Imágenes de páginas
PDF
EPUB

espíritu guerrero, bullidor y absorbente que caracterizó el reinado de los dos primeros príncipes de la casa de Austria.

Mal podía la nación cuya unidad se hallaba todavía en embrión, pues por largo tiempo aun se gobernaron como países extraños el uno al otro, Castilla, Aragón, Cataluña y Valencia, preocuparse de la defensa de intereses comunes, de los que no tenía conciencia, ni dejar de entregarse al grande impulso que en el siglo XVI tuvieron las guerras de conquista y las empresas transatlánticas de los españoles.

La célebre guerra de los treinta años en Alemania, la prolongada rebelión de los Países Bajos, la participación que tomamos en las contiendas civiles de Francia, nuestra constante ingerencia en los Estados de Italia, el descubrir y poblar el hemisferio descubierto por Colón, impusieron á la recién constituída nacionalidad española, esfuerzos superiores á los recursos de que podía disponer.

El sostener ejércitos en Flandes y en Italia, el equipar escuadras para invadir á Inglaterra, el sostenimiento de numerosas y distantes guarniciones, el fundar colonias en las más apartadas regiones del globo, reque rían elementos superiores á los que para llevar tan pesada carga podía reunir España, siguiéndose forzosamente de ello que comprimiese su desarrollo interior, mermando su población y agotando sus medios á todas luces insuficientes para empresas á las que apenas bastarían en nuestros días los superabundantes recursos de que disponen las naciones más opulentas. Gastó España sus nacientes fuerzas en contiendas y en guerras que no le permitieron desarrollar los gérmenes de vida y de organización interior á que estuvimos llamados en el reinado de Isabel I y de Fernando de Aragón.

En el de Carlos V dejó la grandeza de ser convocada á ocupar su tradicional puesto en las Cortes, cuyo carácter político quedó casi del todo anulado después de disueltas las célebres de la Coruña, pues las que posteriormente se juntaron bajo la dinastía austriaca, carecieron de la independencia de que estuvieron en posesión las asambleas nacionales en los siglos XIV y XV.

Sin embargo, conservóse bajo aquella dinastía el nombre y la forma de la institución, que reconocía el derecho de la nación para aconsejar al rey, dirigirle peticiones y otorgarle subsidios, si bien es de observar que no se respetó la costumbre de convocar las Cortes periódicamente.

Este hecho corrobora nuestra precedente observación relativa al cambio experimentado en nuestro régimen político á principios del siglo XVIII, toda vez que á pesar de no estar todavía en completo desuso la reunión de las Cortes, no elevaron las ciudades que en ellas tenían representación una voz de protesta contra la monstruosa usurpación que los consejeros y favoritos de Carlos II cometían al disponer de los territorios y de los súbditos de la corona de España, cuyas posesiones se vieron puestas en feria y como subastadas en el reparto que de ellas se hizo en los tratados concertados entre los gabinetes extranjeros.

De resultas de tales cambios y de la postración á que había venido á parar la nación que había sido la preponderante en el mundo durante el siglo XVI, la herencia recogida por Felipe V en nada se parecía á la vigo

rosa nacionalidad que llegó á inspirar el general temor de que abrigase España el designio de erigirse en Monarquía Universal.

Mas si políticamente considerada era esta nación un cadáver cuando entró á regirla la casa de Borbón, no hay que desconocer que debió á los tres primeros príncipes de esta estirpe importantes mejoras administrativas. Los auxiliares enviados á Felipe V por su abuelo Luis XIV, rompieron la tradición rutinaria que tenía entorpecidas todas las ruedas de la organización interior. La absorbente preponderancia del clero fué contenida. El gobierno hizo alarde de independencia respecto al Papa, y en las transacciones diplomáticas de dichos tres reinados desplegó España una vitalidad que le valió ser todavía contada entre las potencias de primer orden.

