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moderadas y degradantes exigencias, para humillarlos después y humillar á la nacion forzándolos á sucumbir á pactos bochornosos. Agregando á Francia el territorio de Parma, burlóse de las ofertas hechas á los reyes de España y á sus hijos los reyes de Etruria. Vendiendo la Luisiana á los Estados Unidos, faltó descaradamente á la palabra empeñada en un tratado con el gobierno español. Exigiendo de Cárlos IV. que aconsejase á sus parientes los Borbones de Francia la renuncia de sus derechos al trono de aquella nacion, pretendia hacerle faltar á los sentimientos del corazon, á los afectos de la sangre y á la dignidad de rey. Queriendo prohibir en los diarios españoles la insercion de los debates del parlamento inglés y de toda noticia desfavorable á Francia, intentaba ejercer una tiranía inusitada é intolerable, á que no era fácil imaginar se atreviese nunca ningun poder estraño. Estableciendo un campamento en Bayona, amenazaba con próxima guerra á España si no accedia á todos sus deseos y antojos. Y escribiendo á Cárlos IV una carta revelándole secretos deshonrosos á su trono y á su persona, y poniéndole en la forzosa alternativa, ó de retirar su confianza al favorito, ó de franquear el paso por su reino á un ejército francés destinado á invadir el Portugal, mostraba estar resuelto á llevar su encono hasta atropellar toda consideracion y hasta violar cl sagrado de la honra y del interior de la familia. ¿Qué se podia esperar de esta disposicion de ánimo de Bonaparte?

Rota de nuevo, á poco de la paz de Amiens, la guerra entre Francia y la Gran Bretaña, y cuando el gobierno español habia tomado una vez siquiera el partido prudente de permanecer neutral, Napoleon esplotando su inmenso poder y nuestra deplorable flaqueza, nos vende como un señalado favor la aceptacion de esta neutralidad; ¿pero con qué condiciones? Obligándose el rey de España á destituir de sus empleos á los gobernadores de los departamentos marítimos de quienes aquél decia haber recibido agravios, á franquear los puertos españoles á las flotas de la república y cuidar de su reparacion y armamento, y sobre todo á pagar á la Francia un subsidio de seis millones mensuales, con otras cláusulas no menos hnmillantes y vergonzosas (1803). Por escarnio parecia haberse puesto el nombre de neutralidad á este singular convenio, que sobre comprometernos á aprontar caudales que no teníamos, nos dejaba espuestos á todos los rencores de la Inglaterra.

Más ó ménos fundadas las quejas y reclamaciones de esta nacion, veíasclas venir, y nadie las podia estrañar. Lo que no podia esperar, ni aun imaginar nadie, fué el acto horrible de ruda venganza, el atentado del cabo de Santa María contra las fragatas españolas que venian de América, inícuc alevosía que levantó un grito de indignacion en Europa, escandalosa infraccion del derecho de gentes consentida por su gobierno, y ácremente anatematiza

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la misma imprenta británica que no habia abdicado los sentimientos de justicia y de pudor. La guerra era ya inevitable, y la guerra fué declarada (1804). Consecuencia de este nuevo compromiso fué echarse de nuevo España en brazos de Napoleon, que á tál equivalía el humillante tratado de París (4 de enero, 1805), por el cual se comprometió España á tener armados y abastecidos por seis meses y á disposicion del gefe de la Francia treinta navíos de línea en los puertos del Ferrol, Cádiz y Cartagena, con su correspondiente dotacion de infantería y artillería, prontos á obrar en combinacion con las escuadras francesas. ¿Adónde se los destinaba, y cuáles iban á ser las operaciones? El gobierno español no lo sabia; el emperador se reservaba esplicarse en el término de un mes. Lo único que sabia nuestro gobierno era que no podia hacer paz con Inglaterra separadamente de la Francia.

Otra vez la empobrecida España en guerra con una nacion poderosa, y uncida con los ojos vendados á la coyunda de otra nacion, si poderosa tambien, pero amenazada de la tercera coalicion europea. Tras los pasados yerros, tras la larga série de las anteriores debilidades, ¿podia la España en este nuevo conflicto desprenderse de las ligaduras que la tenian atada á la voluntad de un poder estraño? Si le habia faltado valor para ello cuando este poder era una Convencion semi-anárquica, ó un Directorio combatido y vacilante, ó un Consulado temporal é inseguro, ¿cómo habia de tenerle ahora que el poder era el gran genio de Napoleon, recien investido de la púrpura imperial por los votos de tres millones y medio de franceses, y rodeado de un prestigio que le hacia aparecer omnipotente?

