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en venta de las encomiendas de las órdenes militares, que fueron grandes y poderos auxilios.

Puede calcularse cuales y cuántos habrian sido los gastos de la guerra en que desde 1796 nos habíamos empeñado con la Gran Bretaña, cuando con todos estos recursos, más ó ménos efectivos, pero cuantiosos casi todos, nos hallábamos á los principios del presente siglo con una deuda de más de cuatro mil millones en la Península, otra acaso igual en América y un déficit de se tecientos veinte millones en partidas corrientes. Los sacrificios los habian soportado principalmente las clases más influyentes, que eran ó las privilegiadas, ó las más acomodadas, ó las que vivian de sueldo. ¿Mas cómo no habia de trascender y refluir el malestar en los pueblos y en las clases más humildes, dependientes en lo general de aquellas? Y si á esta penuria agregamos los infortunios y calamidades con que Dios afligió por aquel tiempo la España, la peste, la escasez de cosechas y otros siniestros que se esperimentaron, sobran motivos para compadecer y lamentar la situacion en que se encontró el reino.

Imposible parecia salir de estado tan angustioso y aflictivo. Era por lo ménos muy difícil; y por eso no hemos vacilado en reconocer celo y buena intencion en los hombres de aquel gobierno (que todos ántes de nosotros les habian negado), que todavía, tan pronto como las circunstancias daban algun respiro, dictaban medidas reparadoras, con que volvian en lo posible la esperanza y el aliento á la desolada patria. Por eso hemos sentado tambien que los quebrantos nacian más de la política esterior que de la que dentro del reino se seguia. Es lo cierto, que así como la nacion se repuso algun tanto en el pasagero respiro que dejó la paz de Basilea en 1795, asi á la paz de Amiens en 1802 debióse que el gobierno pudiera ir cicatrizando en lo que cabia las hondas heridas que una guerra dispendiosa de seis años habia abierto á la fortuna pública. Los resultados se tocaron pronto: al terminar aquel mismo año se habian amortizado ya vales por valor de doscientos millones, que subieron á doscientos cincuenta en el siguiente, merced al buen acuerdo del Consejo de suprimir las cajas de descuento. Activóse la venta, que estaba paralizada, de los bienes de capellanías y patronatos. Abiertas las comunicaciones de largo tiempo interrumpidas con nuestras posesiones de América, pudieron venir los caudales allá detenidos. Alentáronse el comercio y la industria con la declaracion que se hizo de la libertad de tráfico para los productos y manufacturas de aquellos dominios. La agricultura se reanimó con providencias protectoras. Publicóse el censo de poblacion, y se mandó formar por primera vez la estadística de frutos y artefactos, á que se dedicaron y para que fueron creadas las oficinas de Fomento.

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Merced á éstas y otras semejantes providencias, aunque algunas de ellas dictadas con mejor intencion que tino, como las relativas á la importacion y esportacion de granos, á la tasacion de comestibles, y otras semejantes, propias de los errores económicos del tiempo, renacia cierta confianza, notábase actividad comercial, el crédito se iba reponiendo, se advertian indicios de empezar á regenerarse moralmente el pais, y de todos modos corrian para España dias relativamente más halagueños que los anteriores. Pero no fueron sino ráfagas pasageras de bonanza. Era fatalidad que causas y fenómenos naturales cooperasen con las faltas políticas á poner á la nacion en nuevos conflictos y apuros. La esterilidad de las cosechas trajo no solo miseria, sino hambre á los pueblos, que hasta de las calamidades que el cielo envia propenden á culpar á los gobernantes. Y cuando estos querian aplicar remedios, tales como la reduccion del impuesto llamado Voto de Santiago, la retencion de la quinta parte de todos los diezmos, y otros parecidos, incomodábanse y mostrábanse host les á los mismos gobernantes el clero y demás partícipes é interesados en la percepcion de aquellos tributos. Y como coincidiese al mismo tiempo la dura obligacion que Napoleon nos impuso de satisfacer aquel cuantioso subsidio de millones para mantener la mal llamada neutralidad en tre Francia é Inglaterra, y como á la supuesta neutralidad siguiese pronto la nueva ruptura con la nacion británica y los descalabros navales con que esta segunda guerra se inició, volvió para la hacienda española un período de penuria y de ahogo más angustioso que los que le habian precedido.

La escasez y carestía de granos y el monopolio insoportable que á favor de ella estaban ejerciendo los acaparadores, hizo necesario el célebre conve nio con el famoso asentista Ouvrard para el surtido de cereales, que aumentó enormemente nuestra deuda con Francia que suministró los cargamentos, y dió pié al emperador para tenernos en contínuo aprieto y alarma con sus exigencias é inconsiderados apremios. No fué poca suerte en tales apuros el haber alcanzado del pontífice la facultad de vender la séptima parte de las fincas de la Iglesia, dando en cambio al clero títulos ó inscripciones con el interés de tres por ciento. Pero esto no pasaba de ser un remedio parcial, y hubo necesidad de imponer al pueblo nuevos tributos, aunque con harto sentimiento del rey, y de apelar de nuevo al recurso de las loterías, al de los donativos patrióticos, y al de los empréstitos, entre los cuales se contó el de treinta millones de florines con la casa de Hoppe y compañía de Holanda, cuya liquidacion tanto ha dado que hacer hasta los tiempos que hemos alcanzado.