El espíritu filosófico y reformador que á mediados del siglo último se hizo sentir en Austria, en Francia y en Toscana había también penetrado en las capas superiores de nuestra sociedad. La Inquisición cesó de funcionar activamente; entre la grandeza cundían los preceptos de Juan Jacobo Rousseau para la educación de los hijos; el duque de Osuna queriendo estimular con su ejemplo un impulso favorable á la industria, establecía en Madrid una casa de comercio bajo la razón social de Girón y compañía, y vióse más tarde al magnate favorito de Carlos IV proteger á los enciclopedistas y rodearse de sus discípulos y adeptos.

Pero aquella elaboración de cultura era del todo somera. No excedía de la superficie; la enseñanza pública estaba en su infancia; las universidades en vez de iniciadoras de ideas y de adelantos, antes bien eran rémora para los progresos de la inteligencia. Los libros y las doctrinas preponderantes en las naciones extranjeras, sólo eran conocidos del corto número de eruditos que guardaban para sí y para el reducido círculo de sus relaciones privadas la ciencia importada, para solaz de los muy contados que se preocupaban de la cosa pública. Seguíase de semejante estado que el saber indígena, que la cultura patria, tan florecientes en el siglo XVI y cuya decadencia dejamos señalada á grandes rasgos, privados ahora del alimento hijo de la libertad, esclavizados por el yugo oficial, sólo pudieron nutrirse de la enseñanza exótica, tan opuesta de suyo á las máximas y preceptos, á las costumbres creadas en el seno de nuestro pueblo por trescientos años de intolerancia teocrática y de gobierno absoluto.

Pero al compás de nuestra inmovilidad, del estancamiento en que yacíamos, la Europa y el mundo se conmovían á impulso del volcán de la gran revolución de 1789, no pudiendo dejar de hacerse sentir en España el influjo de las ideas y de los sentimientos que bajo el Consulado y el primer Imperio, cambiaban la faz y la manera de ser del continente europeo.

No es dudoso que al comenzar el presente siglo un sordo pero profundo movimiento de ideas, echaba raíces del lado acá del Pirineo. La corte, los literatos que rodeaban al príncipe de la Paz, embriagados con las ilusiones que les inspiraba la alianza de nuestro gobierno con Napoleón, todo lo esperaban del victorioso conquistador, y como aparte de las influencias cortesanas, las clases ilustradas, los hombres de iniciativa participaban de la levadura innovadora y anticlerical, predominaba entre las

elevadas clases sociales un espíritu de oposición del que no debía tardar en surgir el advenimiento del partido liberal.

¡Cuán diferente era, sin embargo, la situación de nuestra escuela reformadora, de la que cupo en Inglaterra á los puritanos de Cromwell y en Francia á los discípulos de Diderot y de d'Alembert! El fervor religioso de los primeros cundió y penetró hondamente en las entrañas del pueblo inglés, y cuando empezó la lucha entre el parlamento y Carlos I, los adversarios del rey tenían detrás de sí un gran partido, una ruidosa popularidad y el poderoso auxiliar de una propaganda activa.

La preparación revolucionaria fué todavía más robusta en Francia. Sus filósofos y sus escritores se habían apoderado completamente del ánimo público. La organización política que constituía la armazón de lo que se llamó el antiguo régimen, se hallaba tan desacreditada, que medio siglo antes que se viniera al suelo la vieja monarquía francesa, la propaganda revolucionaria partía de los círculos aristocráticos; la impiedad tenía escuela en los conventos de frailes, y el clero secular vivía con la relajación de costumbres que se desprende del hecho significativo de que al estallar la revolución de 1789, la mayoría de los obispos de Francia, en vez de residir en sus diócesis, vivían en París en traje de abates, frecuentando los tocadores, en que era moda entonces que las señoras de alto copete recibiesen á sus amigos predilectos.

