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ministerio, vinieron á dar nueva y decidida fuerza las disidencias que se significaron entre el gobierno y los individuos del consejo instalado por el testamento del rey.

El general Quesada, capitán general de Castilla la Vieja, se ponía al mismo tiempo en pugna con el ministro de la Guerra general Cruz, á quien dirigió una exposición acerbamente acentuada, que circuló por Madrid produciendo el consiguiente efecto sobre la opinión, hecho que acabó de dar por resultado la dimisión del ministro de la Guerra, que fué aceptada, entrando á desempeñar la vacante cartera el mariscal de campo don Antonio Remón Zarco del Valle, cuyo nombramiento hacían doblemente aceptable su reputación militar y sus antecedentes liberales.

Las exigencias de la opinión, que batía en brecha al ministerio, cobraron mayor fuerza á impulso del rápido desarrollo que cada día iban tomando los pronunciamientos carlistas. Hallábanse en campaña el canónigo Echevarría, el brigadier Tena, el franciscano Roger, el cura Merino, Balmaseda, el barón de Hervés, Carnicer, Fusté, Torá, Plandolit, Magraner, García, al mismo tiempo que otros cabecillas mandaban partidas en Castilla la Vieja, en Aragón, en Cataluña y hasta en los montes de Toledo, sin contar las facciones del Norte á cuya cabeza operaban Iturralde, Cuevillas, don Basilio, Villalobos, Lardizábal, Zabala, Sarasa, Castor, Sopelana, Vivanco é Ibarrola.

Don Santos Ladrón efectuó el pronunciamiento de la Rioja, secundado por don Pablo Briones, sirviéndoles de auxiliar don Basilio Antón García, y de consejero el abad de Valbanera. Un bando publicado por el primero de dichos jefes, fulminó pena de la vida contra todo realista que no secundase el movimiento, haciendo responsables á las justicias de la desobediencia á dicha orden; después de lo cual, y al frente de quinientos hombres, se dirigió don Santos á Navarra donde se le reunieron los realistas de don Basilio. El brigadier Miranda que operaba á las órdenes de don Santos Ladrón, recorrió la ribera del Ebro, habiendo logrado sorprender en Calahorra una compañía del provincial de Álava, y envalentonado con el éxito de sus primeras disposiciones, marchó en dirección de Arcos, movimiento que pareciendo grave al virrey de Navarra, general Solá, dispuso éste saliese en su persecución el brigadier Lorenzo á la cabeza de una columna de ochocientos hombres.

Púsose éste en movimiento, y después de algunas maniobras sin resultado, recibió un oficio del jefe carlista en el que éste manifestaba que esperaba á Lorenzo á pie firme, reto al que no podía permanecer sordo el jefe liberal, y abocadas ambas fuerzas, trabóse un reñido combate en el que acabaron por triunfar la disciplina y la organización de las fuerzas del ejército, las que arrollaron á los carlistas, poniéndolos en completa fuga, y siendo la captura de don Santos Ladrón y hasta treinta de sus oficiales el principal fruto de la victoria. Enviado á Pamplona el prisionero general por el brigadier Lorenzo, sufrió en aquella plaza el terrible castigo que las leyes militares imponen á las rebeliones armadas, viniendo á sucumbir el antiguo guerrillero en medio del pueblo que en mejores días mandó como autoridad, pues don Santos, que comenzó su carrera bajo las órdenes de Mina en la guerra de la Independencia. y que tomó

después una parte activa en la guerra civil de 1821 á 23 peleando contra el régimen constitucional, había sido nombrado por el rey gobernador de Pamplona después de la invasión francesa. Los últimos momentos de don Santos bien merecen de la historia una mirada de compasión.

