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CAPITULO III.

El Cielo.

Dice el sabio profesor Sr. W. H. Pickerín, director del Observatoio Astronómico establecido en el valle de Arequipa:

Tanto habíamos oído decir respecto de la pureza y claridad del cielo de Arequipa, que llegamos á concebir las mas halagadoras esperanzas, y éstas, felizmente, han sido superadas por la realidad, desde que fué colocado nuestro gran telescopio de 13 pulgadas.-Verdaderamente, el observador se llena de alegría y de asombro, al contemplar la limpidez de este cielo, la quietud inalterable de esta atmósfera. Los cuerpos celestes que creíamos completamente conocidos en el Norte, aquí aparecen con una luz del todo distinta, y se destacan de tan atrevida manera y con tan absoluta claridad, que su espléndido aspecto sorprende de un modo extraordinario.-Objetos que solo miden 200 metros de diámetro se distinguen perfectamente en la superficie de la luna, y de igual modo se ven las estrellas dobles.-Agrupaciones no conocidas hasta ahora han sido también descubiertas. »

Con razón, pues, alabábamos la pureza y hermosura de nuestro cielo, su profundidad y luminosa transparencia.

Todos los días está limpio y azul nuestro cielo. Hasta en la estación de las lluvias, las horas del medio dia son siempre claras, luminosas, brillantes.

Aquí no conocemos esos largos días de invierno, oscuros y lluviosos, en los que no se vé en el cielo un claro de azul ni para una esperanza.

Aquí no sabemos lo que son esas tristezas del cielo, densas, prolongadas, que duran un día y otro día; esas tristezas del cielo, más tristes que las de la tierra, que más que las de la tierra desconsuelan, porque pa rece que, al menos, el cielo debiera sonreir siempre al hombre.

Y durante el invierno, es cuando más azul está el cielo de Arequipa.-En muchos días no pasa por él ni una nubecilla blanca, siquiera para pensar que es una

ilusión que vuela rozando el cielo y con dulce propensión á desvanecerse en él.

Sobre esta región montañosa, agitada y ardiente, forma contraste de una dulzura inefable, la serenidad azul, infinita, casi ideal de esta inmensa cúpula que - sostienen las cimas de diamante de las cordilleras nevadas. Es tan pura esta claridad azul que de ella hasta podrían hacerse ensueños; pero, ay, no, que no podrían hacerse, y es lástima, porque serían muy bellos!

Cuando la mirada contempla este cielo, el alma se siente dulcemente agitada, como si tuviera no sé qué misteriosa afinidad, ó no sé qué lejano recuerdo de él, ó como si lo reconociera vagamente.

Una de las glorias de nuestra tierra, es esta luz espléndida en que se bañan las montañas, los campos, la ciudad blanca.

La luz aquí, todo lo alegra, á todo le da brillo de juventud. El batir de sus alas impalpables, es una caricia para la mirada. Su beso es beso de maga, que hasta á las piedras les da hermosura y vida.

Hasta los peñazcos ásperos, duros, casi salvajes, se dulcifican bajo la mirada de esta luz radiante. Ella, la luz, tan delicada y lijera y diáfana, parece enamorada de esos séres rudos, graníticos, erizados y bravíos. Desde que asoma por el oriente, los mira y se sonroja. Baja luego de colina en colina á posarse en ellos, y los rodea y acaricia, penetrando en todas sus grietas, envolviéndolos con su puro é impalpable aliento. Y los peñazcos, rendidos al fin, después de días y años de esta fiel caricia de la luz, sienten quizá conmoverse su frío corazón de roca, porque toman tintes dorados y melancólicos, como si respondieran así á la dulce y tibia penetración luminosa.

Con el agua, la luz, como es su espejo, se mira en ella, y al mirarse, como se vé tan hermosa, se deslumbra á sí misma, y, loca de alegría, agítase ufana y chispea y corre, y toda ella se vuelve quiebros y rayos y facetas y cabrilleo.

Á los campos, esta luz tan viva, les da un verde tan hermoso y fresco, que al momento se la reconoce en ellos.

Esos matices sólo ella sabe darlos. Los árboles y las plantas y hasta la yerba, la respiran, la beben con ansia y allá en lo íntimo, en lo misterioso de su sér, donde la savia es tibia, junto á su corazón, allí la trasforman, y hacen de ella el alma perfumada de las flores.

Con ser tan claro nuestro valle, la luz, sin embargo, está lejos de ser en él la reverberación, deslumbrante del desierto que domina todos los colores, bañándolo todo en una vibración caliente y roja. No es nuestro valle mar de fuego, sino lago de luz. La luz en él, no quema sino que besa.....

