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en persecución de las fuerzas que conducía Iturralde y á Lorenzo á marchar en persecución de Zubiri, de cuyas resultas, y viéndose Zumalacárregui sin enemigos al frente, concibió el audaz proyecto de apoderarse de la fábrica real de Orbaiceta, guarnecida por doscientos hombres al mando del coronel Bayona. Llegado que hubo al frente de la población, intimó al jefe que la custodiaba la inmediata rendición de aquel punto, acompañada de la obligada amenaza de, en caso negativo, pasar la guarnición á cuchillo. No creyendo el coronel Bayona poder defender con éxito la posición, dió oídos á la propuesta capitulación, la que en efecto se llevó á cabo el día 27 de enero de 1834, á despecho de la oposición de varios oficiales de la guarnición que, movidos por el legítimo sentimiento de la honra militar, creían que la rendición debía ser precedida por hechos de armas cuyo resultado la hiciesen indispensable.

En un documento anexo al final del presente capítulo se halla el texto de aquella capitulación (1) que valió á los carlistas un punto fortificado, un cañón de bronce, gran repuesto de fusiles, cincuenta mil cartuchos y valiosos efectos de guerra, haciendo además doscientos prisioneros. La toma de la fábrica de Orbaiceta fué el preludio de las ulteriores conquistas de puntos fortificados por medio de los cuales debían adquirir los carlistas la excelente base de operaciones de que tanto partido supieron sacar. La noticia de la rendición de Orbaiceta estimuló el celo del general en jefe don Jerónimo Valdés, decidiéndolo á ponerse al frente de una columna de seis mil hombres con los que marchó en busca del temible enemigo cuya pericia y fama eclipsaba ya la de los generales de la reina. Ocupaba Zumalacárregui á Lumbier al frente de mil quinientos hombres, y sabedor por sus confidentes de la dirección que tomaba el enemigo, cambió de posición abandonando á Dometio, marchando en dirección de Navascués, desde donde se dirigió el 3 de febrero á ocupar una altura que juzgó ventajosa y que daba frente al pueblo de Huesa. De corto tiempo había dispuesto Zumalacárregui para ordenar su hueste en dicha posición, no obstante lo cual recibió el ataque de Valdés á pie firme, y aun disputándole con obstinación el terreno hubo de ceder á la superioridad del número y á la falta de municiones. Con la humanidad que le era característica, el general de las tropas de la reina recogió los heridos que el enemigo había dejado sobre el campo de batalla, recomendándolos al párroco de Huesa y prodigándoles todos los auxilios que su situación reclamaba.

Lejos de abatirse por aquel revés el hombre de hierro que capitaneaba las facciones, dió á luz su terrible circular, fecha 9 de febrero, por la cual prodigaba la pena de muerte á las autoridades que obedeciesen las órdenes del gobierno de la reina ó dejasen de obedecer á las dictadas en nombre de don Carlos, circular que la historia verá con horror, pero á la que no podrá negarse que su objetivo conducía á un fin altamente provechoso á la causa del pretendiente, atendida la situación respectiva en que se hallaban los beligerantes y al espíritu que animaba al país.

Otro hecho de armas igualmente honroso para Valdés siguió al disputado triunfo que había logrado en Huesa. Sabedor del peligro en que se (1) Véase el documento núm. I.

hallaba la corta guarnición de Elizondo, sitiada por Sagastibelza al frente de seiscientos hombres, dirigióse á marchas forzadas en auxilio de los sitiados, á los que logró libertar de la suerte que había cabido á la guarnición de Orbaiceta.

