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dor del destino humano, que dijo Ahrens, en frase que ha adquirido merecida notoriedad: lo cierto es, que por ningún concepto, siguiendo la dirección de estos principios ni los impulsos tradicionales, ante la filosofía ni ante la historia, el Estado llegará á degenerar nunca en esa especie de automático poder de ciega resistencia con que sueñan los positivistas, en vano. No es su ley el instinto sino la reflexión; no es un compuesto inorgánico, como la roca, sino un organismo vivo, como el hombre; ni presiden á su vida la física y la química, sino la moral, el bien y la justicia, inseparables en su esencia de la conciencia humana, donde encuentran su natural asiento, y de la idea de Dios, en cuya mente alcanzan su última perfección y su infinita existencia.

Y hé aquí porqué el Estado busca la raíz del delito en la conciencia del delincuente é inquiere, sobre todo, el elemento de la culpa, como base del carácter moral de la función punitiva y como medida en la aplicación de su justicia.

Por eso la sociedad, el Estado y el Derecho, invocan tam bién como-Ferri la defensa en frente de la agresión ilícita y temeraria del individuo; pero no se trata ya de una reacción defensiva primitiva é inconsciente, de una fuerza parecida á la que se pone en juego con arreglo á las leyes especiales de la guerra; sino de la defensa reflexiva, prudente, enérgica en su acción, invencible en sus medios, sobria en sus aplicaciones, que mide y pesa en cada caso las consecuencias de los actos que caen bajo su dominio, el principio inicial de que arrancan y la necesidad de atender, á un tiempo, á la salvaguardia de los intereses sociales y á los respetos que se merece la dignidad humana (1).

Esta defensa, que es, después de todo, la idea capital de

(1) El lector habrá observado seguramente la intima relación de analogía que media entre las teorías de Ferri y las de Bentham; si bien el segundo es timaba que debian aplicarse las penas en razón á su utilidad, y el primero aprecia como más útiles, en la mayoría de los casos, los medios preventivos. En idénticas consideraciones descansa la argumentación de Ferri contra la pena de muerte, y las que á los criminales por pasión puedan imponerse, que en su concepto son inútiles, por tratarse de delitos cometidos en un estado de ánimo, que hacía la reflexión imposible. Á la verdad, bastaria con acoger tan sencilla doctrina, para que resultara ipso facto la sociedad entregada á los desmanes, fazañas y albedrios de sus agresores.

donde arranca todo castigo y todo derecho penal, sin que lle guen á desvirtuarla las censuras del ilustre Rossi, cuya crítica partía del supuesto erróneo de confundir y declarar sinónimas la defensa individual y la social, tomando aquélla por modelo, cuando, dicho se está, que esta última abarca otros y mucho más amplios horizontes; esta defensa, repetimos, que no obsta á la ejemplaridad, ni á la corrección, explica satisfactoriamente toda duda y resuelve todo problema concerniente á la materia. Dice bien Helie: «Es imposible concebir una sociedad, por restringida que la supongamos, ni aun la que constituye la familia, sin un principio de orden, ni el orden sin una sanción.» ¿Á qué mayores investigaciones sobre el fundamento del derecho de castigar (1)?

No sólo yerra gravemente la escuela positivista en la manera general de explicarse el Derecho penal, sino en la candorosa descripción que nos ofrece del delincuente.

Ya no es sólo el enfermo, el extraviado, el melancólico, el loco; es que de todos los criminales que han poblado cárceles en el mundo se quiere hacer ahora una especie de clase privilegiada, y casi digna de recibir toda suerte de honores.

Se pretende que los criminales no son de la misma condición que los demás hombres; que su cráneo es diferente, y distintas su constitución física y su carácter moral, su inteligencia y su espíritu. Ni piensan, ni creen, ni sienten, ni conciben, ni alientan como nosotros. Viven en una esfera aparte, se mueve al compás de otros impulsos de que los demás ni tenemos noticia siquiera. Son algo así como niños grandes, ó como salvajes inocentes, sobre los cuales no deben recaer ni nuestras iras ni nuestros anatemas. Forman una familia, más ó menos aprovechada, desde luego; pero que más bien que el castigo merece la conmiseración, la piedad, y casi, casi el premio. ¡Dichosos criminales, hombres afortunados, á quienes la escuela

(1) «Si la sociedad es un hecho biológico, natural y necesario en la huma na especie, ético de suyo, providencial, ¿no se sigue de eso por fuerza-pregunta el Sr. Cánovas del Castillo-que toda condición de su existencia se realiza con moralidad y legítimamente engendrando incontestables derechos? ¿Ni cuáles añade-del orden social son tan esenciales en lo civil cuanto el que ejercita la acción penal? » -Problemas contemporáneos, tomo II, pág. 143,

positivista llegará, si sigue por ese camino, á dirigirles la generosa invitación que se contiene en la conocida canción de Espronceda:

¡Hurra, cosacos del desierto (4)¡...

Á fe que los valerosos, crueles y nada inexpertos bandidos de los campos y de las montañas, los miserables y arteros y sanguinarios malhechores, que todos los días expían horrendos atentados en las ciudades, y aun esa porción, no exigua. por desgracia, de la juventud díscola y de la infancia, acaso abandonada ó desnuda, que comienza de diversas maneras su aprendizaje, maniobrando en los agenos bolsillos, ó admirando en la cárcel á sus maestros acogerían con cierto orgullo ó vanidad satisfecha la opinión del profesor italiano, si la conociesen en toda su horrorosa amplitud, y aun hallarían modo de dar un mentís enérgico á nuestros economistas y escritores morales, si de veras consintieran en atribuir su estado de rebelión ó de anarquía, no á vicios lastimosos del actual orden social, no á lamentables descuidos de la educación recibida de sus padres ó de sus conciudadanos, sino más bien, y preferentemente, á la especialidad de su sér, á misteriosas deformidades internas, ó á fantásticas semejanzas con tipos primitivos de razas salvajes.

