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blo de este mismo partido, ocupan en la historia de España, abraza un gran período que estoy seguro les agradará conocer.

-Explicándolo de la manera que sabe V. hacerlo, seguramente que aprenderémos con su relato.

-Me honran Vds. demasiado.

-Es justicia solamente.

-Debo advertirles que será un poco larga la narracion, pues mal podrian ustedes apreciar ciertos hechos si no conocieran á fondo las causas.

-Tiene V. mucha razon.

-Así es que repasarémos el reinado de Cárlos II, último rey de la casa de Austria, aun cuando sea á grandes rasgos, á fin de conocer mejor los elementos que se fueron acumulando, para la guerra de que nos ocuparémos.

Y nuestros amigos se acomodaron perfectamente para escuchar al anciano que dió principio á su narracion en los siguientes términos: (1)

La casa de Austria, que tan brillantemente inaugurara su dominio en España, que con Carlos I habia elevado la nacion á un grado de poder y de gloria extraordinarios, fue descendiendo en manos de sus sucesores de una manera lamentable é insostenible. Efectivamente; apenas puede concebirse que los descendientes de aquel Rey no hubiesen aprendido nada en su escuela.

Con que supieran gobernar lo que él les dejara tenian bastante, por mas que el administrar y mantener los poderosos dominios y provincias tan separadas de la metrópoli fuese ya demasiado; pero léjos de eso, los monarcas que sucedieron á Cárlos I, ineptos é indolentes, confiaban el poder en manos tan débiles é ineptas como las suyas, mas á propósito para perjudicar á la nacion que para enaltecerla.

A la muerte de Felipe IV parecia que ya no podia llegar la nacion á mayor grado de abatimiento.

Guerras desastrosas, pérdidas de gran consideracion en territorios que á España pertenecieran, corrupcion en las costumbres, la dignidad real escarnecida y la honra nacional lastimada, eran males de tanta magnitud que parecia imposible que pudieran todavía tener un «mas allá.»

-¡ Caramba! sabe V., D. Cleto que el cuadro no tiene nada de halagüeño. -Pues aun es pálido, amigos mios. A la muerte del IV Felipe, ni existian soldados, ni existia pueblo; los primeros, ó habian sido sacrificados en estériles empresas, ó habian desertado por falta de paga y de disciplina, y el segundo, contaminado con la corrupcion de la corte, estaba enervado, abatido, sin fuerza para nada y contentándose únicamente con las migajas de los festines de los favoritos.

-¿Pero y las rentas reales?

-Empeñadas.

(1) La importancia de las causas que produjeron la guerra de sucesion nos obligan á recorrer todo el reinado de Carlos II, por mas que parezca ageno al asunto que vamos á describir en Brihuega, la descripcion de aquel. Mas como todos los hechos ocurridos en el reinado de Felipe V reconocen aquella causa, no nos parece desacertado el ocuparnos de ellos en este sitio.

-¿Y el tesoro?

-Exhausto.

-¿Y los productos de América?

-O gastados antes de llegar á España, ó en poder de los ingleses, holandeses ó franceses, cuyas escuadras andaban siempre á caza de galeones españoles.

-Desesperada era la situacion.

—Y para cúmulo de desventuras, la perspectiva de una minoría, con la regencia de una reina, mas austríaca que española, mas caprichosa que justa, mas terca que caprichosa, y mas altanera que terca.

La direccion absoluta de D.a Mariana de Austria estaba á cargo del jesuita aleman Nithard, su confesor, inquisidor general, y tan orgulloso y tan antiespañol como la misma regente.

-Diga V. D. Cleto interrumpió Castro, ¿Felipe II no habia dejado un hijo bastardo, llamado D. Juan de Austria?

-Sí, señor; hijo suyo y de la Calderona, comedianta famosa de su tiempo; este bastardo, á haber tenido la capacidad y el genio de aquel otro ilustre bastardo de su mismo nombre, hijo del emperador Cárlos V, podia haber cambiado por completo la faz de los acontecimientos.

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-Vds. mismos podrán juzgar. El pueblo, que odiaba todo lo que era aleman, que odiaba á la Regente y á sus ministros, que veia al bastardo mostrarse enérgico y acusador contra la Regente y sus hechuras, volvió hácia él sus ojos, esperando obtener el remedio de tantos males como sufria. La Regente, temerosa de aquel prestigio, decidió darle el gobierno de Flandes, para tenerle alejado, mas D. Juan rehusó aquel mando y censurando agriamente la administracion que se seguia, consiguió que le desterraran á Consuegra, cuya prision esquivó, escribiendo á la Regente una carta en la cual se revelaba el hombre atrevido y enérgico, justiciero y recto, del cual tenia derecho á esperar el pueblo mucho y muy ventajoso.