Habiéndose dispuesto que fuese fusilado por la espalda, resistíase á morir con el estigma de traidor, mas viendo que se le obligaba por la fuerza á tomar la humillante postura, exclamó el desgraciado: «Moriré como Vds. quieran, mas no por eso empañará el lustre de mi nombre el baldón de traidor: Santos Ladrón siempre ha sido caballero.» A esta triste escena que tenía lugar el 14 de octubre, siguió momentos después el trágico fin, en iguales términos, de don Luis Irribaren, hecho prisionero al mismo tiempo que don Santos. Pocos días antes se había verificado el pronunciamiento de Oñate y la proclamación como rey del infante don Carlos, en cuya defensa llamó á los guipuzcoanos por medio de una ardiente proclama don Francisco José de Alzá, documento en el que atacaba con acritud al liberalismo, estigmatizando el patriotismo de los parciales de esta opinión como un disfraz, y su pretendido amor á la virtud como una hipocresía.

Don José Antonio Gómez continuó en Navarra la obra comenzada por Santos Ladrón, secundado en Roncesvalles por el coronel don Benito Eraso, el que, para animar á sus compatriotas, llegó hasta asegurarles en su proclama que la causa carlista podía contar con la alianza de varias cortes extranjeras; pronunciamientos los que acabamos de mencionar que coincidieron con los de Salvatierra, valle de Toranza y Burgos, dirigidos por Urango, don Pedro de Labarrena y el cura Merino. Pero la grande adquisición que en reemplazo de las pérdidas que en la persona de su primer jefe militar don Santos Ladrón hicieron los rebeldes navarros, consistió en haberse puesto en manos de un hombre que debía ser la figura saliente del carlismo y tal vez el de más briosas condiciones morales, que produjese el gran conflicto de elementos sociales á que sirvió de señal la muerte del rey.

Vivía retirado en Pamplona un soldado de la guerra de la Independencia, que después militó en las facciones realistas durante el régimen constitucional, y era coronel de un regimiento de línea á la proclamación de doña Isabel II. Aunque don Tomás Zumalacárregui había servido á las órdenes de Quesada, ni este general como tampoco Córdova y Llauder, que tan adictos eran á la causa de la reina, supieron apreciar para retener unido á ella un veterano de las condiciones del coronel Zumalacárregui.

Entre las separaciones de mandos militares verificadas en los primeros días del nuevo reinado se halló la de dicho jefe, al que no tardaron en buscar por caudillo sus paisanos, decididos á levantarse en armas en favor del pretendiente. La jefatura de los levantados en Navarra, por algu nos días ejercida por Iturralde, acabó por ser reconocido correspondía á las superiores dotes de mando que residían en la persona de Zumalacárregui á juicio de los jefes y oficiales de más señalado influjo, los que, reunidos en la ciudad de Estella el 14 de noviembre de 1833, de común acuerdo declararon que convencidos de las prendas militares y políticas

que adornaban al coronel vivo y efectivo don Tomás Zumalacárregui, unánimemente resolvían encargarle del mando superior de las tropas navarras. Acto que suscribieron los jefes Echevarría, Marichalar, Sarasa, Fuertes, Ripalda, Eyaralar y Chaso, Sala y Larve, Tarragual, García, Zariátegui, Verdiel, Zubiri, Echarte, Goñi y Ulibarri.

No era posible en tiempo de revolución y al iniciarse una guerra civil, que un caudillo popular recibiese una investidura más autorizada ni más competente.

Los sucesos que van á desarrollarse no tardaron en evidenciar el acierto con que procedieron los carlistas navarros.

Fuera minucioso, y de escaso interés para la historia, la prolija enumeración de todos los pronunciamientos carlistas estallados en las primeras semanas del mes de octubre. Más ó menos significativos, fueron casi generales en todas las provincias donde la milicia realista se hallaba organizada, siendo muy de observar que lo instantáneo de aquellos movi mientos suministra una evidente prueba de flaqueza moral de una causa, que contando partidarios resueltos en todas partes, sólo en las provincias del Norte y las del Este pudo sostenerse y continuar prestando alimento á la guerra civil. Las provincias de Andalucía y las de Extremadura fueron las únicas en que no logró alzar bandera el fanatismo reaccionario, siendo no menos digno de mención especial, que las provincias del Norte, vecinas al levantamiento de las Vascongadas, Santander, Castro-Urdiales, Santoña y Laredo, se declararon desde un principio sostenedoras de los derechos de doña Isabel.

