular, porque se dijo que se valian hasta de los niños para no infundir sospechas de su depravado intento.

Los frailes eran ya, pues, los judíos de la gran peste del año 1349 en Francia (1), los untadores de que nos habla el autor de la oda á la muerte de Napoleon en otra magnífica obra, que es la joya moderna de la Italia (2). No parece sino que el populacho de San Petersburgo, de París y de Madrid y otras partes, era el mismo vulgo francés del siglo XIV, y milanés del siglo XVII. No habia más diferencia sino que las ideas favorecian entonces á los frailes, y en España, en 1834, les perjudicaban; por lo demás, júzguese por las líneas que de la obra de Manzoni traducimos, si son adaptables aquellas escenas á las de Madrid.

Era el año de 1630, y el cólera morbo habia invadido el Milanesado, y la capital empezaba á estar tan consternada como Madrid en 1834. En Madrid se creyó envenenada el agua: en Milan las calles, las casas, etcétera, etc.

«Habíase de nuevo visto, dice, ó parecia verse por esta vez untadas las paredes, las puertas de los edificios públicos y de las casas particulares y los llamadores. La nueva de tales descubrimientos volaba de boca en boca, y como acontece en las grandes preocupaciones, el oirlo hacia el efecto que hubiera podido hacer el verlo. Los ánimos, mucho más sobrecogidos con la presencia del mal, irritados con la insistencia del peligro, admitian mas voluntariamente aquella creencia, que la ira anhela castigar, y como observó agudamente á este mismo propósito un escritor, el P. Verri, aman mejor atribuir los males á una iniquidad humana,

(1) Creyendo el pueblo que los judíos habian envenenado los pozos y fuentes (que originó en su concepto la epidemia), los mataba y condenaba á las llamas sin otro exámen, y se cometieron tales violencias, que las madres se arrojaban con sus hijos en las hogueras en que ardian sus maridos, para que despues de su muerte no bautizasen á sus hijos. (2) Promessi Sposi, Storia Milanese del secolo XVII, di Alessandro Manzoni.

contra la que puedan desfogar su tormentosa actividad, que reconocer-los en una cosa contra la cual solo sea posible la resignacion. Un veneno esquisito, instantáneo, penetrante, eran palabras más que suficientes á desplegar la violencia y todos los más ocultos y desordenados accidentes del morbo. Se decía compuesto aquel veneno de sapos, de serpientes, de esputos de apestados, etc., y de todo aquello que la salvaje y perversa fantasía supiese encontrar de sucio ó de atroz. Añadiéronse á esto los maleficios, para los cuales todos los efectos eran posibles, todas las objeciones perdian su fuerza si resolvian la dificultad. Si los efectos no surgieron inmediatamente á la primera untadura, era porque habia sido una tentativa incompleta; ahora estaba perfeccionado el arte, y la voluntad más furiosa en el infernal propósito. Quien hubiera sostenido que era una burla, quien hubiese negado la existencia de una trama, pasaba por ciego, por obstinado, si acaso no se hacia sospechoso de hombre interesado de separar de la verdad la condenacion pública, de cómplice, de untador: el vocablo fué bien pronto comun, solemne, tremendo. Con tal persuasion, el que fuese untador se debia descubrir infaliblemente: todos estaban sobre aviso; todo acto inspiraba recelos, y los recelos se convertian ligeramente en certeza, la certeza en furor.

>>Dos ejemplos refiere Ripamonti, advirtiendo haberlos escogido no como los mejores entre tantos de los que acontecian diariamente, sino porque de ambos podia hablar como testigo (1).

»En la iglesia de San Antonio, en un dia de no sé qué solemnidad, un viejo más que octogenario, despues de orar de rodillas, quiso sentarse, y antes, con la capa, limpió el polvo del banco.-¡Aquel viejo unta el banco! esclamaron á una algunas mujeres que vieron el acto. Las gentes que se encontraban en la iglesia (¡en la iglesia!) se arrojaron sobre el anciano, le arrancaron sus blancos cabellos, lo estrujaron á puñetazos y patadas, le arrastraron fuera semi-vivo para llevarlo á las prisiones, á los jueces, á la tortura.-Yo le vi arrastrado de aquel modo, dice Ripamonti, no supe más de él: creo que no podria sobrevivir.