Después de esta corta correría, Valdés se dirigió á Vitoria pasando por Pamplona, llevando consigo todas las fuerzas que halló disponibles, no sin haber al mismo tiempo reforzado á Lorenzo, encargado de seguir las operaciones de Navarra. Al llegar á Irurzún supo Valdés que quinientos guipuzcoanos, á las órdenes de Alzá, habían penetrado en la Borunda, y se hallaban en Echarri-Aranaz. En su persecución destacó la fuerza de caballería que lo acompañaba, y siguió á Vitoria, donde llegado que fué, y descorazonado al ver la inutilidad de sus esfuerzos contra enemigos que siempre sabían eludir las combinaciones contra ellos dirigidas, y en posesión de un país que moralmente dominaban; resentido además de la conducta que achacaba al general Quesada, cuyas providencias y movimientos de tropas consideraba como ingerencias contrarias á las atribuciones del general en jefe, y enfermo de cuerpo y de espíritu, dimitió Valdés un mando del que no esperaba sacar gloria, y en el que, por el contrario, veía una ocasión de desprestigio, y el menoscabo para su bien adquirida reputación militar. Antes de que Valdés llegase á ser reempla zado, tuvo lugar un pequeño combate en Agurdín, combate de resultados insignificantes, pero que ofreció un nuevo indicio de la buena organización que los carlistas iban adquiriendo.

Algo más serio acontecía por aquellos días entre Espartero, comandante general de Vizcaya, y los rebeldes La Torre, Zabala y Luqui, quienes se presentaron al frente de Guernica intimando la rendición del destacamento que la guarnecía. Salió Espartero de Bilbao en auxilio de los sitiados al frente de mil trescientos hombres, que componían todas las fuerzas que le fué posible reunir. Aunque halló á los sitiadores en número muy superior, llevado del noble arrojo que siempre caracterizó á tan popular caudillo, arrolló las fuerzas enemigas y penetró en la población. Pero aquel acto de insigne valor no lo fué á igual grado de prudencia, pues al siguiente día los carlistas acudieron con considerables refuerzos y vióse Espartero tan apurado que no pudo menos de informar al general en jefe de la crítica situación en que se hallaba. Salió en su consecuencia Valdés de Vitoria en socorro de los sitiados el mismo día en que Espartero había tomado por asalto á Guernica, detúvose en Salvatierra y en San Vicente de Arana á dictar providencias conducentes á contrarrestar el rápido desarrollo que tomaban las facciones, y sabedor en dicho punto del inminente peligro en que Espartero se hallaba, agravado en gran manera por las frecuentes deserciones al enemigo de individuos de los cuerpos de la guardia real, dispuso Valdés que inmediatamente marchase el brigadier Benedicto con todas las fuerzas disponibles en socorro de Guernica. Pero antes que pudiese llegarle el requerido auxilio, el bizarro Espartero, después de haber sostenido cinco días de sangrienta lucha contra los sitiadores, aprovechó sagazmente la noche del 23 de febrero para abandonar el pueblo, burlando la vigilancia del enemigo y llevándose consigo los enfermos y el material de la guarnición.

En su marcha hacia Bilbao halló Espartero ocupado á Bermeo por un batallón carlista, al que sin vacilar atacó, causándole setenta muertos y haciéndole treinta y dos prisioneros, con cuyo trofeo entró en Bilbao por la noche del día 24.

Otro mayor descalabro, pero sin compensación, debían sufrir por aquellos días las tropas de la reina en Zubiri y Urdaniz. Después de haber dado algunos días de descanso á sus huestes en Navascués, dirigióse Zumalacárregui á Olague, y avisado dos leguas antes de llegar á este punto por un espía doble (que siéndolo á la vez de los cristinos los vendía para mejor servir la causa de don Carlos) de cuáles eran las posiciones que ocupaban Oraá en Zubiri y de la venta donde se hallaba su caballería, improvisó sobre la marcha uno de aquellos atrevidos golpes de mano que tan frecuentes son en los hombres de guerra. Mandó Zumalacárregui hacer alto á su división, y escogió cuatro compañías y la de guías ocultándose con ella en un cercano monte. A las doce de la noche y á la luz de una hoguera alimentada por trozos de roble que hizo abatir, dictó las órdenes siguientes: Que tres de las cinco compañías entrasen rompiendo un vivo fuego en el pueblo de Urdaniz, donde se alojaban quinientos cristinos; que otra compañía atacase á Zubiri, desde donde descansaba Oraá, ínterin la restante fuerza embestiría á la venta. Explicado por Zumalacárregui su plan á los que debían ejecutarle, y habiendo destinado para el mando de cada destacamento á los oficiales que más aptos le parecieron, marcharon éstos á ejecutar las órdenes de su jefe, y á las dos de la madrugada se rompió simultáneamente el fuego contra Zubiri y contra Urdaniz. Sorprendidos los cristinos trataron de hacerse fuertes en el primero de dichos pueblos, contestando vigorosamente al fuego desde las ventanas de sus alojamientos. En Urdaniz fué todavía la lid más sangrienta. Los sorprendidos en este pueblo, al ver penetrar en las casas á los carlistas, los recibieron con arma blanca, y usando de las mismas los contrarios, las escaleras y los zaguanes se convirtieron en un matadero de víctimas humanas.

