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fuera atacada su obra, y se tratára de enmendarla ó de destruirla, ¿hay medio de poder justificar la conducta de Fernando VII. con los constituyentes y con los comprometidos por la causa liberal? ¿Cómo justificar, ni cohonestar siquiera la negra ingratitud de un rey que se convierte en encarcelador y perseguidor implacable de los que le habian recogido, guardado y conservado la corona, aquella corona que él habia perdido, poniéndola á los pies de un estrangero? Si como autores de una Constitucion monárquica no anduvieron políticos ni cuerdos en restringir excesivamente la autoridad real, en rigor de derecho constituyente ¿no le tuvieron para despojar enteramente de ella al que ya la habia abdicado, y entregado la nacion á merced de un soberano intruso? ¿Teníale el esclavo adulador de Napoleon para sepultar en calabozos á los mismos que le habian á él redimido de la esclavitud, y le trasladaban desde una prision estrangera al sólio español?

Y respecto á la institucion de las Córtes, ¿podia condenarla el mismo que por un decreto de Bayona las habia mandado celebrar? Y en cuanto á la le gitimidad de su congregacion y al ejercicio legal de sus funciones, ¿podia negar y anular lo que la nacion entera habia reconocido y sancionado, lo que reconocian y respetaban como legítimo los soberanos y los gobiernos mas absolutos de Europa?

Comprendemos bien, y lejos de maravillarnos ni sorprendernos, parécenos muy natural que al volver Fernando á España, y al encontrar la nacion dividida en dos bandos, el reformador y el absolutista, prefiriera este último y se adhiriera á él, por inclinacion, por instinto, por la educacion tradicional, por instigacion de sus cortesanos, por conviccion, y hasta por conciencia. Comprendemos que quisiera suprimir y anular los artículos del Código constitucional que creyera atentatorios á la dignidad régia, ó peligrosos ó contrarios á los derechos y prerogativas de la corona en una monarquía representativa. Comprendemos que tuviera por conveniente ó necesario disolver aquellas Cortes y convocar otras para reformar con su intervencion el código político. Comprendemos que suspendiera la ejecucion de ciertas reformas para sujetarlas á nuevo exámen, y modificar ó suprimir las que no convinieran á las circunstancias y á la situacion del reino, y equilibrar de este modo los derechos de los poderes públicos, y conciliar de esta manera los intereses de todas las clases, las tradiciones antiguas con las aspiraciones modernas, y templar la tirantez de las pasiones y de los ódios políticos, y establecer asi un gobierno representativo y una monarquía constitucional verdaderamente templada.

Pero en lugar de esto, que, más ó menos hacedero y posible, por lo menos habria sido un intento prudente y un propósito noble, querer borrar de

una plumada todo lo hecho y todo lo acontecido, y quitarlo de en medio del tiempo como si jamás hubiera pasado, por Dios que era el mas insano alarde de despotismo, el mas inaudito estravío de la razon humana, la mas loca aspiracion á poder lo que no puede la misma omnipotencia divina; ó haciendo favor al comun sentido, la hipérbole mas estravagante que pudo ocurrir á una imaginacion trastornada con cierta ebriedad de dominacion absoluta. Pero en lugar de esto, encender y fomentar, ó permitir que se encendiera el horno de las venganzas entre sus súbditos; plantear un sistema de reaccion furiosa; enseñar con el ejemplo y aplaudir con el consentimiento las demasías y atropellos del feroz populacho; abrir las cicatrices y renovar las heridas de los que se habian sacrificado por su rey y por la libertad de su patria, apretando sus brazos con esposas y cadenas; poner una mordaza al génio de la ilustra cion y del saber, preparar calabozos y cadalsos y llevar á ellos lo mas espigado de la sociedad, porque tuviera tinte de liberalismo, sin que sirviera una larga vida de virtud y de honradez, era verdadero lujo de tiranía, y fué el colmo de la ingratitud.