CAPÍTULO II

MINISTERIO DE CEA BERMÚDEZ

Merino en Castilla.-El Pretendiente en Portugal.-Campaña de Sarsfield.-Caída de Cea Bermúdez.-Continuación de las operaciones militares en el Norte.-Don Jerónimo Valdés general en jefe.—Su primera campaña.

El campeón de la sublevación en Castilla lo fué el célebre cura don Jerónimo Merino, cuya biografía ofrecería curioso asunto para una variada digresión, que por otra parte no consiente la abundancia y prefe rencia de las materias de mayor interés histórico de que hemos de ocuparnos. Salido de las más humildes filas del pueblo, como Manso, el Empecinado, Mina y el Médico, esclarecidos guerrilleros de la guerra de la Independencia, Merino comenzó su vida de pastor de ganado, trocándola en seguida por la de quinto al servicio del rey, y concluyendo por recibir órdenes sagradas, merced á la, en sus días, fácil y benévola protección de un eclesiástico que amparó los estudios de Merino, quien por este medio llegó á alcanzar la cura de almas de Villobiado, pueblo de su naturaleza. Salido á guerrear en 1809, como en la misma época lo hicie ron españoles de todas categorías, no tardó el cura en distinguirse por medio de sus hechos y proezas contra los franceses, cual de ello da suficiente testimonio la circunstancia de haberse encontrado de brigadier del ejército al terminar la guerra de la Independencia. Fernando VII juzgó

que en vez de continuar aprovechándose de los servicios del marcial cura como soldado, debía agraciarle con una pingüe canonjía en la ricamente dotada catedral de Valencia, en el goce de cuya prebenda no pudo permanecer mucho tiempo Merino á causa de las excentricidades propias de su natural altivo y violento y de los hábitos contraídos en la licenciosa vida de los ejércitos en campaña.

La historia tiene por demás consignado que en 1821 Merino volvió á tomar las armas, alzando bandera contra el gobierno constitucional, y agasajado por Fernando VII en lauro de los nuevos servicios que le había prestado, considerábasele como adicto á la causa de la reina al estallar la escisión que fraccionó el antiguo partido realista. Corroborando aquella opinión, Merino había felicitado á María Cristina como encargada de la gobernación del reino durante la enfermedad de Fernando. Como quiera que sea, no supo resistir el cura guerrillero el ejemplo ni las excitaciones de sus dobles compañeros de tonsura y de campamento, y presentóse al llamamiento de la Junta carlista de Burgos, aceptando el mando de los voluntarios realistas levantados en todo el territorio de Castilla la Vieja. El obispo de León, que tan ruidoso papel estaba destinado á representar, fué el inspirador de las determinaciones de aquella Junta, á la que hizo concebir esperanzas de que el general Sarsfield, que al frente de las tropas que habían estacionado en la frontera de Portugal caminaba en dirección de la cuenca del Ebro, se declararía por la causa del Pretendiente, sospecha alimentada por un autor de buen criterio, pero que en su día rechazaron los amigos del general y que hacía además poco verosímil el caballeroso carácter de Sarsfield.