Surca pues la escuadra franco-española los mares del Nuevo-Mundo, porque asi lo ha ordenado Napoleon; y cuando Napoleon lo ordena dá la vuelta á Europa. ¿Cuál era el objeto de estas evoluciones? El general español, los ministros de Cárlos IV., el soberano mismo, todos lo ignoraban. Solo sabian que estaban ayudando á los planes gigantescos del emperador de los franceses, cuyos planes tampoco conocian sino por el rumor público. ¿De qué servia que el ilustre Gravina combatiera con pericia y con bravura al frente de la escuadra española, y que el mismo Napoleon dijera que los españoles se habian batido en Finisterre como leones, si todo lo frustraba la ineptitud y la cobardía del almirante francés Villeneuve? Y tomando los acontecimientos en más ancha y general escala, ¿qué provecho sacaba España de que el nuevo emperador su amigo y aliado, suspendiendo unas y realizando otras de aquellas maravillosas concepciones con que dejaba atónito al mundo, sorprendiendo con su aparicion y la de su grande ejército en el corazon de Europa, ganando el portentoso triunfo de Ulma, aterrando con la famosa batalla de Austerlitz, desmoronando imperios y humillando emperadores, convirtiera en

quiméricos los grandiosos planes de las potencias por tercera vez confederadas, y las obligára á firmar la paz de Presburgo?

Mientras Napoleon orlaba así su frente con tantas y tan gloriosas coronas, la España, su aliada y amiga, sufria el gran desastre, la catástrofe sangrienta, deplorable y honrosa á la vez, que acabó con el poder naval de la nacion española. La España de Felipe II. y de la armada Invencible; la España de Lepanto y de don Juan de Austria, vió sucumbir su poder marítimo con Cárlos IV. en las aguas de Trafalgar (1803). El historiador español no puede pronunciar este nombre sin lágrimas en los ojos y sin orgullo en el corazon. Lágrimas para llorar el infortunio; orgullo para ensalzar la honra que de la batalla sacó el pabellon de Castilla, aunque ensangrentado. Nuestra fué la desgracia, pero tambien fué nuestra la honra: otros compartieron con nosotros honra y desgracia: pero no todos pudieron decir como los españoles: «Salimos «ilesos de culpa.» Que no pelearon con menos heroismo en Trafalgar los insignes marinos Gravina, Alava, Escaño, Valdés, Cisneros, Galiano y Churruca, que habian peleado en Lepanto, con más propicia fortuna, don Juan de Austria, don Alvaro de Bazán, Cárdenas, Córdoba, Miranda, Ponce de Leon, y otros que entonces como ahora honraron los fastos de la marina española.

Y como el infortunio de Trafalgar fué una de tantas consecuencias del funesto tratado de alianza de San Ildefonso, por eso no puede leerse sin pena y sin rubor la felicitacion que el mismo autor del tratado, el príncipe de la Paz, dirigió á la Magestad Imperial y Real de Napoleon por sus triunfos, ensalzando sus hazañas sobre las de Alejandro, César y Carlo-Magno. Ni esta gratulatoria estaba en consonancia con el apenado espíritu del pueblo español, ni tan exagerados parabienes honraban á quien pagaba con adulaciones recientes ofensas, ni con tales lisonjas logró el de la Paz desarmar el brazo del gigante á quien habia irritado. Se arrodilló ante el ídolo, y no alcanzó su indulgencia.

El nuevo Carlo-Magno de la Francia (que á éste más que á otro alguno de los héroes y emperadores de la antigüedad queria Napoleon asemejarse) propónese hacer como él un nuevo imperio de Occidente; derriba antiguos tronos, crea y organiza nuevos estados y monarquías, como ántes creó nuevas repúblicas, reparte territorios y distribuye coronas entre sus hermanos, deudos y servidores, haciendo de ellos otros tantos feudos del imperio. Fomenta la disolucion del antiguo cuerpo germánico, y forma y pone bajo su protectorado la Confederacion del Rhin. Entre los monarcas destronados se cuentan Fernando de Nápoles y la imprudente reina Carolina, sentenciada hacia tiempo á pagar de este modo sus indiscretas provocaciones. El repartidor de tronos sienta en