No puede disculparse ni sincerarse el proceder de Fernando con el carácter de las reacciones y de sus indeclinables consecuencias. Infinitamente mas radical fué la reaccion francesa que por aquel mismo tiempo restableció á los Borbones en el trono de Francia, de que la revolucion los habia violentamente arrojado. No hay paralelo ni cotejo entre los abominables escándalos y desvarios de la revolucion francesa, y las estralimitaciones legales que se quieran encontrar en la marcha pacífica y magestuosa de la revolucion políti ca española. Allí insignes locuras adoptadas como principios de gobierno 30cial; aquí tal vez alguna falta de equilibrio en el conjunto de la organizacion, atendidas las circunstancias del reino: allí horribles crímenes calificados de acciones heróicas, y criminales deificados; aquí moralidad en las leyas y probidad en los legisladores: allí la sangre de un rey inocente enrojeciendo el patíbulo; aquí gobernando en nombre de un rey que habia abdicado trono y corona, y reservándole religiosamente la corona y el trono: allí una familia real ́ proscrita y perseguida; aquí una familia real, cuya ausencia se lloraba, y por cuyo rescate se peleaba para aclamarla de nuevo con delirio: allí un pueblo que habia sacrificado á su monarca; aquí un pueblo que se habia sacrificado por su rey: allí una república tumultuaria y disolvente; aquí una monarquía hereditaria sobre la base de la misma dinastía; allí un monarca establecido por el poder estrangero, que encontraba multitud de agravios que vengar; aquí un soberano rescatado por el esfuerzo de sus propios súbditos, que hallaba muchas virtudes que galardonar.

Y sin embargo, Luis XVIII. de Francia ocupa el trono de los Borbones

corriendo un velo á lo pasado; olvida hasta el asesinato de su hermano y perdona á sus enemigos; olvida las locuras de la revolucion, y procura establecer un gobierno representativo razonable y templado; encuentra vivas las llagas y enconados los ánimos, y trabaja por cicatrizar aquellas y conciliar éstos. ¡Qué contraste entre la conducta y el proceder de Luis XVIII. de Francia, y la conducta y el proceder de Fernando VII. de España! No hay pues que achacarlo á los efectos naturales de las reacciones. Jamás monarca alguno se vió ni mas obligado, ni con mas favorables condiciones para hacer felices á sus pueblos, que Fernando al regresar de su cautiverio de Valencey. Deseado y aclamado por todos, ageno á las discordias de los partidos, sin crímenes que perseguir, y con muchos servicios que remunerar, todo le sonreía, todo le convidaba á ser el padre amoroso, no el tirano de sus hijos. Vulgar en sus miras, mezquino en sus sentimientos, siguió el mas opuesto camino al que le señalaba la prudencia, y al que su gloria personal le trazaba.

Todavía quiso añadír á la injusticia la hipocresía y el disimulo. Todavía en su célebre Manifiesto de 4 de mayo, protestaba que aborrecia y detestaba el despotismo, cuando de órden suya se estaba encarcelando á los diputados. To davía ofrecía gobernar con Córtes legítimamente congregadas, cuando de órden suya se depositaban en una pieza cerrada y sellada todas las actas y papeles de las Cortes, para que no se viera rastro de ellas, y si pudiera ser, ni memoria. Todavía afirmaba que la libertad y seguridad individual y real quedarian firmemente aseguradas por medio de leyes, cuando de órden suya se estaba asegurando á los ciudadanos con grilletes y con cerrojos. Todavía estampaba la promesa solemne de que todos gozarian tambien de una justa libertad para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos, cuando de órden suya se hacia enmudecer á todos los ingenios y talentos que descollaban, hundiéndolos y encerrándolos donde no pudieran ni escribir, ni leer, ni hablar, ni comunicar á nadie sus ideas.

Este documento, tomado en un sentido literal, y supuesto un propósito sincero de cumplirle, habria podido recibirse como un razonable programa, como un medio término y una bandera levantada para templar el encono de las pasiones y de los resentimientos, y conciliar los ánimos y los partidos. Cotejado con las medidas atrozmente despóticas que se tomaban, y con el sistema ferozmente reaccionario que empezaba á seguirse, era un sarcasmo, un ludibrio, una burla sangrienta, y era al propio tiempo el descrédito de la palabra de un rey, en otro tiempo tan sagrada.

