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quinientos hombres de á pié y ciento treinta de á caballo. La expedicion estuvo primero al mando de don Francisco Javier Ascásubi con el grado de teniente coronel; la junta nombró despues general á don Manuel Zambrano, á quien daban el tratamiento de Excelencia por ser miembro de aquella corporacion. Este nada sabía ni debia saber de la ciencia militar; sin embargo, reunida su gente en el pueblo de Tulcan, ocupó el territorio de los Pástos y se avanzó hasta el rio Guáitara. Los milicianos de la ciudad de Pasto, donde mandaba el coronel don Gregorio Angulo, cortaron el puente de aquel rio y se mantuvieron á la defensiva. La misma conducta observaron las tropas de Quito, cuyos comandantes pusieron destacamentos en Fúnes y en otros puntos: situóse Ascásubi en el Bramadero y Zambrano en Cumbal.

Hé aquí el estado que tenian los negocios de Quito en los primeros dias de octubre, cuando se descubrió una conjuracion contra la junta. El comandante de Alausí interceptó cartas dirigidas por don Pedro Calisto, regidor del cabildo de Quito, en que pedia auxilios á Aymerich para destruir al gobierno revolucionario huyendo Calisto á fin de escaparse, fué preso y herido en camino para Cuenca; pero estando arrestado, sedujo al comandante de Alausí don Antonio Peña, persuadiéndole que apoyára una contrarevolucion. Calisto se hallaba de acuerdo con don Ignacio de Arteta, corregidor de Ambato y sobrino suyo, quien comenzó á obrar abiertamente contra la junta reuniendo gente, armas y municiones (octubre 9). En Riobamba, don Francisco Javier de Montúfar, hijo del marques de SelvaAlegre, tuvo que abandonar el corregimiento que obtenia, pues don Fernando Dávalos y todo el cabildo se pronunciaron por el antiguo régimen, seducidos por el mismo don Pedro Calisto. Siguió su ejemplo Guaranda, de donde fué obligado á huir don José Larrea, corregidor nombrado por la junta. Las tropas acantonadas en sus cercanías á las órdenes de don Manuel Aguilar y don Feliciano Checa se declararon tambien por el gobierno antiguo, lo mismo que el corregimiento de Latacunga. Así fué que en pocos dias hubo un movimiento contrarevolucionario en todo el país que yace al sur de Quito y en una gran masa de poblacion. Los descontentos que habia en esta ciudad salieron á unirse con los que pretendian restablecer el órden antiguo, y á su frente se puso el oidor español don Felipe Fuértes, quien

se tituló coronel. Las tropas de los pueblos conmovidos fortificaron el punto de Nagsiche para defenderse de las que tenia el nuevo gobierno de Quito.

La junta se mantuvo á la defensiva, y muchos de sus miembros, incluso el presidente, querian disolverla. En consecuencia el marques de Selva-Alegre renunció la presidencia, retirándose de un puesto que no desempeñára honrosamente, segun lo acreditaron sus cartas oficiales al virey de Lima Abascal. En su lugar fué nombrado don José Guerrero.

Apénas se habia posesionado, llegó á Quito la noticia de haber sido derrotada la expedicion contra Pasto. Ciento y cuarenta hombres, que guarnecian el paso de Fúnes con tres cañones, catorce fusiles, pistolas y lanzas, se dejaron sorprender por los Pastusos dirigidos por don Miguel Nieto Polo; estos pasaron el Guáitara á nado en número de doscientos hombres, de los cuales treinta y cinco eran fusileros; los de Quito enarbolaron bandera blanca al acercarse los enemigos, é intimándoles los Pastusos la rendicion, aquellos les hicieron un tiro con los tres cañones y algunos fusiles. Sin embargo, los milicianos de Pasto atacaron á los Quiteños, los derrotaron el 16 de octubre, y les cogieron mas de cien prisioneros, entre ellos tres oficiales', todas las armas y la artillería, matando á pocos soldados. Con este descalabro un pánico terror se apoderó de las demas tropas, que fueron perseguidas y dispersadas por los realistas, cayendo prisionero Ascásubi en la fuga y salvándose Zambrano con algunos otros. Esta fué la primera sangre que se derramó en la guerra de la Independencia de la Nueva Granada en una campaña del todo cómica. Se llamaban soldados unos pobres Indios que jamas habian visto guerra, y que no sabian por qué peleaban. Los jefes tampoco tenian conocimientos algunos militares.