En lo que aquí se reconoce la mirada ardiente del sol, es en los tonos dorados de ámbar de todos los objetos, tonos cálidos y dulces, que son como la huella del amor del astro de fuego.

La luz, en nuestro cielo, no tiene que luchar penosamente con nubes densas y oscuras, y ni áun brumas ni nieblas la empañan.

La bruma, cuando la hay, es aquí transparente y vaga, es menos que gaza, menos que tul. En las mañanas, suele amanecer dormida sobre la ciudad blanca, y se diría, al verla tan pura y delicada, que no es sino la suave respiración de la ciudad, que sobre ella ha conden

sado la noche.

Sale el sol, y entonces tórnase la bruma luminosa, y brilla y sonríe indolente. Al dulce calor de la mañana, se despereza luego y se esparce lentamente, y, agarrándose á los rayos de sol, se levanta en girones vagabundos, y se disfuma y evapora en la altura, y, al fin, se trasforma en luz. En un momento no ha quedado de la bruma matinal, ni la huella más leve en el aire. Es que el sol, enamorado de nuestra tierra, cuando en invierno, no puede darle mucho calor, por estar distante de ella, no consiente, al menos, que ni la mas lijera bruma le enturvie la visión querida; quiere mirarla y acariciarla con todos sus rayos, que son, entonces, por venir delejos, menos ardientes, pero más dulces.

En tiempo de estío, en los días de lluvia, suele verse también una neblina blanca, que se extiende por el valle y lo cubre. Si desde alguna altura se contempla, entonces, la comarca, no se vé sino un lago de vapor luminoso, de luz difusa y blanca, rodeado por montañas azules.

Y la niebla, aérea, tímida, dormida en los brazos de los gigantes, tiene una poesía de contraste, infinita y dulce

Las nubes, en invierno, son siempre blancas y lijeras; son nubecillas que vienen juntas, en bandadas, asidas unas de otras, como suelen cogerse las ilusiones para volar en el azul de la fantasía.

Parece que esas nubes, tan blancas y puras, gozaran cruzando este azul tan límpido, tanto es lo que se iluminan. Y debe ser, sin duda, una gloria volar tan alto, al través de este cielo tan puro, y una gloria es también, verlas volar, tocándose por los estremos de sus alas. ¡Qué dulce penetración de luz y de calor sentirán las aéreas nubecillas! ¡Qué vuelo más alto y libre el suyo!

A veces, por el confín del horizonte, se asoma sola, una nubecita, graciosa, esbelta, blanca como una paloma. Cruza el cielo gallarda; pero, sucede que no llegaal fin de su viaje radiante; porque, de tanto impregnarse de luz y rayos de sol, acaba por disiparse, por evaporarse, que es la manera de morir de las nubes. ¡Qué morir tan dulce, desvaneciéndose en el azul del cielo, en un día brillante! Muere de exeso de luz. Este morir no se vé en la tierra. Es preciso ser nubecilla blanca ó ser ilusión, para alcanzar esta gloria.

En verano, las grandes nubes vienen del lado de la costa.

Los días amanecen nublados; pero, al acercarse el medio día, el sol lanza rayos de calor tan poderosos y ardientes, que por todas partes agrieta y rompe y desgarra el espeso manto de nubes, y abre en él forados de luz, en cuyo fondo resplandece, con intensidad empírea, el azul radiante de los cielos.

Perseguidas, azotadas por los ardientes rayos de sol, las nubes huyen en desórden, desconcertadas, desmelenadas, sintiendo deshacerse sus espaldas Y repliéganse hácia la cordillera, como buscando amparo en los colosos, y unas la traspasan, y otras se encaraman en los picos, y desde ellos, oscuras y encogidas, y como irritadas, miran al valle, semejantes á inmensas grises aves de rapiña.

Otras se despliegan por las faldas de los montes en grandes hileras, en magníficas actitudes, ostentando hermosura gallarda y tranquila.

Otras, en fin, se refugian en las gargantas de las sierras, y allí esperan, recogidas y como adormitadas, gozando sin duda de la frescura de lo hondo de las quiebras. ¡Así se dispersan las nubes!

Pero pasa el sol el meridiano, y apenas comienza á descender hácia occidente, cuando ellas se agitan de nuevo y crecen, y se llaman de todos los puntos del horizonte, é invaden el cielo y lo reconquistan, más fuertes ya que los rayos del sol, obiícuos ahora, y menos poderosos y temidos, por cuanto está declinando el astro rey.

Entonces, por alguna ó algunas horas, cae la lluvia; pero, por la noche, es raro que no hayan muchos claros de cielo azul, y que por ellos no se asomen las estrellas á mirar temblorosas á la tierra......

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