No fué Fernando ni mas indulgente ni mas generoso con los llamados afrancesados que lo habia sido con los liberales. Despues de las promesas que á aquellos hizo al pasar por Tolosa, despues de haber consignado en un artícu

lo del tratado de Valencey que á todos los españoles que tuvieron la flaqueza de adherirse al partido del rey José se les reintegraria en el goce de sus derechos y honores, asi como en la posesion de sus bienes, la manera que tuvo de cumplir esta real sferta luego que regresó á Madrid fué fulminar un decreto de proscripcion, desterrando perpétuamente del reino á los partidarios del rey intruso. Inhumano y terrible decreto, que condenó de un golpe al ostracismo á doce mil españoles en masa. Mas no fué esto lo mas horrible de aquel famoso anatema; sino que en él se prescribia que las mugeres casadas que quisieran seguir la suerte de sus maridos habian de quedar tambien perpétuamente des terradas del reino. ¡Inaudito principio de moral cristiana, hacer un crimen del cariño conyugal, y castigar con fuerte pena el santo amor del matrimonio!

¿Y con qué derecho dictaba Fernando tan cruel y despótica medida? Que la Regencia y las Córtes españolas hubieran sido rigurosas, como lo fueron, con los que habian tenido la desgracia de mostrarse partidarios del intruso, ó la debilidad de aceptar de su gobierno mercedes, empleos ú honores, entiéndese bien, y era muy propio del celo patrio y del espíritu hondamente español que las animaba. ¿Pero con qué titulo se ensañaba Fernando con los que no habian hecho sino seguir su mal ejemplo?

Mas terminemos yá, y no prosigamos en tan amargas reflexiones. Hemos apuntado, y era lo que nos proponiamos, las causas que de una y otra parte cooperaron á la súbita y violenta destruccion del edificio constitucional, con tanto patriotismo y abnegacion levantado por los legisladores de Cádiz, y las que hicieron que tuviera tan infeliz remate el mas heróico, el mas glorioso, el mas brillante período de nuestra historia moderna,

XIX.

Nos hemos detenido en el exámen crítico de esta época más de lo que persábamos, y más tal vez de lo qne era propio y exigian las proporcionales dimensiones de una historia general. Sírvanos de disculpa su inmensa importancia, la magnitud y calidad de los sucesos, y la consideracion de haber sido el período en que se inauguró y tuvo principio la verdadera regeneracion de España, la verdadera transicion de una á otra edad de la vida social española, la verdadera transformacion del estado político y civil de nuestra patria.

Que si al pronto, por la vituperable voluntad de un monarca ingrato, y por la fascinacion lamentable de un pueblo avezado á los hábitos envejecidos de una educacion oscura y de una viciosa organizacion, se desplomó la obra de los innovadores, y sobre sus ruinas se restableció la antigua monarquía, no con la tolerancia de los mas recientes reinados, sino con todo el aparato despótico de los mas rudos tiempos, todavía la idea liberal, aun durante la férrea dominacion del mismo Fernando, renació mas de una vez de sus mismas ruinas, como tendremos ocasion de ver cuando tracemos la triste historia de este reinado. Todavía mas de una vez, reproduciéndose como el fénix de sus propias cenizas, resucitó con bastante fuerza para arrojar la losa fúnebre del despotismo que sobre su cadáver pesaba, aunque para caer de nuevo exánime á los golpes de la máquina de muerte que los satélites de la tiranía tenian siempre y sin cesar funcionando. Todo el reinado de Fernando fué una lucha perenne, ó con escasos períodos de tregua, entre el rancio sistema de oscurantismo y de terror de los anteriores siglos, y la doctrina de espansion y de luz que produjo las nuevas instituciones nacidas en la gloriosa época de la revolucion y de la independencia de España.

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