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-¿Qué dicen de mí?

Que sois orgulloso y tirano, que habeis hechizado al rey con filtros mágicos y que vuestra privanza es la causa de eternas guerras y desastres. Todos os odian y desean vuestra caida. ¡Ay de vos si el pueblo se cansa de padecer y jura vuestro esterminio!

-Provocais mi indignacion, y vais á ser arrojada de aquí como merece un mendigo..... un impostor.

—Llamad, llamad, señor, à vuestros pajes y escuderos. Ellos oirán de mi boca revelaciones que humillarán vuestra frente orgullosa. -¿Qué les direis?

La anciana se sonrió con sarcasmo, formando con sus hondas arrugas y su boca un gesto horrible que fascinó á D. Alvaro.

-Les diré, oh D. Alvaro de Luna, condestable de Castilla, conde y señor de ciudades y aldeas, que vive vuestra madre.....

-¡Mentís!

-Que la madre del orgulloso privado es una miserable y haraposa mendiga..... que María Cañete, la manceba del señor de Jubera... soy yo.

¡Vos! esclamó D. Alvaro cubriéndose el rostro con las manos. -¿Y huis de mí? ¿y os espanto? ¡Ah! ¡desventurada de mí! -Vos no sois mi madre.... Mentís..... Alejaos de aquí.......... Mi madre murió.

-Vuestro orgullo me rechaza. Si vuestra madre, á quién creiais en el sepulcro, hubiera vuello rica, poderosa, seguida de lujosa comitiva de damas y pajes, si vuestra madre no llevase impreso en su frente el sello de la deshonra, ni recordase con su presencia que sois un bastardo.....

-¡Bastardo!

-Entonces la hubierais tendido los brazos, la hubieras reconocido, la hubierais dado los dictados mas tiernos; pero se os presenta una anciana en cuyo cuerpo se ha cebado el tiempo para destruirlo y afearlo basta inspirar horror y asco, y la vanidad ahoga en vuestro corazon el sentimiento mas noble, y la tratais de impostora y miserable. Pero esa mujer infeliz, que tan cruelmente ha expiado su falla, esa mujer que al llorar en su calabozo no tenia mas consuelo que la esperanza de recobrar algun dia á su hijo y oir de su boca el dul

ce nombre de madre..... esa mujer os desprecia y os maldice! -Don Alvaro lanzó un grito de dolor, quiso tender los brazos hácia aquella mujer desgraciada, y pareció ceder al terror ó á la fascinacion que ejercia en su alma; pero triunfó en la lucha el orgullo, y la duda desvaneció el remordimiento que le habia despertado la maldicion de la que reclamaba los sagrados derechos de madre.

Entró entonces en el aposento un hombre de estatura gigantesca que, á pesar de sus canas y de las arrugas de su rostro, tenia el talle erguido y marcial. Habia escuchado las últimas palabras de la anciana desde la sombra que formaba la puerta, y despues de vacilar un momento, se acercó á la mujer que, vencida por el dolor, lloraba amargamente, y la dijo con voz bronca tomándola de un brazo :

-Salgamos de aquí. Bien te decia yo que D. Alvaro te despreciaria negándote el derecho de ser su madre. Olvida al orgulloso vastago de los Lunas. Tal padre, tal hijo. En memoria de lo que te amé, tendrás en mí un apoyo, María. Soy soldado de la mesnada del rey de Navarra, y mientras mi brazo pueda esgrimir una espada, no tendrás que mendigar el ausilio de tu hijo.

-¡Renunciar á su amor cuando creia hallar en sus brazos el consuelo de tantos años de horribles padecimientos! Dios mio, dijo la anciana alzando los ojos y las manos al cielo, envia la muerte á esta mujer desventurada. ¡La muerte, Dios mio, la muerte!

Encarnizada era la lucha que la compasion y el orgullo trabaron en el alma de D. Alvaro, pero brilló por fin una lágrima en sus ojos, y rompiendo el sombrío silencio, dijo con voz ahogada á la anciana:

-Perdonad, señora, si el hombre que jamás recibió las caricias de una madre se negó á reconocer en vos á la que le dió el ser. Respeto vuestro dolor, y leo en vuestras sinceras lágrimas que no sois una impostora, pero no es prudente que permanezcais por mas tiempo á mi lado... Castilla ve con envidia mi grandeza, el rey me ama como á un hermano, tengo esposa de elevada cuna y un hijo engreido con el brillo de su nombre, y si os presentase al mundo con el título que os pertenece, los grandes, la corte, la plebe, y hasta mis mejores amigos, recordarian mi orígen que han olvidado en medio del esplendor de la fortuna. Mi esposa y mi hijo se moririan de pesar y de vergüenza, y yo huiria de la corte para evitar la mofa de mis rivales.

¡Con qué gozo dirian los necios cortesanos al veros en mi palacio: Esa mujer de humilde cuna es la madre del orgulloso condestable! Y me perseguirian con sus carcajadas, y tendria que humillar la frente despues de llevarla erguida tantos años. Tengo un castillo en las faldas de Moncayo; allí vivireis con vuestro libertador y hallareis la paz y la ventura. Iré á veros con frecuencia à vuestro retiro, y cuando estemos solos, os daré el dulce nombre de madre y trataré de merecer vuestro perdon con mi cariño. ¿Accedeis?

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-Vanidad, dijo con voz lenta la anciana enjugándose convulsivamente las lágrimas, vanidad, vicio de los grandes de la tierra, ¿qué es para tí lo mas noble, lo mas santo, cuando no lo cubre la pompa, el brillo y la opulencia? D. Alvaro, no quiero ser causa de tu deshonra, no quiero turbar la dicha de tu esposa y de tu hijo. ¡Qué necia fuí! Creí que bastaba ser madre para borrar la mancha del pasado... No me quejo. Voy á partir. ¡Adios! Mi vida es inútil ya, y no tardará en abrirse para mí el sepulcro... Así lo espero de la Divina misericordia. María Cañele murió para el mundo, y ha sido una insensala en evocar despues de tantos años una memoria sumida en el olvido. Parlamos, Carrillo!

