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y así marcharon, hasta que á las tres de la tarde, á la bajada de un valle, arremetieron los Moros bravamente, llegando á juntarse con los escuadrones cristianos, hasta el punto de arrojar á brazo las lanzas y pelear á pedradas. Para desembarazarse de la morisma, determinaron los Caballeros darle un santiago, y aunque en tierra trabajosa por el lodo, mataron algunos Alárabes, con lo cual tuvieron algún respiro; mas creciendo el apuro de la retaguardia, D. Juan Villarroel dió cuenta al Conde, quien envió en su auxilio á su hijo D. Alonso, con 100 lanzas, y al mismo Villarroel con arcabuceros y ballesteros de la gente suelta de Orán, al mando de D. Juan Daza, y acometiendo por distintos lados, pusieron en fuga á los de Tremecén. Esta fué la primer victoria de los Españoles, con la que les creció el ánimo para lo succesivo. Pero «como sea que no hay placer sin contera de pesar,» metióse el ejército en un pantano tan hondo, que temieron perecer por el mucho fango, que no podía evitarse; porque la obscuridad de la noche impedía la elección del vado. Perdiéronse muchos bagajes, caballos y tiendas, y, lo más sensible; todo el repuesto que el Señor de Albayda llevaba de medicinas y bastimentos. Creció el peligro con la proximidad de los Moros, que habían asentado campo en unos cerros cubiertos de palmares, que caían á la mano derecha del camino: entendiendo los soldados que las lumbres del campamento de los Moros eran de los que iban saliendo del pantano, se dirigían á ellas para reunirse con los suyos, y, á llegar, indudablemente fueran degollados; pero advertido el Conde, encendió tres hachas, y dándoselas á Pedro de Valdelomar y á otros dos Caballeros, sirvieron de norte á los fatigados peones, que, al ver la luz de las antorchas, entendieron su engaño, y consiguieron reunirse al ejército, salvándose por este ardid de guerra, que fué muy loado por todos.

Con harta fatiga, transidos de frío, porque el terreno era escueto y calvo, pasóse la noche; y puestos en marcha los escuadrones, se detuvieron al tropezar con el río Tibida, que iba muy caudaloso con la lluvia, y defendido el paso por la vanguardia del ejército de Tremecén, que formaba en la otra orilla en gruesas columnas, y al parecer con ánimo ¡tan grande era su número! de cercar á los Españoles por todas partes.

El Conde, como experto en aquella clase de guerra, vista la orden del enemigo, opuso á la vanguardia mora la suya de 200 caballos, algunos con arcabuces y ballestas, al mando de Alonso Hernández de Montemayor y del Alcaide de Orán, Luis de Rueda, sostenida por un cuerpo de 1.500 piqueros y por una banda de caballos, á sus propias órdenes. De la infantería formó dos columnas paralelas, de escaso frente

y de gran fondo, dejando entre la una y la otra un espacio capaz para abrigar todo el bagaje; otra columna, en la retaguardia, cerraba el cua dro. Capitaneaban, la de la derecha, D. Mendo de Benavides, hermano del Conde de Santisteban; la de la izquierda, D. Alonso de Villarroel; la de retaguardia, D. Juan de Villarroel y D. Alonso de Córdoba. Entre las dos hileras exteriores de piqueros de las columnas laterales, colocó á los de arcabuz y ballesta de modo que al acometer la caballería mora y calar aquéllos las picas, quedasen éstos en el hueco que mediaba entre fila y fila. En el caso de que la vanguardia necesitase socorro, las gentes de bandera de la retaguardia y los caballos del Conde habían de acudir en su auxilio.

En esta orden llegaron al río, cargándoles, al vadearlo, la vanguardia, con los escopeteros Moros: los Españoles, «hecha oración muy devotamente, y con una voz muy subida, que casi parecía gemido, lo cual puso mucha devoción,» arrojáronse al vado, pasando el río con agua hasta los pechos, y atropellando á la vanguardia de los Infieles, que se replegó al grueso de su ejército, apoyado en los cercanos montes. Esguazaron los primeros D. Jerónimo de Córdoba, hijo de D. Martín; Luis de Rueda y Alonso Hernández de Montemayor, siguiéndoles el Conde con hasta 1.000 soldados, que formó en escuadrón al pié de la sierra hasta que pasó todo el ejército, manteniendo en respeto á los Tremecíes, que, rota la vanguardia, no insistieron en el ataque.

Salvado el peligroso paso del Tibida, siguieron los Españoles su camino, rodeados de unos 30.000 Moros, que, á compás de la marcha del ejército, se movían por las cumbres de los montes. Desde allí el Conde envió un cartel de desafío á Muley-Mahomet, acusándole de mal Rey y alevoso caballero.