Las ideas y las costumbres de la Francia se hallaban completamente revolucionadas cuando la convocatoria de los Notables, la de los Estados generales, y por último, de la Asamblea nacional, vinieron á dar forma y nombre al entierro solemne de la monarquía tradicional.

¿En qué se parecía nuestra situación á la de la Francia de 1789 cuando los sucesos de 1808, el motín de Aranjuez que destronó á Carlos IV, la ida de Fernando VII y de toda la familia real á Francia y la orfandad en que quedó la nación, dieron lugar al grandioso sacudimiento del espíritu nacional en reivindicación de su violada independencia y de su honra ultrajada?

Noble, esforzado, conmovedor fué el alzamiento en masa del pueblo español, en respuesta á las forzadas abdicaciones de Bayona y á las hecatombes del 2 de mayo, y grandes, al par que fundadas, fueron también las esperanzas que los hombres pensadores y de elevados sentimientos en el mundo entero concibieron, de que la regeneración de la España de nuestros gloriosos antepasados iba á ser tan completa como fecunda en bienes para nosotros y en noble ejemplo de emulación para las demás naciones.

A la historia corresponde consignar las causas de que no llegase á realizarse el lisonjero pronóstico, que por segunda vez debíamos dejar desmentido, cuando en 1820 asombramos á Europa, humillada entonces bajo el férreo yugo de la santa alianza, alzando una bandera de libertad, que no supimos hacer amar por la nación, ni defender contra el extranjero.

¿Y cuál fué el origen del fatal antagonismo que entre las ideas liberales y el sentimiento popular estalló al ser promulgado por las Constituyentes de Cádiz el Código de 1812?

No hay que olvidar que al arranque de hondo patriotismo que se apo

deró de la inmensa mayoría de los españoles en la guerra de la independencia, se asoció el clero y las clases que podían llamarse privilegiadas. En todas las juntas de provincias instaladas para significar el movimiento de resistencia contra el invasor, figuraban eclesiásticos y señaladamente frailes, á cuya clase pertenecían no pocos de los redactores de periódicos, de folletos, de manifiestos y de hojas sueltas que inundaron al país, y de hecho introdujeron la libertad de imprenta antes que existiese ley que la

autorizase.

Sabido es también que el futuro cardenal Inguanzo, el futuro arzobispo Cañedo y otros diputados de las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz, que se señalaron por su realismo exagerado y su enemiga contra el régimen constitucional, se habían manifestado, á la apertura de aquellas Cortes, ardientes partidarios del régimen liberal, pues los hubo entre ellos quienes calificaron de herejía política poner en duda que la soberanía no residiese en la nación. Desde 1808 á 1812 el movimiento patriótico y regenerador contra los franceses, la repulsión á las corruptelas palaciegas y al favoritismo fueron unánimes en todas las clases y más particularmente entre los individuos del clero.

Alcanzó empero al partido reformador la desgracia de carecer de escuela indígena, cuya enseñanza pudiera servirle de norte. Los principios que profesaba la minoría ilustrada, no sólo no eran simpáticos pero ni aun siquiera conocidos por la generalidad de los españoles, situación que debilitaba á los liberales contra la resistencia que debía encontrar su obra. Era muy difícil, y aun puede afirmarse casi imposible, que hombres imbuídos en la filosofía en boga en los países cultos, que discípulos y ad miradores de Voltaire, de Rousseau y demás apóstoles de la fe política enemiga del ídolo de la tradición, que los adversarios de la intolerancia refrenasen su irresistible deseo de dirigir los primeros golpes del gobierno constitucional contra los abusos de lo pasado. Por más que un artículo de la nueva constitución hubiese proclamado la religión católica, apostólica, romana, como única verdadera y como debiendo ser la exclusivamente admitida en los dominios españoles, el sagaz instinto eclesiástico no tardó en vislumbrar la nube que se le venía encima y preparóse el clero no sólo para la defensa sino para el ataque contra las nuevas instituciones. Fácil fué á los corifeos eclesiásticos hacer causa común con los camaristas, con los golillas, con toda la numerosa cohorte de allegados del antiguo régimen, usufructuarios de los abusos y corruptelas de la vieja monarquía.