Don Alvaro se levantó de su sitial al ver la decision de su madre, se arrojó á sus piés, suplicó, lloró y se bumilló arrepentido; pero la anciana partió del castillo, y tomó el camino de Navarra en medio de las sombras de la noche, seguida de Carrillo. El condestable mandó entonces á su fiel escudero Morales, á quien comunicó su secreto, que partiese en busca de su madre y la acompañase á uno de sus castillos, valiéndose de la fuerza si no conseguia convencerla con las súplicas. Morales partió seguido de dos guerreros.· ́

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Vanos habian sido los esfuerzos de los grandes del reino y de los monarcas de Navarra y Aragon para derrocar á D Alvaro de Luna. D. Juan II vacilaba combatido por consejos opuestos, y aunque veia

sus pueblos sumidos en la mas espantosa anarquía, desobedecida su autoridad y hasta turbada la paz de su palacio con intrigas mas ó menos desembozadas, una palabra de su amigo, del blanco de todos los tiros, del odiado condestable, desvanecia su incertidumbre y estrechaba mas y mas el lazo que á él le unia. D. Alvaro era el verdadero rey de Castilla, y la mayor parte de sus enemigos corrian las tierras con las armas en la mano rebelándose contra la autoridad real, ó se habian refugiado en Navarra y Aragon desde donde invadian el territorio castellano con tropas estrangeras. ¡Un hombre tan solo era la causa de las discordias y desgracias de Castilla! El rey estaba tan ciego con su privado, ó se sentia quizás lan débil para arrojar el yugo que llevaba desde niño, que hasta negó sus caricias y su amor á su hijo y á su esposa, que veian con dolor el desden de D. Juan y estaban firmemente persuadidos de que mientras viviera el condestable no tendrian padre ni esposo D. Alvaro les habia robado su corazon.

De esta desventura se quejaba la reina un dia en el palacio de Valladolid, año y medio despues de haber nacido la princesa Isabel en el pueblo de Madrigal. Madre é hijo vertian lágrimas amargas en uno de los aposentos de la reina, y contemplaba su dolor un doncel de bizarro aspecto, lujosamente vestido, de rostro simpático, en cuyas facciones se revelaba una alma nada vulgar, y en cuya sonrisa se adivinaba el secreto placer que aquellas augustas lágrimas le causaban... Era D. Juan Pacheco, marqués de Villena, privado del príncipe de Asturias; la nueva estrella que asomaba en la corte para oscurecer la del condestable, el hombre destinado á perpetuar en Castilla las lamentables consecuencias de la privanza y de la flaqueza de un

monarca.

-Reina y señora, dijo el doncel despues de haber reflexionado algunos instantes; justas son vuestras quejas, justas vuestras lágrimas, yos valicino que vuestro augusto esposo no consentirá jamás en abandonar al condestable, el que os roba su corazon, el que os humilla con su orgullo, el que os manda en vez de acataros como debe hacerlo un súbdito por cerca que esté de las gradas del trono; no consentirá jamás, repito, mientras no os valgais de las armas que vuestra posicion os da para triunfar.

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-Aconsejadnos, Pacheco, dijo el príncipe de Asturias, el que debia heredar á D. Juan II para seguir su ejemplo y ser juguete de privanzas y ambiciones por su debilidad é irresolucion. ¿Qué haremos para recobrar el cariño de mi padre? ¿Cómo triunfaremos de ese hombre que le ciega?

-No se vence sin luchar, respondió Pacheco, y si en vez de dar principio à la guerra os cruzais de brazos y os contentais con verter lágrimas inútiles, D. Alvaro os despreciará porque os ve rendidos, pero os temeria si no os humillarais tanto. Perdonad, señora, la osadía de mis palabras que dictan tan solo mi franqueza y mi lealtad. Haced un esfuerzo, y lograreis lo que no han logrado los grandes del reino con la rebelion ni los reyes de Aragon y de Castilla. D. Juan os ama, sois hermosa, y si ese rival os roba su corazon es porque no habeis luchado. Luchad, pues, señora, y os aseguro el triunfo.

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-Sí, madre, dijo el príncipe haciéndose eco de su privado, luchad y triunfaremos.

-¿Qué debo hacer, Pacheco?

-Corred ahora mismo á la estancia del rey, y dadle á elegir entre vuestro amor y la paz de vuestra casa y de todo e reino, ó D. Alvaro de Luna.

-¡Qué vergüenza seria para mí si sucumbiese en mi empresa!

-Si mi padre os desairase, le abandonaríamos... le dejaríamos gozar con su favorito del cariño que nos roba, y partiríamos lejos de Castilla para no volver hasta su muerte.

-Príncipe, lo que decís es indigno. ¡Abandonarle!... Nunca. Pero ¿porqué dudo y vacilo? Voy á hablar á mi esposo ahora mismo... Sí... sí; es preciso que esta situacion acabe algun dia. ¡O D. Alvaro... ó yo!

La reina salió con ademan resuelto comprimiendo con su mano los violentos latidos de su corazon.

D. Juan II estaba en su cámara con el condestable, y cuando apareció la reina con el rostro pálido pero esforzándose en sonreir, don Alvaro dió algunos pasos para recibirla con galantería y se despidió del monarca.

-No os vayais, D. Alvaro, dijo el rey á su privado; sois mi amigo, y mi esposa tendrá un placer en veros á mi lado. ¿Qué objeto te

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