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CAPÍTULO IX.

Barbarroja pasa alarde á sus fuerzas. - Manifiesta Carlos V su resolucion de seguir la empresa de Túnez.-Fatigas de la marcha.-Derrota de los Tunecies.-Los cautivos se apoderan de la alcazaba.-Huye Barbarroja.-Se entrega Tunez. -Saqueo y matanza.Disculpase al Emperador.-Libertad de los cautivos.-Doria persigue á Barbarroja.Destrucción de Bona.-Tratado con Muley-Hacén.-Consejos del Emperador al despedirse.

Hondo fué el pesar de Barbarroja, no tanto por la pérdida de la Goleta, cuanto por la de la armada, fundamento de su poderío, y en el primer ímpetu de la pasión injurió á Sinán, motejándole de cobarde. Defendióse éste, culpando al estrago de la artillería y á lo irresistible del ímpetu español; apaciguose Barbarroja, convencido ó astuto; que á todos necesitaba para defender la ciudad.

Acudíale gente de lo interior, repartió el caudal entre ellos, y aun esperanzó poder salvar á Túnez. No era descaminada imaginación la de que el César, satisfecho con la gloria que había alcanzado en la toma de la Goleta, abandonase el sitio, y que si persistía, le faltasen vituallas y municiones, ó el agua, no muy abundante: contaba, asimismo, con las enfermedades por el rigor del clima, y con las deshechas borrascas que azotan aquellas costas con gran braveza.

Animó á los suyos, pasó alarde á sus tropas, y encontró que subían á 150.000 entre Genízaros, Renegados, Turcos, Moros y Alárabes', los 14.000 arcabuceros y ballesteros y 30.000 de á caballo; muchos gente colecticia, más para imponer por el número, que para las armas.

Espantáronse los expedicionarios al barruntar que el Emperador per

4 Robertson pone 50.000, y funda la resolución de Barbarroja de dar batalla campal, en el mal estado de los muros, la demasiada extensión del circuito de la ciudad y en su poca confianza en la fidelidad y constancia de los Alárabes: ni lo primero era cierto, porque Barbarroja los había reparado; ni lo segundo obstáculo, puesto que por extenso que se suponga el perímetro de Tunez, eran suficientes para cubrirlo 50.000 hombres; lo ultimo se ve cuán poco influyó en el ánimo del corsario, si se considera que aun después de la derrota, su ánimo era defender à Túnez, lo que si no llevó á término, fué por las causas que se verán después. Mejía fija el ejército de Barbarroja en 88.000 hombres.

sistía en la guerra, murmuraban muchos, y la gente menuda y algunos Capitanes recordaban el trágico suceso de San Luis. Súpolo Carlos, llamó á los principales, manifestóles su firmísima resolución de no alzar mano en aquella guerra, con los que por amor á Jesucristo y por el de su honra, quisiesen quedarse en su compañía. Como el César opinaron D. Luis de Portugal y el Duque de Alba; el parecer de éstos arrastró á los demás, y decidióse la jornada.

El 20 de Julio de 1535, deshechos los trabajos de sitio, reducidas y mejoradas las defensas de la Goleta, presidiada y artillada convenientemente y seguras allí mujeres, chusma y gente inútil, emprendió el ejército la vuelta á Túnez. Comandaba á los Italianos, el Príncipe de Salerno; á los Españoles, Alarcón; á los Tudescos, Maximiliano de Piedralla ó Eberstein; al escuadrón de los Caballeros, de unos 350 caballos, el Emperador en persona; á todos, el Marqués del Vasto, nombrado Generalísimo por el César. Por falta de acémilas, soldados Ꭹ marineros arrastraban á brazos doce tiros, municiones de boca y guerra, material de Ingenieros y cuanto necesario era para el cerco. Andado habrían como dos millas, cuando Muley Hacén, juntándose al César, le dijo: Señor, los piés tenéis do nunca llegó ejército cristiano.-Adelante los pornemos, le respondió Carlos, placiendo d Dios.

A poco de la marcha empezó á picar el sol, la playa era de soborneo ó arena movediza, que cada paso que daban habían de ciar un tercio; las corazas, con el calor, abrasaban; el agua de que se proveyeron los soldados concluyóse al momento, el vino hervía en las botijas, la gente caía desmayada; D. Alonso de Mendoza, Conde de la Coruña, dando ejemplo de resistencia á los suyos, aguantó hasta que, asfixiado, rodó al suelo, costando gran trabajo retornarlo: siete horas anduvieron de esta manera para adelantar apenas cinco millas, hasta que llegaron á los po zos. Al verlos, nada fué bastante para contener á los soldados; desordenóse la vanguardia, tiráronse al agua, algunos mojaban paños y los esprimían en la boca, empujaban los que iban detrás á los delanteros; inútilmente el Marqués, espada en mano, pretendía volverles á la formación; todo era tumulto y desorden, y quizá España llorara un segundo Xerves, si de pronto no acudiera el Emperador, y á éstos con exhortaciones, y á aquéllos á cuchilladas, no hubiese conseguido reunir á los desbandados, y ya en orden las escuadras, que volviesen todos al antiguo concierto.