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Con la sucinta esposicion que acabamos de hacer de los enormes dispencostaron á España los compromisos en que la envolvió la impru

que

dente y desacordada política esterior del gobierno de Cárlos IV., no debe 11:2 ravillarnos que entre la deuda que del reinado anterior venia pesando sobre el tesoro, y la que los errores, los infortunios y las necesidades hicieron contraer en este reinado, ascendiera la deuda de España á fines de 1807 á la enorme suma de más de siete mil millones de reales, y su rédito anual á más de doscientos, no habiendo podido estinguirse sino cuatrocientos millones de vales de los mil setecientos millones que se habian emitido, no obstante los esfuer zos constantes de los cinco ministros que sucesivamente estuvieron encargados de la gestion de la hacienda.

Pero si bien reconocemos los desaciertos de la política esterior como la causa principal de este triste resultado, y confesamos haber contribuido á él calamidades y desgracias naturales, de esas que la Providencia envia á los pueblos y no está en la mano ni en la posibilidad de los hombres evitar, tampoco justificamos ni eximimos de culpa los errores y vicios de la administracion interior, la falta de un sistema económico, la incoherencia de las medidas, la impremeditacion y ligereza en la adopcion de algunas, la flojedad en el planteamiento de otras, la indiscreta indicacion de las que, no habiendo de realizarse ó habiendo de ser estériles, alarmaban y resentian á clases determinadas de las que más influian en el crédito y descrédito del gobierno; y sobre todo, las injustificables larguezas y prodigalidades que tanto contrastaban con la miseria pública, y que tanta ocasion daban á censuras, murmu. raciones y animadversion contra los que estaban al frente de la gobernacion del Estado.

¿Cómo habia de verse con indiferencia ni aun con resignacion, que en tanto que se hacian descuentos considerables á empleados de todas clases, módica ó escasamente retribuidos, hubiera ministros y consejeros que entre sueldos, gajes y estipendios de otros cargos simultáneos disfrutáran á costa del tesoro rentas de quince, veinte y hasta de cuarenta mil pesos, en aquelles tiempos y cuando tanto era el valor de la moneda? ¿Cómo presenciarse con gusto, en medio de la pública escasez, la espléndida magnificencia desplegada en las bodas de los príncipes? ¿Cómo las abundosas remesas de numerario al estrangero para socorrer al pontífice en su peregrinacion, cuando tan cuantiosos subsidios se pedian al clero y se vendian sus bienes para atender á las necesidades interiores del reino? ¿Cómo la prodigalidad de recompensas y pensiones à beneméritos combatientes, sobradamente dignos de ellas, pero dadas cuando el ejército que habia de salvar la patria estaba descalzo y des nudo? ¿Cómo el inmenso gasto que producia el escesivo y desproporcionado personal de gefes de nuestra marina, cuando los buques se hallaban sin material, en la miseria los departamentos, y las escuadras á veces sin poder

darse á la vela por falta de provisiones? ¿Cómo, en fin, ver enagenar las casas pertenecientes á establecimientos de beneficencia, y proponerse la venta de los edificios y fincas de la corona, cuando al príncipe de la Paz se le regalaban palacios suntuosos, en que vivia con el lujo de un sibarita y con el boato de un soberano?

De este modo, clero, nobleza, ejército, pueblo, las clases privilegiadas y las comunes, las productoras y consumidoras, las contribuyentes y las que de ellas ó arrimadas á ellas viven, á todas alcanzaba el disgusto, todas sentian el malestar, á todas llegaban los efectos, ó de la mala administracion ó de los infortunios de una época aciaga; y de todo indistintamente, asi de lo que pudíera evitarse ó corregirse, como de lo que no fuera susceptible de remedio; culpaban á los gobernantes; y entre ellos más y con más enojo al que se destacaba en primer término, y al que la prevencion popular, irreflexiva y ciega unas veces, otras instintiva y atinada, venia mirando de mucho tiempo atrás como á quien todo lo podia con su influencia y como á quien todo lo corrompia con su aliento.

VI.

Hasta ahora solo hemos mirado la administracion económica del gobierno de Carlos IV. por su lado adverso, por lo que tuvo de errada, de funesta y de ruinosa. Pero no seria justo, ni propio de críticos imparciales, copiar de un cuadro solamente lo que tuviese de defectuoso ó de deforme. Harto ha durado la preocupacion (nada estraña en su orígen, por la impresion que producia la presencia de tantos males), de que todo fué desastroso y abominable en la marcha económica de aquel tiempo. Nó; medidas se dictaron, y no pocas, altamente favorables al desarrollo de los intereses materiales, encaminadas al fomento de la agricultura, al ensanche del comercio, á los adelantos de la industria y de las artes, á la proteccion de la propiedad territorial, y á remover, en cuanto las circunstancias lo permitian, los obstáculos que de antiguo venian poniendo al ejercicio y empleo de las fuerzas productoras las trabas impuestas á la inteligencia y al trabajo.

De contado no es exacto lo que se viene en coro repitiendo, que en los tiempos de Cárlos IV. y de Godoy se vendian descaradamente, y como en pública almoneda, los empleos y cargos del Estado. No fueron ciertamente aquellas administraciones modelos de moralidad y de justificacion en la provision de empleos. Mas si la publicidad es una garantía, ya que no de seguridad, por lo menos de atenuacion del abuso, mucho dice la real órden, acaso de pocos

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