Por lo menos los anales del crimen, la experiencia de todos los días, el buen sentido de la jurisprudencia y la observación psicológica, nada sabían hasta ahora de tan extrañas anomalías, estaban acostumbradas á hallar el tipo de la perfecta y cousumada criminalidad bajo las apariencias de la perfectísima y acrisolada honradez, á veces á costa de grandes equivocaciones y de la burla de todos los pronósticos humanos, y en punto .á inteligencia y á conciencia de la perversidad, habían aprendido también lo contrario, precisamente, de lo que Ferri y los suyos enseñan lo cual nos induce á sospechar que las teorías de estos escritores reclutarían en las de Ceuta y en otras es

(1) Y para que nada falte al cuadro de tan incomprensibles apoteosis, enriquecido con soberbias pinceladas patológicas por algunos alienistas famosos, se ha creado otra subclase especial con los llamados mattoidi. Yo creo que los verdaderos mattoidi son los qne sostienen semejantes absurdos.

cuelas, semejantes enérgicos y decididos, aunque poco sinceros, partidarios.

El mal es antiguo en el mundo, y todos sabemos cómo y por qué viene, y qué móviles tan naturales le impulsan y dónde se encuentra su remedio; los formidables alicientes que ofrece á un ánimo vacilante, y las facilidades que de ordinario le acompañan, ora provengan del ambientc social ó de antecedentes puramente individuales. El crimen tiene también su atmósfera; pero hay bastantes energías en el alma humana para librarse de su influencia á tiempo.

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Y no es por cierto la única ni la principal de esas fuerzas ó energías la instrucción, ni menos la instrucción incompleta á que se reducen las aspiraciones de nuestros estadistas, que no suele ser sino esta última la que precipita al crimen, mil veces mejor que la ignorancia; y sobre todo, la carencia de otro factor espiritual muy superior á los de la instrucción y del temperamento, predominante en los que lo poseen sobre las diversas influencias del clima, de la raza, de la predisposición hereditaria y de la impetuosidad del carácter; factor que unido al hábito de no infringir las leyes, por temor á.las consecuencias inevitables de la infracción, daría noción más exacta que todas las estadísticas conocidas, de la razón del orden social existente y futuro; y que no es otro que el sentido moral, cuya pérdida proporciona su verdadero contingente á las cárceles, á los presidios y aun al patíbulo, por la eterna ley del plano inclinado de las acciones humanas, en su desviación de la moral y de la justicia; y que ninguna de las supuestas condiciones del ambiente social bastan jamás á corromper por completo.

Conviene recordar aquí una cosa, al parecer olvidada por los innovadores de la ciencia penal, y es, que como dice un castizo escritor conteporáneo; «los principios de la moral, la ley de la conciencia, la intuición viva de lo justo y de lo bueno no resultan de largos y prolijos estudios: lo mismo están grabados en el alma del hombre de ciencia que en la del campesino más rudo. Elque borra, tuerce ó desfigura esos principios, esas leyes, esas nociones, es siempre responsable, es culpado. El error de su entendimiento implica una falta de la voluntad, que se empeña en sofisticar las cosas para acallar la voz de la

conciencia. No se puede negar que en ciertos pueblos, entre gentes selváticas ó bárbaras, esa degradación, ese oscurecimiento de la moral es obra de la sociedad entera: el individuo puede, por lo tanto, no ser responsable de todo; pero en el seno de la sociedad europea no es dable suponer ignorancia ó perversión invencibles. Por más que se ahonde, por más que se descienda hasta las últimas capas sociales, no se hallará el abismo oscuro donde vive un ser humano sin que la luz penetre en su alma y grabe allí las reglas de lo bueno y de lo justo.» (1)

El hombre delinque porque quiere cuando puede querer, porque su incapacidad puramente física no se lo estorbe permanente ó temporalmente; para sobreponerse á las sugestiones del medio ambiente, en lo físico y en lo moral, necesita infinitamente menos esfuerzo de voluntad que el que se requiere de ordinario para triunfar de las pasiones que por todas partes nos solicitan, á las cuales ningún criminalista le ha parecido oportuno, hasta ahora, conceder eficacia atenuante de la criminalidad, salvo en aquellos casos previsoramente consignados en los modernos Códigos, que llevan consigo disminución de la libertad, fundada en cualidades inherentes á la humana naturaleza. Nada tiene que ver tampoco con los motivos de atenuación inventados por los positivistas, la privación de conocimiento y las alteraciones morbosas de las facultades mentales, que impiden la libre determinación de la voluntad, y deberán, en todo caso, cuando se presenten someterse al juicio de los médicos, porque es la única solución procedente al efecto; solución que trae á la práctica peligros de otra clase, relacionados con la divergencia entre las opiniones facultativas y con la tantas veces comprobada pretensión de los Profesores especialistas, de ver crecer á sus ojos el campo de la especialidad á que se consagran, que haría ilusoria, de realizarse por extenso, la administración de justicia, y concluiría sustituyendo los 'presidios por los manicomios, los Tribunales por los Médicos y el Derecho penal por la Patología. Este será el desideratum de Ferri y de los suyos; pero no será jamás doctrina

(1) D. Juan Valera.-Las ilusiones del Dr. Faustino, tomo 2o.

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