Barbarroja esperaba con 80.000 peones y 25.000 caballos en los olivares para guarecer su gente del sol. Al acercarse el ejército, salió con

su gente en dos líneas, flanqueadas por su numerosa caballería, y á vanguardia las zarzabanas ó sacres, que dispararon con escaso efecto.

Opuso el Marqués del Vasto á la parte de la laguna la infantería italiana y los Tudescos, con algunas compañías de piqueros; el otro cuerpo lo formó de los tercios viejos españoles, apoyados unos y otros por la artillería, que ocupaba la batalla. A su alrededor iba el grueso del ejército con el estandarte imperial. Seguía el bagaje y cerraban la retaguardia los bisoños, con el Duque de Alba y algunas lanzas. Guardaba el estero uno de los flancos; al otro, un buen golpe de ginetes.

Puestos al frente los ejércitos, á algunos Imperiales tembló la barba al ver tan gran morisına; muchos son, díjole un Caballero á Hernando de Aguilar, quien repitiendo lo del Cid, le contestó: no os espantedes, que á más Moros más ganancia.

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Discurría el César por entre las filas, precedido de un paje con su estandarte bermejo, para que todos le conocieran; cuando faltándole los piés al caballo, rodó por la arena con el César, que prestamente cabalgó en otro, y púsose á vanguardia, animando con sus razones á los soldados: «Hijos míos, les decía, el bien acometer está en vuestras manos, el vencimiento en la de Dios, cuya causa defendemos, y no nos desamparará; fialdo, que yo, vuestro Emperador, ó con vosotros venceré, ó con vosotros moriré en estos arenales.» Y considerado el campo enemigo, vuelto hacia Hernando de Alarcón: «Padre (así le nombraba siempre por respeto á sus canas), ¿qué os parece que hagamos?»-<«<Señor, que les acometamos,» respondióle el animoso Capitán; «que la victoria es nuestra, como vos sois Emperador; por eso, démosles Santiago y á ellos.>>

Impacientes los Españoles, ardían por llegar á la pelea, y más al ver que los Tunecíes jugaban la artillería, hiriendo al seguro á la vanguardia: el Marqués del Vasto, temeroso de que se enfriasen los bríos del ejército y creciesen los de los Turcos, juzgando mengua de espíritu la tardanza en acometer, acercóse al Emperador y le dijo: «Si á V. M. paresciere, yo no esperaría hoy á que adelantara la artillería, sino que tocaría luego al arma.»>

Contestóle el César: «Tambien á mí parésceme eso; mas yo no lo puedo mandar, que no soy el General: vos que podéis, haceldo, pues hoy es vuestro día.» El Marqués, lisonjeado con tan delicada atención, replicóle alegre: «Bien me paresce, Señor, que V. M. haya querido echarme á cuestas esta carga. Y pues ansí es, yo quiero usar mi oficio, y ante todas cosas mando á V. M. que luego se vaya á su puesto y se ponga en

su batalla con el estandarte; no sea nuestra mala suerte que alguna pelota se desmande y peligre vuestra persona, para total perdición del mundo.» El César, volviendo riendas al caballo, obedeció, diciendo: <<Plásceme, por cierto, de obedescer lo que mandades, aunque no habría de qué temer; que pues nunca Emperador murió tal muerte como esa, no es de creer que la moriría yo.»

Apenas el César había llegado al cuerpo del ejército, y dado el nombre y apellido de Jesús, enarbolóse la señal de ataque. No esperaron los Turcos, antes con gran fiereza acometen los primeros: sale á recibirlos la caballería gineta, con su Jefe Hernando de Gonzaga, y siguen los peones á la carrera; pero con la fatiga hubieron de detenerse, siendo blanco de 600 Turcos atrincherados tras unos paredones, hasta que á los gritos del Capitán Ibarra, y cobrando la respiración,, cierran con ellos furiosamente y los desalojan.

Mientras, un grueso escuadrón de caballería alarbe trata de desordenar al ejército, atacando la retaguardia; pero el Duque de Alba, con los bisoños, dióle tales rociadas de arcabuz, que volvió grupas, con muerte de 400, y tan escarmentado, que no quiso iterar la acometida, á pesar de los esfuerzos de sus Xeques.