El 5 de Febrero de 1542, día de Santa Águeda, «al romper del alba, de tal manera que apenas se pudiera conocer una moneda,» algareaban los Moros alrededor del campamento, y á poco recibió Alcaudete confidencia de que el Rey de Tremecén le esperaba en orden de batalla en los campos de Hauda-beni-Afar, donde había reunido todo su ejército, reforzado por 400 escopeteros Turcos, recogidos en las fronteras de Túnez. Componíase la vanguardia, mandada por el Alcaide Abrahén, de unos 2.000 escopeteros y flecheros, con numeroso peonaje, y además, en celada, hasta 3.000 ginetes. En la retaguardia había más de 4.000; de ellos, los 1.000, gente muy escogida y muy galana, apoyados por 500 escopeteros. Amenazando los flancos del ejército español, agrupábanse grandes masas de caballería é infantería.

Alcaudete ordenó sus fuerzas poniendo en la vanguardia dos escuadrones á cargo de D. Alonso de Córdoba, con el Comendador Mota, el de la derecha; y el de la siniestra, al de D. Juan de Villarroel, con García de Navarrete, Alcaide de Mazalquivir. Como aquí se presumía el mayor peligro, eligieron este puesto D. Martín de Córdoba, Diego Ponce de León con sus dos hijos, D. Alonso de Villarroel, D. Juan Pacheco, Don Juan de la Cueva, llamado el Negro, y otra mucha gente de cuenta. Los tiradores los diseminó por la línea exterior, y él ocupó el centro de las columnas, con toda la caballería, que serían hasta 300 lanzas. El Maestre de Campo, D Alonso de Villarroel, cuidaba de la gente suelta de la mano derecha, y de la de la izquierda D. Mendo de Benavides. Antes de comenzar la batalla, llamó el Conde á Pedro de Valdelomar, y entregándole el estandarte, le dijo: «Caballero, catá, que os encomiendo mi honra.»> De seguida metióse de escuadrón en escuadrón, y de la vanguardia á la retaguardia, animando á los soldados, á quienes predicaban los Religiosos que en el ejército iban, y el Capellán Francisco de la Cueva, que con un estandarte blanco seguía siempre al Conde hasta en los más duros trances de la lucha. A poco, y al faldear un monte, vieron las banderas del Rey de Tremecén, con muchos escopeteros y más de 300 lanzas. Ade. lantóse soberbiamente un Turco contra D. Alonso de Villarroel, quien, dando piernas al caballo, antes que el Turco disparase su arcabuz, le atravesó de una lanzada. Suceso fué éste, si pequeño, de gran utilidad en sus efectos; porque los Moros emboscados dieron sobre D. Alonso, y aunque se libró con gran trabajo, quedó descubierta la celada.

Avanzó el Conde un tanto para observar la formación del ejército tremecí; uniósele D. Martín de Córdoba, y poco después algunos otros Capitanes y Escuderos, hasta unos 30. Como los tiradores moros escopeteaban de puntería sobre el grupo, y habían muerto á uno y herido algunos caballos, con permiso del Conde arremetieron contra ellos, secundados después por D. Juan Pacheco con 150 lanzas. El primero que lle gó á los Moros fué Diego Ponce de León, que derribó á un Alférez, arrancándole un estandarte colorado, con flecos verdes; mas los ginetes que lo custodiaban, cargaron sobre él, con tal furia, que le pesara adelantarse tanto, á no socorrerle los suyos cuando tenía ya el caballo pasado de parte á parte con varias lanzas, y él, atravesado el tobillo con otra que le impedía moverse, hasta que se la arrancó su hijo Juan Ponce. Casi lo mismo aconteció al Señor de Albayda, que puestos los ojos en otro Alférez que también llevaba un pendón rojo, le mató de una lanzada; mas tanta gente le cercó, que herido en un brazo, hubo de ampararse

tras del cuerpo de su caballo, que había caido atravesado por 14 lanzas, defendiéndose penosamente con su espada y adarga, y allí muriera á no venir al socorro su hijo D. Jerónimo, el Alférez de D. Juan de Villarroel, San Martín, su criado Alonso Ramírez, y poco después Lope de Hoces, su deudo, que le dió su caballo. Por ofenderle unos, por socorrerle otros, la pelea se hizo general.

