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acreedores, pidiendo siempre Guaras alguna demora en su partida para vender su casa y arreglar sus asuntos. Quedar en Londres podía, pero sólo como prisionero en la Torre; y, por fin, viejo y arruinado, pero siempre arrogante, caminó Guaras á Rye, estrechamente guardado, y fué embarcado en una zabra para Dunquerque el 24 de Mayo de 1579. Escribe Mendoza: «Me dicen que tiene mucha salud, que en su edad no es poca merced que Dios le hace; y el favorecerle V. merced para que la reciba de S. M. no es menester suplicarlo yo, teniéndola tan merecida por lo que V. merced sabe que ha servido aquí..... Me ha parecido no darles (á los ingleses) las gracias sobre el negocio, pues no le han querido vender á S. M.; y me parece pena pecati, por no haber deseado cosa más el Guaras que salir de aquí como Miristro, lo cual fue ocasion de que le llevasen á la Torre. Yo estoy contentísimo de verle fuera della, porque era negocio que me ha dado harto desabrimiento. Un mes más tarde (26 de Julio) escribe otra vez el Embajador á Zayas, sobre Guaras, una línea, que, si es verdad, prueba una vez más la osadía del mercader-diplomático. Parece que éste se detuvo algún tiempo en París; y dice Mendoza que «sospecha que fué por llevar cartas suyas (es decir, de María Stuart) que es materia que, según entendí aquí, de él, se le hacía mucho de mal el salirse de ella. Y así pasa á las páginas de la historia el recuerdo de este verdadero español, siempre fiel á su religión, á su patria y á sus paisanos. Imprudente y ambicioso acaso habrá sido este simple mercader, pero no se puede negar que fué todo un hombre. Vivió en España (probablemente en Tarazona de Aragón, á donde se había retirado su señora Doña Jerónima hacía algunos años) hasta principios de 1584, pidiendo siempre, y en vano, la satisfacción de lo que su Soberano le debía.

Justo era que la memoria de Antonio de Guaras, perdida en su país natal, fuese resucitada por un ciudadano del país donde pasó los mejores años de su larga vida.

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El 16 de Octubre último falleció en Madrid D. Jerónimo

Suñol, cuyo nombre escribirá la Historia en lugar preeminente

entre los pocos que registra de escultores españoles. Ha muerto á los sesenta y dos años, en la plenitud de sus facultades. Acaso su generación no le estimó tanto como merecía; la generación nueva le tenía olvidado; rendía obligado tributo á su prestigio, pero no hacía verdadera justicia á su mérito. El caso, sin ser nuevo, es de lamentar, por la flaqueza humana que descubre. Sin embargo, nada supone para la glorificación de Suñol. Los genios solamente nos alumbran con su fulgor en la serena noche de los tiempos. A la plena luz de la efímera actualidad parece como que anulan su resplandor las eternas sombras por entre las cuales se desliza la existencia. Las contadas personas que, apreciadoras del arte, conseguían abstraerse de esas impresiones del momento, sabían que Suñol era un maestro eminente, verdadera gloria nacional.

Ha llegado para él el día de las alabanzas; mañana llegará el de la justicia. Entre tanto permítasenos esbozar su biografía, repasar sus obras y señalar los rasgos de su personalidad, tal como nos es dable apreciarlos.

Los historiadores venideros hallarán poquísimas noticias que recoger de D. Jerónimo Suñol. Persona modesta y sencilla, nadie pudo arrancarle datos para su biografía, que aparece esbozada en los diccionarios. Por ellos sabemos que nació el año de 1840 en Barcelona. Mi amistad con el artista en sus últimos tiempos me ha permitido recoger de sus propios labios algunos recuerdos que él evocaba con delectación y yo escuchaba con íntimo placer, bien ajeno de que algún día pudiera referírselos al público para satisfacer su natural curiosidad de conocer, además del artista, el hombre.

Por cierto que antes de llegar á serlo estuvo para malograrse. Al niño Suñol le cogió en las calles de Barcelona un tumulto revolucionario. Iba con otro pequeño de su igual, y al ver que el tiroteo de revoltosos y leales les impedía llegar á sus casas, el instinto de conservación les dió ánimo para acogerse al quicio de una puerta cerrada mientras las balas silbaban por delante de ellos. Así se salvaron.

