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ejercitaba, y poníale en esta lo de reparar sus pesadas quiebras. Adoptando entonces un sistema de guerra semejante al de Viriato, á que ya antes habia mostrado aficion, por todas partes aparecian escuadrones y partidas sertorianas, que cayendo rápidamente sobre el enemigo le cortaban los víveres, le atajaban los desfiladero, le interceptaban los caminos, y le hostigaban sin tregua ni descanso. Pompeyo Metelo concertáronse para poner sitio á Palencia (75), cindad que habia dado siempre mucho que hacer á los romanos. Disponíanse ya á asaltarla cuando apareció Sertorio. Huyeron los enemigos, á quienes persiguió hasta los muros de Calahorra, donde les mató hasta tres mil. No les dejaba respirar, ni les daba tiempo para avituallarse; redújolos así á un estado de penuria insoportable á tropas regulares; aproximábase otro invierno, estacion en que comunmente nada se atrevian á emprender en España los romanos, y todas estas causas reunidas movieron á Metelo á retirarse á su predilecto país de la Bética; Pompeyo traspuso esta vez los Pirineos y no paró hasta la Galia Norbonense.

Desde allí escribió al senado aquella célebre carta en que le decia: «He consumido mi patrimonio y mi crédito: no me queda más recurso que vos; si no me socorreis, os lo prevengo, mal que me pese tendré que volver á Itrlia, v tras de mí irá todo «el ejército, y detrás de nosotros la guerra espa

«ñola (1).» Este era aquel Pompeyo que habia venido á España con ínfulas de acabar con Sertorio en contados meses. Hubiera podido entonces Sertorio cruzar la Galia y los Alprs como otro Anibal, y más contando con las simpatías de muchos pueblos de Italia. Pero Sertorio no queria dejar de ser romano. Amaba á su patria, donde tenia una madre á quien idolatraba, y de cuyo extraordinario amor filial no hay historiador que no haya hecho especial mérito. Su deseo era regresar á Italia pacíficamente, y que el senado revocára el decreto que le tenia proscrito. Con esta condicion proponia la paz, pero tuvo el dolor de ver rechazadas sus proposiciones.

Entretanto España se iba amoldando al gobierno y á las costumbres de aquella misma Roma que combatia: los españoles se llamaban ciudadanos romanos; Evora y Huesca eran ya ciudades ilustradas, que habian adoptado letras, artes, idioma y legislacion romanas: el mismo Sertorio se vanagloriaba de haber hecho una Roma española, de haber trasladado Roma á España (2)

La fama de las proezas de Sertorio habia llegado al Asia; y Mitridates rey del Ponto, que buscaba en todas partes enemigos á Roma, al tiempo de renovar

(1) Sallust. Hist. libro III. (2) Pensamiento que espresó el gran Corneille en una de sus tra

gedias con aquel célebre verso que puso en boca de Sertorio.

Rome n'est plus dans Rome elle est toute où je suis.
Roma no está ya en Roma, está donde estoy yo.

por tercera vez la guerra contra los romanos, despachó embajadores á Sertorio solicitando su alianza. Estos despues de compararle á Pirro y Anibal, le ofrecieron á nombre de su rey una suma de tres inil talentos y cuarenta galeras equipadas para combatir á los romanos en España, con tal que él le enviára un refuerzo de tropas al mando de uno de sus mejores oficiales. Pero Sertorio, fiel á la causa de su patria, contestó con dignidad, y aun con algo de altivez: No acrecentaré yo nunca mi poder con detrimento de la república: decidle que guarde él la Bitinia la Capadocia que los romanos no le disputan, pero «en cuanto al Asia Menor no consentiré que tome una «pulgada de tierra más de lo que se ha convenido en

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los tratados. » Cuando esta contestacion le fué comunicada á Mitridates, exclamo: «Si tales condiciones nos impone hallándose proscrito, ¿qué seria si fuese dictador eu Roma?» Sin embargo, acepto el tratado con aquella cláusula, y envió á Sertorio los tres mil talentos y las cuarenta galeras, que él fué á recibir á Denia, ganando á Valencia de paso (74).

Pero estos eran los últimos resplandores de la gloria de Sertorio. Aquel Metelo que por pequeñas ó imaginadas victorias se habia hecho incensar como una divinidad, determinó deshacerse por la traicion de un enemigo á quien no obstante todas sus ilusiones no podia vencer. Pregonó entonces su cabeza, y púsola á precio, ofreciendo por su vida mil talentos de

plata y veinte mil arpentas de tierra. Y como esto coincidiese con haber recibido Pompeyo refuerzos que el senado le enviaba en virtud de su enérgica reclamacion, y con haberse empezado á notar desercion en las filas sertorianas de parte de los soldados romanos, que estaban viendo el instante en que se quedaban sin su gefe, mil negros presentimientos comenzaron á ennublecer y turbar la imaginacion ya harto melancólica y sombría de Sertorio. Recelando de la lealtad de los romanos, su mismo recelo le hacia tratarlos con aspereza y severidad. Habiendo confiado la guarda de su per: ona exclusivamente á españoles, esta preferencia excitó en aquellos el resentimiento y la envidia, y poco á poco le iban abandonando. Entonces pudo conocer de parte de quién estaba la lealtad, y cuán injusta habia sido la predileccion con que antes habia mirado á los romanos sobre los indígenas, pero era ya tarde.

Mortificado además con la perpétua ansiedad que le agitaba, obróse en su carácter un cambio completo. El negro negro humor que le dominaba hízole áspero, duro, caprichoso y cruel. Por simples y ligeras sospechas castigaba con inexorable rigor las ciudades que le estaban sometidas. Aprovechándose de esta disposicion sus tropas, vejaban los pueblos con todo género de violencias y estorsiones, pregonando que lo hacian de órden de su gefe. Y como el edicto de Metelo le hiciese ver en cada uno de los que le rodeaban un cons

pirador y un aspirante al premio de su muerte, à tal punto se estravió su razon, que hizo perecer en el suplicio una parte de los jóvenes nobles que se educaban en Huesca, vendiendo á otros como esclavos. Tan cruel desahogo de su exaltada bilis acabó de exacerbar los ánimos con gran satisfaccion de los que trabajaban por hacerle odioso, y muchas ciudades se entregaron á Metelo y Pompeyo, que con tal motivo caminaban boyantes y victoriosos.

No eran, sin embargo, infundadas las zozobras del inquieto y desatentado general. La conjuracion existia. El viejo Perpenna, que desde el principio se habia resignado mal á ocupar un segundo puesto en el ejército, era el alma de la conspiracion, en la cual habia hecho entrar á muchos oficiales. «Para honor de España, dice un escritor estrangero, hay que confesar que ninguno de los conjurados era español; todos eran romanos. El cobarde Perpenna discurrió ejecutar su abominable proyecto en un festin, pero era difícil hacer concurrir á él al melancólico y mal humorado Sertorio. Para conseguirlo fingió una carta en que uno de sus lugartenientes le noticiaba una victoria alcanzada sobre los enemigos, y díjole que para celebrarla se habia dispuesto un banquete. Asistić, pues, Sertorio. Los convidados se entregaron de propósito á una inmoderada alegría. En medio de ella dejó caer Perpenna una copa de vino: era la señal convenida: el que se sentaba al lado de Sertorio le atravesó con

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