También andaba apretado D. Mendo de Benavides, á las vueltas con cuatro ó cinco Moros, que hubieran dado cuenta de él, á no acudir en su ayuda el Conde con su hijo D. Alonso, que de tal manera hería en ellos «que los que una vez caían debajo de su lanza, no tenían necesidad de zurujano ninguno 1.>>

Más apurada era aún la situación de la retaguardia: repelidos los Moros en la vanguardia, obedeciendo á su táctica secular, corriéronse por los lados y cayeron sobre aquélla. Defendíala valientemente D. Francisco de Córdoba, tercer hijo del Conde, mozo arrojado y jóven en extremo; mas no sin recibir una lanza, que se le quedó atravesada en la adarga y en el antebrazo. Llegó á la sazón Alonso de Ochoa; y preguntándole «¿está Vuestra Merced herido?» respondióle D. Francisco: «no es nada; tiradme de esa lanza,» lo que ejecutó el Capitán, volviendo los dos á don de más caliente hervía la pelea. Sosteníanla también con gran esfuerzo los Capitanes de infantería Hernán Pérez del Pulgar y los hermanos cordobeses Jerónimo y Jorge de Castillejo, abrumados por el número de los Moros.

Sabido por el Conde el aprieto en que se encontraban, mandó á su sobrino, D. Mendo de Benavides, que con la manga de la gente suelta que traía, y al Alcaide Luis de Rueda con algunos caballos, entre los que iba el Capitán Francisco de Cárcamo, socorriesen á la retaguardia; cumpliéndolo tan bien, que ahuyentaron á los Moros. Asimismo, se distinguieron mucho D. Juan de la Cueva, Diego Ponce de León, el Capitán Juan de la Cerda y D. Juan Zapata, viéndose aquél en peligro de cautiverio, muerto su caballo de dos escopetazos, y quedando éstos heridos gravemente.

Tal fué el combate de Hauda-beni-Afar, en que 300 lanzas españolas, con 12.000 peones, derrotaron á 8.000 caballos y 60.000 Alárabes de á pié, y que abrió sin obstáculos al Conde de Alcaudete las puertas de Tremecén.

4 «Por cierto, dice el autor de la Relación de la guerra del reino de Tremecén, que vi con mis ojos que hizo cosas tan señaladas y de tanta memoria, que quisiera que todos los Grandes de España se hallaran presentes para ver lo que este buen Caballero hizo.»>

CAPÍTULO XII.

Entrada del ejército en Tremecén.-Muerte del Capitán Carrillo.-Muley-Abu-Abd-Alláh se reconoce vasallo del Rey de España.-El Conde evacua á Tremecén. --Batalla del Olivar.-Expedición contra Mostagáu.-Retirada á Orán.--Insubordinación del ejército y degollación del Capitán Luis Méndez de Sotomayor.-Recobra à Tremecen Muley-Mahomet.-Trata el Conde con los Xeques, Almanzor y Humida-Lauda. -Combate del Aceituno. Ata que frustrado de Mostagan.-Vuelta á España del Conde de Alcaudete.

Vencido Muley-Mahomet, evacuó á Tremecén. Alcaudete pernoctó en el campo de batalla, prohibiendo á sus soldados la entrada en la ciudad para evitar el saqueo; prevención inútil, pues al ponerse en salvo los moradores se habían llevado todos sus haberes, menos algunos víveres y ropa, y gran cantidad de aceite. Aquella misma noche se presentaron muchos Moros á prestar obediencia al Rey Muley-Abú-Abd-Alláh, y al siguiente día, tercero de Carnestolendas, entró el ejército en la ciudad, y derramándose después por las cercanías, cautivó unos 2.000 Alarbes Judíos.

y

Aposentóse el Conde en el Mexuar ó Palacio Real, y con él MuleyAbú-Abd-Alláh, al que vino á rendir obediencia en 13 de Febrero el Alcaide Abrahén, Capitán de los escopeteros renegados y de la gente del campo; Vizcaino, de gentil presencia, y uno de los más valerosos en la guerra contra los Españoles.

A poco, y pasado el terror de la conquista, los vecinos de Tremecén y gentes principales comenzaron á volver con sus mujeres, hijos y haciendas, ofreciéndose muchos como amigos.

4 Entre ellos estaba el Xeque Rafefa-ben-Allamel, quien escribió al Conde la siguiente carta: «Gracias a Dios, el Caballero mejor de los Caballeros, y Capitan de los Capitanes, y que has señoreado la mar y la tierra, y no hay quien te contradiga en tu tiempo; el hidalgo, el honrado, el alabado, el estimado, el Señor de sus iguales, y la lumbre de los de su tiempo; el Conde, Teniente del Rey de Castilla: encomiendaseos el que desea vuestra amistad, vuestro amigo Rafefa-ben Alhamel, despues de preguntar por vuestros negocios: vos habeis hecho lo que hacen los buenos Caballeros; habeis cumplido vuestra intencion y la del Rey; querría no me desviásedes de vos. Yo soy vuestro amigo, y las gentes dicen: cada uno en su parte. Esto está en vuestras manos, y la salud es à vos.»

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