Cargaron entonces los Tudescos, sobre los que se amparaban de los olivares, y el ejército tunecí volvió la espalda. La persecución no fué posible: apenas ahuyentado el enemigo, arrojáronse los Imperiales á las cisternas, y bebían ansiosos agua y sangre; porque los Moros las habían rellenado con los cadáveres de los muertos en la batalla.

Barbarroja, despechado con el vencimiento, se encierra en Túnez; manda degollar á los cautivos, y el Judío Sinán vuelve á oponerse: llega la noticia á oidos de los presos; dos renegados les abren las puertas de los baños; acometen en tropel á los pocos Turcos que les custodiaban; se apoderan de la alcazaba; asestan los cañones contra la ciudad, y encienden fuegos en cruz para darlo á entender á los sitiadores. Frenético Barbarroja quiere matar á Sinán, que había impedido el degüello; procura entrar en la alcazaba con ofertas y halagos que no admiten los cautivos, y viéndose sin medio de resistir, huye, acompañado de sus fieles Turcos, llevándose sus tesoros y con él á Sinán y á Cachidiablo, que, herido, falleció á poco. Mirando entonces el campo del César, y vuelto á los suyos, dijo tristemente: Conviene, hermanos, obedecer á la fortuna. Perseguido por los Moros, que trataban de robarle la recámara, logró entrar en Bona, donde tenía 14 galeras prevenidas de antemano por si se le mostraba adversa la fortuna.

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Al día siguiente, cuando aún deliberaban los Imperiales sobre si se acercarían á la ciudad, porque no sabiendo lo acontecido temían alguna celada, salió de Túnez el Mezuar, con los Cadís, á rendirse al Emperador, suplicándole no permitiese el saco, y lo mismo Muley-Hacén, que ofrepara impedirlo hasta 500.000 doblas. Quedó suspenso el Emperador, que no contestaba ni sí, ni no, y mandó reunir á los Cabos á fin de ver cómo podría evitarse el saqueo, sin desabrir al ejército, ansioso de pillaje. Mientras conferenciaban, se esparce la nueva por el campo; amotínanse los soldados; con las picas, en vez de escalas, salvan los muros; los cautivos que se descuelgan de la alcazaba, abren las puertas de la ciudad, y con el ejército se derraman como las aguas furiosas, reventado el dique, y no hay crueldad ni exceso, por horribles que se imaginen, que no se cometan. Los Tudescos, siempre licenciosos y feroces, no se hartaban de matanza. Subía al cielo la grita de los infelices, los alaridos de las mujeres, el ternísimo llanto de los niños. El César, que quizá (muy dudoso es) hubiera podido impedirlo con la rápida y enérgica manifestación de su decidida voluntad, lloró el accidente fatal; y profundamente conmovido por aquel desgarrador espectáculo, dió órdenes severas para que cesase la carnicería.

¡Borrón grande en tan señalada victoria, que sólo puede atenuarse por las circunstancias, y por las ideas, y por las costumbres de la época! La guerra contra Moros era un duelo á muerte; el pillaje se miraba como un derecho del vencedor; los cautivos, abrevados de odio y de espíritu de venganza, principiaron; ¿qué brazo bastante robusto para enfrenar á un ejército, agriado por las penalidades, exaltado por la codicia, y robustecido en sus instintos sanguinarios por la convicción de que el saqueo de una ciudad enemiga era la justa recompensa de los trabajos de tomarla? Más de 10.000 Tunecíes fueron muertos; corrió la sangre; los cadáveres yacían en montones; pudo saciarse el más feroz al contemplar tan grande estrago 2.

4 Sandoval, al contar estos hechos, dice candidamente: «El Emperador deseaba librar á Túnez del saqueo; pero daban voces los soldados por el saco, y tenían razón; y así, ni lo negaba ni lo concedía.» Si recordamos la conducta de Portugueses é Ingleses en la toma de San Sebastián y de otros puntos à principios del siglo; las instrucciones de Napoleón á su hermano José, Rey de Nápoles, y las crueldades cometidas en la India en nuestros tiempos, hemos de convenir en que la guerra hace olvidar todo sentimiento generoso, y que no hemos adelantado mucho en este punto, à pesar de la mayor suavidad de costumbres que existe en la actualidad.

2 Nuestros historiadores fijan el número de Moros muertos en el saqueo de Túnez en 10 6 12.000, y aun juzgamos que ha de rebajarse; puesto que estimándose como alabanza

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