La Junta de Burgos, que por algún tiempo tuvo desavenencias con Merino, nombró comandante general de las fuerzas carlistas á don Ignacio Alonso Cuevillas; mas éste por modestia ó por la importancia que diera á la popularidad de Merino, se puso bajo sus órdenes, de cuyas resultas fué el último aclamado en 16 de octubre, en las mismas inmediaciones de Santa María de Cubo, por general en jefe de las tropas levantadas en Castilla en defensa de don Carlos. Activo y diligente Merino, reunió los voluntarios realistas de todas las comarcas vecinas, sin que las autoridades de la reina en la capital hubiesen por falta de tropa y de medios materiales podido oponerse á la concentración de la fuerza enemiga. En pocos días tuvo el cura bajo su mando once mil hombres, cuyo número diariamente se aumentaba, habiendo llegado la audacia de sus movimientos á impresionar tan vivamente al gobierno, que éste ordenó á Sarsfield que precipitase su marcha sobre Burgos para destruir ó ahuyentar las fuerzas de la rebelión, pues á tanto llegó en aquellos días la audacia de Merino y de sus expedicionarios, que se atrevieron á tomar el camino de Madrid, acercándose al Escorial, enviando destacamentos que pidieron raciones en Galapagar. Si las fuerzas que Merino acaudillaba hubiesen tenido organización, disciplina y oficialidad capaz de conducirlas al combate, muy grave hubiera sido la situación en que se viera la corte, de la que no pocos de sus habitantes, que simpatizaban con la rebelión, salieron en la engañosa esperanza de que encontrarían á Merino en el Pardo ó en sus inmediaciones.

Para contener los progresos del rebelde cura, destinó el gobierno las pocas fuerzas de que podía disponer al mando del general Pastor y del coronel Albuín, los que operaron contra Merino sin lograr alcanzarle, pues poco confiado el jefe carlista en la solidez de sus soldados, evitando aparecer que huía, supo sin embargo eludir el combate. Más embarazado por la indisciplina de su gente que confiado en el número de los que seguían su bandera, meditaba Merino dirigirse á la raya de Portugal, cuando llamado por reiteradas órdenes de las Juntas de las Provincias Vascongadas emprendió su marcha en dirección del Ebro.

Operaba en la ribera, al frente de las tropas leales, el brigadier Benedicto, y habiendo alcanzado el 13 de noviembre á Merino en las inmediaciones de Villafranca de Montes de Oca, empeñóse un reñido combate, que sin ser decisivo dejó el campo en poder de los liberales; mas no habiendo aceptado Merino el resultado de una jornada que pudiera imputársele á derrota, quiso renovar la lucha dirigiéndose á Haro, ocupado por el general Sarsfield, que acababa de hacer su aparición en las Provincias, y hallábase en aquel momento cercado por las fuerzas de Veráztegui y de Cuevillas, comprometida situación de la que permitió salir á Sarsfield la doble circunstancia de las desavenencias sobrevenidas entre Merino y Veráztegui, de cuyas resultas el primero marchó con su gente en dirección de la Sierra, activamente perseguido por Benedicto, y una vez guarecido en las asperezas en que buscó refugio, licenció la mayor parte de la gente que le seguía, quedándose reducida su poco antes numerosa hueste á doscientos jinetes, único residuo del ejército de relumbrón con el que acababa de pasearse por las llanuras de Castilla.

El infante don Carlos residía todavía en el contiguo reino cuando recibió la noticia del fallecimiento de su hermano, habiendo sido desde aquel momento tratado con honores de rey por la vacilante corte de don Miguel, todavía dueño de Lisboa y de la mayor parte del territorio de Portugal. Informado de esta novedad el gabinete Cea, cuya predilección en favor de don Miguel había disminuído hasta el extremo de hallarse, como hemos dicho, en negociaciones con el gobierno inglés para el reconocimiento de doña María, dió orden al ministro residente de España en Lisboa para retirarse, en obediencia de cuyo mandato don Luis Fernández de Córdova se presentó en Madrid, y como antes queda indicado ingresó en las filas de los adversarios del gabinete al que acababa de servir.

Apresurándose á ejercer sus funciones de rey, don Carlos lanzó desde Abrantes, con fecha 1.o de octubre, un primer manifiesto á sus secuaces, documento que íntegro insertamos al final del presente capítulo (1), y en el que, procurando vindicarse de que obraba llevado por miras ambiciosas, se presentaba como el defensor de los derechos de su dinastía, haciendo un llamamiento á los sentimientos católicos de sus partidarios, y dándoles aquellos consejos de unión y de buen comportamiento que son los lugares comunes en que abundaron siempre las manifestaciones de todos los pretendientes.

A este primer acto de auténtica rebelión por parte del infante, fué al (1) Véase el documento núm. I.

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