Los carlistas que atacaron la venta se hicieron dueños de todos los caballos de la columna, dando muerte á los que no pudieron llevarse, siendo para ellos el fruto de aquella memorable sorpresa un rico botín de prisioneros y de caballos

Repuesto Oraá del inesperado golpe, púsose en marcha en persecución del enemigo, pero hallando á Zumalacárregui á corta distancia ocupando fuertes posiciones, tuvo el buen acuerdo de detenerse para no empeorar la jornada.

Durante los mandos de Valdés y de Quesada, la defensa del territorio de la provincia de Vizcaya se halló confiada al denuedo y vigilancia del general Espartero. Hallábase en Durango el 22 de abril, cuando recibió el parte de que Cástor Andechaga al frente de mil de los suyos amenazaba á Portugalete, y con la serenidad y decisión que siempre caracterizaron los movimientos del patriota general, no se detuvo en Bilbao y siguió apresuradamente en busca del enemigo, el que en vano trató de oponerle empeñada resistencia en el puente de Burceña, que forzó Espartero, pasando sobre los cadáveres de sus enemigos, libertando á la población á precio

de la propia sangre del caudillo liberal, que salió herido en aquella sangrienta jornada.

Después de este brillante hecho de armas tuvieron lugar otros dos encuentros, el primero en Sollabe y el segundo en Urigosti, en los que, como era ya habitual desde que los carlistas se habían organizado, ambos beligerantes experimentaron pérdidas casi iguales, como sucedía siempre que los combates no eran decisivos.

Antes de ocuparnos de las operaciones que emprendió en las Provincias Vascongadas y en Navarra el general que sucedió á don Jerónimo Valdés, conviene, para formar idea del fiero desarrollo que debía tomar la guerra civil, enumerar el estado en que se hallaban las facciones en las demás provincias del reino.

Las de Cataluña fueron las primeras que respondieron al llamamiento insurreccional de los navarros y de los vascongados. No tardó en presentarse en las provincias del antiguo Principado un fenómeno bastante parecido al que habían ofrecido en el transcurso de la segunda época del régimen constitucional. En las ciudades populosas, como Barcelona y demás capitales, en los pueblos fabriles, y por lo general en los dilatados valles que forman los llanos de las provincias catalanas, la opinión liberal predominaba entre la mayoría de sus habitantes; por el contrario, en la parte montuosa y entre las clases agrícolas, merced principalmente al influjo del clero, prevalecía la afección á don Carlos. El capitán general Llauder sacó todo el partido posible de la buena disposición de las clases ilustradas y de los industriales, y formó batallones de voluntarios urbanos, haciendo cuanto pudo por vigorizar el espíritu público.

Algo más importante hubiera podido alcanzar por aquel tiempo, como más tarde lo consiguió, la causa carlista, merced á los grandes esfuerzos hechos por sus partidarios, si no hubiese fracasado la estratagema de la que fué protagonista el infante don Sebastián. Presentóse éste en Barcelona después de haber jurado fidelidad á la reina, y por consiguiente antes de haber ejecutado acto alguno de rebeldía, y fué, como no podía menos de ser, recibido por el capitán general Llauder con las consideraciones debidas á un infante y á un capitán general del ejército español. Acompañaban á don Sebastián varios conjurados carlistas, circunstancia que puso en alarma al capitán general y le autorizó á hablar al infante con suma energía, sin que, sin embargo, le fuese lícito proceder contra quien aun no se había entregado á ningún acto ostensible de rebelión. Don Sebastián llevaba evidentemente á Cataluña el intento de madurar y de dirigir la insurrección que activamente preparaban los partidarios de don Carlos desde el punto en que se consideró en peligro la vida del rey, pero hubo de intimidar al infante la actitud de Llauder y abandonó á Barcelona sin ulterior procedimiento.