el do Nápoles á su hermano José, y al comunicarlo secamente á Cárlos IV. le insinúa que tal vez le obliguen las circunstancias á tomar igual resolucion con la Etruria, donde reinaban los hijos del rey de España por la gracia de Dios y la voluntad de Napoleon. ¿Alzará este nuevo desengaño la venda que cubria los ojos de Cárlos IV.? ¿Podrá pensar ahora en reclamar sus derechos al trono de Nápoles, como cuando se formó de él la república Parthenopea, ó tendrá que cuidar de que no corra el suyo propio la misma suerte? ¿Quién puede señalar los límites de los proyectos de Napoleon? ¿Quién conoce su pensamiento, y qué soberano puede decir: «Yo estoy seguro en mi solio?» De contado el que en el tratado de París de 4 de enero de 1805 garantizó á S. M. Católica la integridad de su territorio de España (artículo 6.), ofreció en 1806 á Rusia dar las Islas Baleares al príncipe real de Nápoles, y así se estipuló en el tratado de 20 de julio entre los dos imperios. ¿Qué era para él la fé de los tratados, qué los compromisos solemnes, qué la palabra imperial empeñada, y en qué código fundaba su derecho de regalar á otro el territorio de un soberano amigo, y cuya integridad habia además garantido?

Algo abrieron con esto los ojos Cárlos IV. y el príncipe de la Paz. Pero en tanto que ellos discurren el dificilísimo medio de salir de este camino de perdicion, Napoleon emprende la prodigiosa campaña de Prusia, y con la memo rable batalla de Jena castiga duramente el inoportuno y loco entusiasmo patriótico de aquel reino, deshace la secular monarquía de Federico el Grande, ocupa á Berlin, y ébrio de ambicion, de poder y de orgullo, dá el terrible y monstruoso decreto del bloqueo continental, Encuentra estrecha y mezquina para la grandeza de su genio la dominacion de Italia, de Holanda y de Alemania, y remontando su vuelo como el águila que ha tomado por emblema, avanza al Vístula y al Niemen, triunfa en los nevados campos de Eylau, gana á Dantzick, ahoga el ejército ruso en Friedland, y despues de humillar á los dos soberanos Alejandro y Federico Guillermo, los obliga á firmar la famosa paz de Tilsit (1807), en uno de cuyos artículos secretos se pactó que José, rey ya de Nápoles, lo seria de las Dos Sicilias, cuando los Borbones de Nápoles hubiesen sido indemnizados con las Islas Baleares ó la de Candía, despues de lo cuál tornóse á Francia rodeado de brillo, y considerado como el dominador del continente

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De esta manera, si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio, y desde la de Campo-Formio hasta la de Amiens, habia sacado España de su malhadada alianza y su leal amistad á la rcpública francesa sino desaires, humillaciones y descalabros, desde la paz de Amiens hasta la de Tilsit no recogió sino desdichas é infortunios. Y si funesta le fué la union con la Francia republicana, en sus formas de Con

vencion, de Directorio ó de Consulado, íbale siendo todavía mas funesta la union con la Francia imperial.

Teniendo por aliado al grande emperador de los franceses, que todo lo subyugaba en Europa, tuvo España que defender ella sola, y con sus propias fuerzas, sus colonias del Nuevo Mundo, contra las espediciones marítimas de la vengativa y codiciosa Inglaterra. Debido fué, no á auxilio alguno que recibiéramos de nuestro poderoso aliado, sino al heróico patriotismo del ilustre Liniers, al arrojo de nuestros marinos y á la lealtad y decision de nuestros hermanos de América, que los ingleses fueran escarmentados y que se salvára Buenos-Aires. Napoleon felicitó por ello á Cárlos IV.; ¿pero dónde estaban las escuadras francesas que con arreglo al tratado de París debian obrar en combinacion con nuestras fuerzas marítimas para mantener la integridad de los dominios españoles? El emperador felicitaba, pero no socorria; enviaba parabienes, pero no cumplia los tratados. ¡Ah! El que se obligó en París á mantener la integridad de nuestro territorio, disponia en Tilsit de nuestras Baleares como si fuesen propiedad suya de libre dominio!

TOMO XIII.

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