»>El otro caso, al dia siguiente, fué igualmente estraño, mas no igualmente funesto. Tres jóvenes franceses compañeros, un literato, un pintor y un mecánico, que fueron á Italia á estudiar sus antigüedades y procurarse ganancias, se habian arrimado á no sé cual parte esterna de la iglesia, y la estaban contemplando atentamente. Uno, dos, y otros pasajeros se detenian y hacian un corro para contemplar y examinar en ellos, que el traje, el peinado y el aspecto les acusaba de estranjeros, y lo que era peor, de franceses. Sucedió que para cerciorarse de que aquello era mármol, estendieron la mano para tocar. Bastó. Fueron envueltos, atados, mal llevados, empujados con sacudidas á la cárcel. Por buena suerte, el tribunal estaba cerca de la iglesia, y por una suerte aun más feliz, fueron encontrados inocentes y puestos en libertad.

»Y no solo tales cosas sucedian en la ciudad: el frenesí se habia propagado como el contagio. El caminante que fuese encontrado por aldeanos fuera del camino real, ó que en él fuese visto irse deteniendo, ó echarse á reposar, el desconocido á quien se encontrase alguna cosa

(1) Página 96.

de estraño, de desconfianza en el rostro, en el traje, era untador: al primer aviso de cualquiera que fuese, al grito de un muchacho, se tocaba á rebato, se corria, y los infelices eran apedreados, ó se les conducia furiosamente á las prisiones. Y la prision, hasta cierto tiempo, fué un puerto de salvacion (1). .

Pero, oh fuerza admirable y dolorosa de una preocupacion general! no al prolongado amontonamiento de las personas; no á las repetidas multiplicaciones de los contactos infinitos, atribuian los más aquel efecto, lo atribuian á la facilidad que los untadores habian encontrado de ejecutar en grande su impío designio. Se dice que, mezclados con la multitud. infestaron con su ungüento á cuantas más personas pudieron. Mas, como aun esto no parecia medio bastante ni apropiado á una mortalidad tan estraordinaria y tan difundida en todas las clases, y como por lo que parece, no era posible, ni aun al ojo atento é investigador de la sospecha, descubrir untos y mágias de aquella forma sobre el paso, se recurrió para la esplicacion del hecho á aquel otro, encontrado ya viejo y recibido entonces en la ciencia comun de Europa, al de los polvos benéficos y maléficos, diciéndose que los tales polvos, esparcidos por lo largo de la vía, y principalmente en los sitios de descanso de la procesion del dia anterior, se agarraban á los bajos de los vestidos, y mejor á los piés, que en gran número iban descalzos aquel dia.»-«Ví, por lo tanto, dice un escritor contemporáneo (2), el mismo dia de las procesiones, la piedad chocar con la impiedad, la perfidia con la sinceridad, lo perdido con lo adquirido.»

Era en aquella vez cuando el pobre sentido humano chocaba con fantasmas creados por él.

EL 17 DE JULIO EN MADRID.

CXXV.

Los frailes eran los fantasmas del populacho de Madrid, que, desenfrenado y rabioso, empezó por asesinar al fraile que veia en la calle, y acabó por escalar los conventos, robar las celdas, y profanar los sagrados templos. Hombres infames y mujeres inmundas corrian por los claustros y hasta por las iglesias, asesinando los unos y robando las otras. Allí no era respetada la juventud ni la ancianidad; allí no se atendian las súplicas de los que en toda su vida no habian hecho más que dirigir plegarias al Eterno; nada ablandaba el empedernido corazon de aquellas furias, que, no contentas con ensangrentar los suelos y saquear las celdas, arrojaban por las ventanas los muebles que no podian

(1) Ripam., páginas 91 y 92.

(2) Agostino Lampugnano: La pestilencia seguita in Milano l'anno 1630.

llevarse, las estampas y cuadros que desgarraban, y dejaban por todas partes las huellas de la destruccion.

En San Isidro, en Santo Tomás, en San Francisco, en la Merced..... tuvieron lugar escenas horribles. Pero veamos su comienzo.

La estraordinaria mortandad que se desarrolló en el 17 de julio en Madrid, aterró los ánimos, ya sobresaltados, y el gobierno, que hasta entonces obrara con poco acierto y mucha torpeza, ocultando y negando lo que á todos era un hecho, empezó en este dia á tomar disposiciones militares, cuando debió haberlas tomado de prevision. Don José Martinez de San Martin, superintendente de policía y capitan general á la sazon del distrito, era la autoridad á quien estaba encomendado el sostenimiento del órden.