Mas audaz ó más confiado Romagosa, destinado á dirigir la insurrección catalana después que hubo estallado el gran pronunciamiento de octubre del año anterior, y designado ya como su futuro jefe, marchó á Génova, donde protegido por el gobierno sardo y provisto de recursos fletó un bergantín bajo la bandera de aquel reino y á su bordo arribó á las playas de San Salvador, donde se ocultó en casa del párroco de Selvas,

consagrándose á dar impulso á sus planes; pero Llauder, cuya policía era muy activa, seguía con vigilancia los pasos de Romagosa que, aprisionado á pocos días después, pagó con su vida un celo del que no pudo utilizarse la causa que servía.

Si en las provincias del Norte era ya compacta y temible la organización militar de los carlistas al terminar la primavera de 1834, hallábase todavía muy en embrión en las provincias del Este. La contigüidad de los territorios de Cataluña y Aragón ocasionaba que respectivamente se corrieran las fuerzas de uno y otro bando más allá de sus confines oficiales, eventualidad que en los primeros días de abril vino á realizarse junto á la población de Mayals, fronteriza entre las provincias de Tortosa y Teruel. Concurrieron á aquella acción Carratalá y Bretón, y por los carlistas Carnicer y Cabrera, todavía subordinado de este último cabecilla, al que debía antes de mucho reemplazar.

Hemos hasta ahora guardado silencio sobre el hombre que tan ancho lugar debía ocupar en la guerra de los siete años, reservando para el momento en que Cabrera reasumió el mando superior de Aragón y territorios limítrofes, dar á conocer al que después de Zumalacárregui ha sido la segunda figura del carlismo militante. Es fama que el futuro conde de Morella hizo su aparición en las filas del partido al que debía hacer tan señalados servicios, en los días en que las fuerzas mandadas por Bretón sitiaron á Morella, y corren versiones sobre que el recluta adolescente que tanta fama de valiente estaba destinado á adquirir, pasó rápidamente en dicho día de la timidez hija de la sorpresa y de la novedad á la posesión de aquella sangre fría y arrojo que caracteriza á los veteranos.

Este futuro personaje carlista, reducido al papel de segundo todavía de Carnicer, combatió esforzadamente en los campos de Mayals, jornada en la que los carlistas se propusieron extender su base de operaciones ligando las comunicaciones de sus columnas en Cataluña y Aragón. Pero todavía no había llegado el momento de que Cabrera imperase soberanamente en el Maestrazgo, y sólo cupo en suerte á los carlistas dejar en la jornada de Mayals trescientos hombres tendidos en el campo y setecientos prisioneros en poder de los generales cristinos.

A aquella época pertenecen algunos otros hechos de armas, que si bien no reclaman lugar preferente, no deben ser del todo pasados en silencio. Es uno de ellos el relativo á un ingenioso ardid de Cabrera, por medio del cual sorprendió algo cómicamente á los urbanos de Villafranca del Cid. Presentóse el caudillo carlista en este pueblo con algunos de los suyos á quienes había hecho revestir uniformes aprehendidos á los soldados de la reina caídos prisioneros en Morella. Entrado que hubo en Villafranca llamó al alcalde y le invitó á reunir á los nacionales para marchar juntos en busca de los carlistas. Sonó el tambor, y habiendo acudido los urbanos al llamamiento y formados que estuvieron en la plaza, dirigióles Cabrera la palabra en los términos siguientes: «No he engañado á ustedes al mandar que se reuniesen para perseguir á los carlistas. Aquí estamos, yo soy Cabrera, empecemos, pues, el combate; pero si ustedes quieren, si lo creen más prudente, entréguenme las armas y vuelvan á sus faenas. >>

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