Adolescente, llevado de instintiva vocación por la escultura, hizo sus primeros ensayos en un taller que allí tenía su padre, de quien, al contarlo, se mostraba reconocido por la severidad y rectitud con que procuró abrirle camino, inculcándole el sano principio de que, á imitación suya, se labrase con el propio trabajo su porvenir. Por eso al ver que el novel escultor perseveraba en serlo, le puso á practicar en el taller de un maestro que se ejercitaba en la ejecución de imágenes piadosas.

Entonces hizo Suñol su primera obra importante: una Virgen de talla para el oratorio de un particular. Cursó en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, sin dejar el trabajo en las horas libres, y acabado el aprendizaje pronto realizó el sueño de todos los artistas: ir á Roma pensionado. Era aquélla la Roma de Pío IX y los tiempos en que Víctor Manuel se la dispu

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taba. En 1862, cuando Gari

baldi al frente de 2.000 volun

Suñol.

tarios se batió en las calles de la famosa ciudad con las tropas realistas, Suñol y un camarada se lanzaron á presenciarlo de cerca; pero á él, que por ser extranjero se creía seguro, le perdió el llevar un sombrero tan parecido al de los garibaldinos, que un jefe realista le hizo detener con intentos nada piadosos, hasta que convencido de que se las había con quien no había nacido para las luchas de la milicia, sino las del arte, le dejó libre.

En Roma y al lado de las personalidades más eminentes que iniciaron el renacimiento de nuestras artes en el siglo XIX pasó Suñol los mejores años de su vida; allí ejecutó la estatua del Dante, que enviada á nuestra Exposición nacional de 1864, bastó para consagrar su fama, lo que fué vencer en la primera lid, pues para las costumbres de aquellos tiempos fué mucho ganar una segunda medalla sin haber obtenido antes otras recompensas; allí hizo las estatuas de Petrarca y de Himenco, la cual le valió primera medalla en la Exposición nacional de 1866, y de bronce en la Universal de París al siguiente año; allí hizo, en fin, el mausoleo del vencedor de Africa, General O'Donnell, que adorna la iglesia matritense de las Salesas Reales, hoy parroquia de Santa Bárbara. Pero el clima de Roma fué traidor á la vigorosa naturaleza de Suñol, que pasó allí una gravísima enfermedad. Su convalecencia fué un idilio, y el artista se casó con Doña Adela Rossi, que le sobrevive. Oirle referir á Suñol su boda, era famoso: la documentación necesaria pedida á España tardaba y llegaba incompleta. Pero la Curia romana facilitó al cabo el camino por gracia especial del Papa, exigiendo que acudiesen dos testigos. Lo fueron los artistas Agrassot y Tusquets. El Cardenal que, con un crucifijo delante, practicaba la ceremonia, tomó juramento primeramente á los novios, después á los testigos. Cuando le llegó su turno á Tusquets, soltó éste la risa en las afeitadas barbas del Cardenal. Preguntóle éste la causa de tan extraña é irreverente hilaridad, y aquél contestó:

-Excelencia, es tan mala la escultura de ese crucifijo, que no he podido contenerme.

—¡Ah, los artistas!-exclamó el Cardenal, riéndose también.

Suñol había ido á Roma desconocido y salió de ella con una reputación envidiable. Vino á España y se estableció en Madrid, donde ha ejecutado obras de gran importancia, unas para magnates, como los

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San Pedro.-Suñol.

de Manzaredo y de Linares, las Duquesas de Denia y de Villahermosa; otras para el Gobierno ó entidades oficiales. Pudo medrar, pero no sintió los comezones de la ambición, pues sólo conoció las puras ambiciones del arte. Se hizo su rincón para pasar la vida modesta y retirada que hizo siempre, austero y humilde: No sabía pedir al favor lo que corresponde al derecho; no sabía luchar con otras armas que las de su mérito; no sintió los desvanecimientos de la lisonja, en términos que jamás leía los elogios tributados á sus obras por la crítica, que nunca le discutió. En fin, Suñol no ha tenido enemigos. El respeto y la admiración de todo el mundo le han acompañado hasta el sepulcro.

La experiencia le había hecho conocedor de los hombres, y era un estóico que amaba el arte, á cuyo culto fervoroso consagraba sus preciosas facultades. Por eso todo el mundo, y con mayor motivo los que le trataban, estimaban su recti

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