Ya habia empezado á alterarse este por algunos grupos de gente díscola y mal avenida con la tranquilidad, á los cuales se unian los muchachos andrajosos y los curiosos imprudentes. Visitaban las fuentes en busca de envenenadores, se iba aumentando aquel desordenado tropel á su paso, y la contínua vista del Viático, de los muertos conducidos en carros, aumentaba su furia, que estalló en gritos, luego en provocaciones, y acabó por asesinatos.

Una de aquellas turbas oyó cerca de San Isidro decir en alta voz á un sargento de ex-realistas, «que era menester matar á los urbanos.>> Oyele uno, le acomete, se le unen otros, corre el acometido á refugiarse en la iglesia, y como motivo para quebrantar el sagrado asilo, dice uno: - «Es un emisario de los jesuitas, de los envenenadores. »

Y esto bastó para que se introdujese aquella turba, entre la que habia algunos urbanos, indignos de llevar las armas que la patria les confiara; y dentro de aquel templo de las ciencias y de las letras, de aquel santuario de Dios, atropellan, hieren, asesinan sin piedad á los indefensos é inocentes religiosos, que, en vez de resistirse defendiendo sus vidas, demandaban misericordia. Algunos se salvaron en una capilla por los esfuerzos de un valiente militar; otros debieron la vida á algunos milicianos, y para libertar á otros se los llevaban presos; pero no salvó esto á algunos, que fueron asesinados en la calle (1).

La insurreccion cunde instantáneamente, y las escenas de San Isidro se reproducen en Santo Tomás, en la Merced, en San Francisco, en Atocha..... rompiendo en unas partes las puertas á balazos, y causando en todas estragos y víctimas.

La milicia urbana permanecia en tanto formada esperando las órde

(1) En la de Barrio Nuevo, y cerca de la casa donde el autor de esta obra vivia, fué asesinado su profesor de latinidad, el padre Fernandez, à quien llevaban preso.

Томо 1.

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nes de la autoridad. Esta acudió á San Isidro, y solo llegó á tiempo de salvar algunas víctimas. Fué despues á Santo Tomás á presenciar el horrible cuadro que presentaba el interior del convento. Pasó luego San Martin al ministerio de lo Interior; envió fuerzas desde allí á San Francisco y á la Merced, á donde tuvo que ir despues en persona, y mandar en busca de artillería para reducir á los insurrectos, acudiendo en auxilio de otros conventos amenazados, que debió haber custodiado antes. Así se hubieran evitado cerca de ochenta víctimas.

Culpable, nunca cómplice, de aquellas, aparece don José Martinez de San Martin. Como superintendente de policía, debia saber el estado de los ánimos, y pudo evitar que fuera una realidad lo que se anunciaba debia realizarse; y si en la mañana del 17 lo temia ya en el mero hecho de poner la tropa sobre las armas, y distribuirla en algunos puntos, ¿por qué no guardó los conventos, que eran el blanco de la saña popular, que fueron el campo de los escesos de la tarde y de la noche? No aumentaremos con nuestros cargos los que ya han caido sobre quien no puede defenderse; pero consignemos su torpeza é imprevision, su falta de energía, su responsabilidad. Hizo dimision, y le reemplazó Castro-Terreño.

El ministerio nada evitó tampoco. Sin duda le servian de estudio las impresiones de aquellas trágicas escenas.....

Algunos han acusado á la milicia urbana de complicidad. El que vivia en Madrid entonces, pudo haber visto los batallones formados, obedientes á la voz de sus jefes, que evitaron los desórdenes que se les previno. Hubo algunos indivíduos espúreos; pero el crímen de uno no cae sobre todo un cuerpo. ¿Llamaríamos al clero regicida, porque lo fué un sacerdote?

La mayor parte de los jefes y oficiales de la milicia, elevaron á la reina enérgicas y sentidas esposiciones, manifestando su horror á tales crímenes, su deseo de que se castigaran breve y ejemplarmente, y se espulsara de las filas á los pocos que no acudieron á la formacion.

La opinion pública, la indignacion del pueblo de Madrid, no fué acallada con ningun castigo (1) sino al cabo de algunos meses, cuando casi se tenian olvidados los sucesos, siendo la víctima expiatoria un infeliz músico, á quien solo se encontraron algunos objetos despreciables. Este jóven subió al patíbulo más compadecido que acusado..

(1) Se procesó á los generales San Martin, don José Agustin de Llanos, brigadier don José Perol y otros, y solicitando sus defensores el cumplimiento de lo prevenido en Real órden de 31 de agosto de 1821, se mandó en 13 de junio de 1836 se les entregase el proceso con la acusacion fiscal, generalizándose esta gracia en beneficio de todos los armados militarmente.

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