De aquella amalgama de levitas y de privilegiados se formó el partido. servil enfrente del naciente liberalismo, coalición la de los primeros que apoyándose en las costumbres de un pueblo que había vivido bajo el influjo de aquellas clases, estaba tanto más dispuesto á seguirlas, cuanto que ellas exaltaban la fe de las creencias populares y se servían como de un talismán del nombre del cautivo monarca.

No fuera lógico inculpar al partido liberal, que acababa de nacer, de que no tuviese organización ni contase con jefes experimentados. Del todo nuevo el partido á la práctica de la ciencia de gobernar, no podía pedírsele que hiciese uso de un caudal de estudio y de experiencia de que

enteramente carecía, y antes al contrario dejóse arrastrar por sus instintos á medida que acrecieron las fuerzas del servilismo. La ley de señoríos llevó la alarma al seno de la grandeza, y la improvisada contribución directa, reforma mal entendida por efecto de falsas aplicaciones económi cas, hijas de la inexperiencia del partido liberal, disgustó á los contribuyentes para quienes era nueva y pareció pesada semejante carga.

Todas estas causas reunidas contribuyeron poderosamente á romper, á acabar de deshacer la casi unanimidad del sentimiento público, estallado en favor del establecimiento de un régimen nacional, al ser convocadas por la Junta Central las antiguas Cortes del reino.

Dado que fué este gran paso, lo importante habría sido saber apreciar la inmensa trascendencia de que quedase consolidada la obra del régimen representativo, habiendo llamado á participar de sus beneficios á todos los intereses constituídos, existentes en el país. Una vez aceptado que hubiese sido el nuevo orden de cosas y teniendo expedito el gran resorte de las elecciones, hallándose en posesión de la valiosa garantía de la libertad de imprenta y habiendo purificado algún tanto el régimen municipal, que se había viciado bajo el despotismo, muy bien pudo haberse procedido con menos impaciencia á abordar las reformas de carác ter más comprometido.

Dispuesto como se había hallado el clero á las reformas dentro de la esfera civil, hasta que conoció que también alcanzarían á sus inmunidades, no habría probablemente ido á buscar en los golillas, en los palaciegos y en las muchedumbres los elementos de que á la vuelta del rey pudo echar mano contra los liberales, y jurada que hubiese sido por Fernando VII una constitución menos radical que la de 1812, otra habría sido probablemente la suerte de la nación, pues aunque como era verosímil hubiese surgido más tarde el antagonismo entre los reformadores y los interesados en el sostén de los abusos, las disidencias habrían tenido otro carácter y adquirido la opinión un influjo difícil de descartar, una vez establecido y aceptado por el rey el régimen constitucional.

Pero nuevamente hay que reconocerlo; la conducta que hubiese bastado para mantener unida á la mayoría reformadora, cuya existencia se había hecho patente en los primeros años de la guerra de la independencia, exigía un lleno de educación política de la que carecían los españoles; pero una vez despertadas las pasiones y heridos los intereses, no podía ser dudoso el resultado de una lucha entre la minoría liberal, expresión de un idealismo exótico, y la secular organización del régimen absolutista y teocrático, con el que estábamos destinados á contender durante el medio siglo transcurrido desde 1812 hasta el día, contienda apenas terminada y de cuyos sacudimientos tendremos todavía probablemente que resentirnos.

A la vuelta de Fernando VII de su cautiverio de Valencey, el régimen liberal se vino al suelo como un castillo de naipes, derribado al impulso de un realismo exaltado y de la imprevisión y falta de prudencia de los constitucionales.

La versión de nuestro predecesor el señor Lafuente, expositiva de la contrarrevolución que inició el célebre decreto fechado en Valencia el

« AnteriorContinuar »