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sino aquella especie de inmovilidad en que queda un pueblo aterrado con ejemplos de altas venganzas. Continuaron los romanos teniéndola sometida á un gobierno militar, como país conquistado, si bien alteraron algo la forma dividiéndola en diez distritos bajo la inspeccion de otros tantos legados. Si bajo la opresion en que vivian los españoles se levantaban algunas bandas armadas y recorrian el país, tratábanlas como á partidas de salteadores y bandidos, y como á tales las califican los historiadores romanos. ¿Quién sabe si aquellos hombres obrarian á impulso de más nobles fines? ¿No habian llamado tambien á Viriato un bandido? Pero estas partidas fueron fácilmente exterminadas. El resto de España callaba y sufria.

El único suceso de importancia que de este tiempo nos han dejado consignado las historias, es la espedicion del cónsul Q. Cecilio Metelo á las Baleares, cuya conquista le valió el sobrenombre de Baleárico. No sin resistencia se dejaron subyugar los célebres honderos mallorquines, pero una vez vencidos, aquellos rústicos isleños que hasta entonces habian habitado en grutas campestres, fueron atraidos á la vida civil y sometidos á un gobierno regular. Palma y Pollencia se hicieron al poco tiempo ciudades romanas.

Aquella quietud en que habian quedado los españoles hubiera podido ser duradera, si los gobernadores romanos hubieran tratado con más consideracion

y miramiento á los vencidos. Pero volvieron al antiguo sistema de las exacciones, de las violencias y de las rapiñas, y los españoles que tampoco tenian sino amortiguados los antiguos instintos de la independencia, y la inveterada aversion à la coyunda romana, alzáronse de nuevo, siendo los primeros á renovar la lucha los fieros é indomables lusitanos (109). Quince años la sostuvieron contra los Pisones, los Galbas, los Escipiones, los Fulvios, los Silanos y los Dolabellas, con varias alternativas y vicisitudes, hasta que agotados primero los hombres que el valor, fuéle ya fácil á Licinio Craso enseñorear un país casi yermo ya de guerreros.

No se habia sometido aun la Lusitania, cuando estalló nueva insurreccion en la Celtiberia (99). El senado romano tuvo el mal tacto de encomendar su represion á Tito Didio Nepote, que vino á cometer los mismos desafueros, desmanes y felorías de que habian dejado tan triste memoria los Lúculos y los Galbas. No decimos esto por la astucia con que ganó la primera batalla sin haber vencido (1); ni porque destruyera la ciudad de Termes, siempre hostil á los romanos, y obligara á sus moradores á bajar á habi

(1) En el primer encuentro que tuvo con los celtiberos murió mucha gente de una y otra parte, pero la victoria habia quedado indecisa. Llegó la noche, y Didio hizo retirar silenciosamente del campo los cadáveres romanos. Cuando al

amanecer del dia siguiente observaron los celtiberos que casi todos los muertos que yacian en el campo de batalla eran españoles, creyéronse vencidos y se le rindieron. Hasta aquí solo hay un ardid de guerra. App. de Bell. Hisp.

tar en la llanura; ni porque rindiera á Colenda (hoy Cuellar), despues de siete meses de asedio. Comenzó sus demasías vendiendo como esclavos á los valerosos habitantes de Cuellar, sin esceptuar las mugeres y los niños. Llamó despues á los moradores de las vecinas comarcas, algunos de los cuales por su extremada pobreza, dicen, se habia dado á robar, ofreciendo repartirles el territorio de la ciudad vencida. Acudieron aquellas gentes bajo la fé de su palabra á cultivar las tierras que á cada uno habian tocado, y cuando los tuvo á su disposicion los hizo degollar á todos bárbara y alevosamente (1). ¡Así civilizaban ellos la España! ¡Y á los que se levantaban á vengar tamañas iniquidades los llamaban bandidos y salteadores! Esta perfidia no impidió que su ejecutor triunfase en Roma.

Ocurrió por entonces (98) un suceso que fué causa de que empezara á sonar en España el nombre del ilustre personage con que hemos encabezado este capítulo, y que ejerció influjo grande en la condicion social de la península española. Altamente incomodados los habitantes de Castulon con los escesos y desenfrenada licencia de la guarnicion romana (que su mismo gefe no podia reprimir), determinaron de acuerdo con los gerisenos, sus vecinos, vengar la insolencia de aquella soldadesca licenciosa. En una noche de invierno, cuando los soldados reposaban descansando

(1) Id. p. 535.-Tit. Liv. Epist.—Eutrop. lib. IV.

de los escesos del dia, cayeron sobre ellos los castulonenses, y ejecutaron no poca mortandad y estrago. Entre los que lograron salvarse huyendo de la ciudad lo fué el jóven Q. Sertorio, que los mandaba en calidad de tribuno. Reunió Sertorio á los fugitivos, y con ellos revolvió arrojadamente sobre la ciudad, que sorprendida á su vez pagó con las vidas de muchos de sus hijos el atrevimiento de la noche. Sabedor de la complicidad de los gerisenos, dispúsose tambien á castigarlos, y disfrazando á sus soldados con los vestidos de los mismos habitantes de Castulon, encaminóse á la ciudad vecina, que tomándolos por sus amigos les franqueó sin dificultad las puertas. Una vez dueño de la poblacion, la escarmentó con todo el rigor de las leyes de la guerra. Así aquel Sertorio, á quien despues habremos de ver tan dulce, tan humano, tan amigo de los españoles, comenzó su carrera en España con dos sangrientas ejecuciones. ¡Tan familiarizados estaban entonces los romanos con la crueldad! Y en verdad que en aquella ocasion los españoles habian dado justo motivo á su resentimiento.

Desde España fué destinado este Sertorio á cuestor de la Galia Cisalpina, donde se hizo ya notable por su valor. En aquella campaña perdió un ojo, cuya circunstancia hizo decir á Plutarco: «Sertorio..... tuerto como Anibal, como Antigono y como Filipo, á ninguno de ellos fué inferior en claridad de entendimiento, pero lo fué á todos en fortuna, que le fué más adver

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sa que á sus enemigos (1). En la famosa guerra civil que estalló en Roma entre Mario y Sila, guerra en que España se mantuvo nentral, limitándose á dar hospitalidad á los emigrados de uno y otro bando, Sertorio, ya por ódio á la tiranía, ya por resentimiento hacia la faccion de Sila que le habia rehusado el consulado, se declaró por el partido de Mario, sin que por eso aprobára nunca sus sanguinarios escesos. Cuando Sila se hizo dueño de Roma, Sertorio fué comprendido en la proscripcion de aquel tirano. Entonces se refugió á España, así por buscar en ella un asilo, como para suscitar aquí enemigos á Sila. Sertorio era cagáz, y conocia el secreto de ganarse el afecto de los españoles, secreto reducido á tratarlos bien y á ser generoso con ellos. Comenzó por ayudarlos á sacudir el yugo de los codiciosos pretores, y con esto se atrajo á varias ciudades de la Celtiberia, que olvidando el antiguo hecho de Castulon, lo reconocieron por pretor de la provincia. Dedicóse á aliviarles los tributos, acuarteló las tropas para relevar á los pueblos de la incómoda y pesada carga de los alojamientos, y con otras semejantes medidas logró encender en los pechos españoles la misma llama que ardia en el suyo contra la tiranía de Sila; y habiéndosele agregado muchos romanos de los que habia en España enemigos del dictador, juntó un ejército de nueve mil

(1) Plut. Vit. Sert.

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