Esta noticia, que llegó á Quito en circunstancias bien críticas, terminó la efímera existencia de la junta. Su presidente Guerrero estipuló con el conde Ruiz de Castilla cederle la presidencia bajo la condicion de que subsistiera la junta, prometiendo el jefe español por su palabra de honor una absoluta garantía, respecto de lo pasado, y que intercederia con el virey y en la corte para que á ninguno de los que habian tenido parte en la revolucion se le siguiera perjuicio en sus vidas, empleos y propiedades. Acordóse este convenio el veinte y cinco de octubre, y se publicó por bando; los habitantes de Quito, inocentemente

confiados, se entregaron al regocijo por haber terminado la revolucion de un modo que entonces creían feliz.

Restablecido en la presidencia el conde Ruiz de Castilla, mandó desarmar las tropas levantadas por la junta, y que regresára á Cuenca el gobernador Aymerich; este habia llegado hasta Ambato con dos mil hombres, y estando empeñado en ir á Quito á castigar los insurgentes, no quiso cumplir la primera órden; pero luego tuvo que obedecer. Ruiz de Castilla sin ruido hizo desaparecer la junta.

Á la propia sazon llegaron mas de ochocientos soldados de Lima, casi todos pardos, al mando del coronel don Manuel Arredondo, marques de San Juan Nepomuceno. Entónces Ruiz de Castilla, por instigaciones del doctor don Tomas Aréchaga y de otros, olvidándose de sus anteriores promesas tan solemnes, mandó procesar á todos los que habian tenido parte en la revolucion (diciembre 4). El oidor Fuértes fué nombrado juez para las actuaciones, y Aréchaga fiscal ó acusador. Moráles, Salinas, Quiroga y mas de sesenta personas fueron sepultadas en horribles calabozos como los hombres mas criminales. El marques de Selva-Alegre, don Juan Larrea y otros pocos pudieron esconderse y huir de las pesquisas inquisitoriales que llenaron de terror á Quito, y á todos los lugares que habian tenido parte en la revolucion.

La de España continuaba su curso bajo de un aspecto poco favorable á los patriotas españoles que combatian por defender su independencia. En los dos últimos meses del año de nueve, los Franceses habian estado amenazando á los reinos de Andalucía. Ellos al fin superaron los obstáculos que les oponian las gargantas fortificadas de Sierra-Morena, y sucesivamente se apoderaron de toda la línea defensiva de las Andalucías. Vióse entonces el odio que se habia atraido el gobierno de la junta central hubo en Sevilla un tumulto popular que la insultó, y fueron igualmente insultados algunos de sus vocales en el camino que siguieron para la isla de Leon, donde habian resuelto que nuevamente se reunirian. Juntáronse en efecto veintiuno de sus miembros, y aunque bien á pesar suyo, se vieron obligados á dejar el mando que habian retenido mas allá de lo que la nacion hubiera deseado. Para impedir los inmensos males de la anarquía, determinó la central establecer un Consejo de Regencia (año de 1810), compuesto de cinco individuos que nom

bró en 29 de enero de este año por el último decreto de su malhadada administracion. Los electos fueron el obispo de Orense don Pedro Quevedo, el secretario de Estado don Francisco Saavedra, el capitan general don Francisco Javier Castáños, el secretario de marina don Antonio Escaño, y por las Américas el ministro del Supremo Consejo de Indias don Estévan Fernández de Leon. Mas habiendo este renunciado por sus enfermedades, se nombró á don Miguel de Lardizabal y Uribe, diputado de Méjico para la junta central. En el mismo dia, esta decretó que se eligieran para las futuras Córtes veinte y seis diputados suplentes que representáran á las provincias de Amé

rica.

Sin embargo de que habia objeciones poderosas contra la legitimidad del nuevo gobierno, por ser obra de la central, que no se hallaba autorizada para dictar semejante providencia, fué reconocido en Cádiz, en la isla de Leon, y en los demas puntos que se hallaban libres de los Franceses. Los patriotas españoles conocieron que era mejor tener un gobierno general, cualquiera que fuese, que carecer absolutamente de él.

Instalada la Regencia de España é Indias, segun se titulaba, imitó la conducta de la central respecto de las posesiones ultramarinas; cuando esta se vió reducida á las Andalucías, llamó á la diputacion de las Américas. Del mismo modo el Consejo de Regencia, cuyo imperio estaba casi limitado á Cádiz y á la isla de Leon, volvió sus miras á los reinos de Ultramar. Dirigió, pues, á los Americanos el decreto de 4 de febrero, en que les prevenia que eligieran diputados para las Córtes españolas, uno por cada capital cabeza de partido de las diferentes provincias que componian los cuatro vireinatos y las ocho capitanías generales, inclusa la de Filipinas. Aunque la junta central hubiese convocado desde ántes las Córtes para el 1° de marzo de este año, no habia pedido diputados á las Américas; esto se dejaba para el último momento, y parece que las circunstancias arrancaron como por fuerza aquella concesion. La Regencia acompañó este decreto con una proclama elocuente dirigida á los Americanos, en que les daba cuenta de su establecimiento, y de los motivos poderosos que habian exigido tal medida: les comunicaba las saludables reformas que los pueblos debian esperar de las futuras Córtes, y repetia la declaratoria de que los dominios españoles de ambas Américas habian sido reconoci

dos, segun los principios de eterna equidad y justicia, como partes integrantes y esenciales de la Monarquía, llamando á sus naturales á participar del gobierno representativo, pues debian elegir y enviar sus diputados á las Córtes. Hablando de esta eleccion, que se haria por los cabildos de las capitales de las provincias, añadió la Regencia acaso con imprudente levedad: « Desde este momento, Españoles americanos, os veis elevados á la dignidad de hombres libres no sois ya los mismos que antes encorvados bajo un yugo mucho mas duro miéntras mas distantes estabais del centro del poder; mirados con indiferencia, vejados por la codicia, y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar ó al escribir el nombre del que ha de venir á representaros en el congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los vireyes, ni de los gobernadores; están en vuestras manos. »

En el estado en que se hallaban los ánimos exaltados en toda la América española por los sucesos ocurridos en la España, estas palabras y las ideas que contienen hicieron por do quiera la mas profunda sensacion.

Tan halagüeñas promesas de ningun modo se realizaban en Quito allí los patriotas que habian capitulado con Ruiz de Castilla se hallaban aherrojados y sumidos en calabozos, siguiéndoseles al mismo tiempo un proceso de Estado con la mayor severidad y dureza. En la sustanciacion se oprimió y vejó de mil maneras diferentes á los supuestos reos, suprimiendo aquellos escritos en que hablaban con libertad, y alegaban los principios del derecho político; no entregándoles el proceso para hacer su defensa, y acortando extremadamente los términos jurídicos. Moráles fué el que se portó con mas firmeza en todo el curso de la causa. En un calabozo y bajo la cuchilla de los tiranos, siempre sostuvo que no habian cometido un crímen en la ereccion de la junta, y que no habiendo sido confirmadas por Fernando VII, las autoridades de Quito eran jueces intrusos que no tenian facultad para juzgarle. Moráles, por el temple de su alma, por sus talentos y por sus luces, era digno de haber sobrevivido á la revolucion, lo mismo que Salinas, Quiroga y algunos otros de aquellos primeros y beneméritos patriotas.

El fiscal Aréchaga pidió la pena capital y confiscacion de bienes contra los principales comprendidos en la revolucion, y pre

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