Y prueba de que el pueblo esperaba esto, que agrupándose á su lado le acompañó desde Barcelona hasta la corte, imponiendo á la Reina y al resto de la nacion, que creia ver en él al árbitro de sus futuros destinos.

Mas al llegar á Torrejon detúvose, exigiendo imperiosamente de la Reina, que saliera inmediatamente de España el P. Nithard, que se llevaran á cabo grandes y radicales economías, y que se creara una Junta, llamada de Alivios, para atender à la mejora de los pueblos.

-Buena marcha, por cierto, emprendió el bastardo.

-Grandes esperanzas hizo concebir con ella.

-¿Y salió desterrado el Jesuita?

-Sí, señores; cumpliéronse todas las exigencias de D. Juan, y todo el mundo esperaba con impaciencia verle entrar en Madrid; mas con general sorpresa, viósele ale

jarse y marchar á Zaragoza.

-¿Cómo dice V.?

-Sí, señores; ¿y saben Vas. cual fue la razon de esta retirada? Que la ambicion de D. Juan de Austria se satisfizo con el nombramiento de virey de Aragon.

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-Eso probará á Vds. la clase de hombres que entonces quedaban en esta gran nacion, donde tantos y tan grandes hubo en mejores tiempos. Esto les demostrará que nada elevado, nada digno, nadá que pudiera enaltecer á un hombre, habia en aquel personaje, que pudiendo librar á España de un Gobierno que la aborrecia, y devolverla algo de su antiguo esplendor, prefirió ir á mandar una provincia en nombre de aquel mismo Gobierno contra el cual se alzara, á hacerse acreedor á la gratitud y á la estimacion del país.

-Es verdad.

-Y como es lógico -dijo Azara,-obtenido aquel triunfo por la Regente, los males aumentarian sobre España.

-Aun estaba caliente, por decirlo así, la silla que acababa de abandonar el jesuita Nithard, cuando ya la habia ocupado el aventurero Valenzuela, cuya privanza reconocia un orígen bastante dudoso, pues se debia á los chismes de que se hiciera correo, y que le malquistaron con la grandeza.

-¿No era ese favorito el que conocian en la corte bajo la denominacion de el duende de palacio?-preguntó Azara.

-Sí, señor; tal fue la denominacion que se dió al jóven favorito, que desde simple paje de un magnate, subió hasta los primeros puestos del Estado?

-¿Pero la corte no murmuraba?

-Sí, señores; mas á pesar de sus murmuraciones, el nuevo grande de España, haciendo ostentoso alarde de el-á mí solo es permitido―y del―yo solo tengo licencia,— motes y emblemas que ostentaba en los torneos, hacia callar ostensiblemente á todos por temor á los castigos que se les pudieran imponer, aun cuando bajo mano pusiesen pasquines alegóricos al corazon de la reina y á los empleos, de que estaba haciéndose tan vergonzoso comercio, en los cuales se decia-esto se vende,-aludiendo á los segundos, y―esto se da,-refiriéndose al primero.

-¡Qué ignominia!

-¡Muy grande, señores! todo estaba relajado y envilecido, y á pesar de lo detestado que era el favorito, como que era el dispensador de las mercedes, se agrupaban á su derredor los mismos que le deprimian, y únicamente, cuando no obtenian lo que deseaban, era cuando pensaban en otra persona á quien entregar el poder.

-Pero ese dominio, esa situacion tan terrible, no podria prolongarse mucho. -Demasiado, señores, demasiado; fue necesario que los malos tratamientos llegaran hasta el Rey, que este se escapara de su palacio, que se formara una conspiracion, en la cual entraran hasta las señoras, que el pueblo y nobleza se coligasen por fin, para que el bastardo abandonase su vireinato y se dirigiese hácia Madrid.

-¿Y qué hizo la Regente!

-D. Juan de Austria no penetró en la corte hasta que hubieron desaparecido todos los obstáculos, es decir, hasta que la Regente marchó á Toledo y Valenzuela se escapó.

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-¿Quién dió la órden para el destierro de la reina?

-Su mismo hijo, siendo inútiles cuantas gestiones hizo D." Mariana de Austria

para ver al Rey, ó cuando menos para que llegaran á sus manos alguna de las cartas que le escribió.

-¿Y Valenzuela?

-Esto es mas repugnante todavía, y si lo detallo es porque puedan Vds. formarse una idea mas exacta de cómo estaba la corte, y á qué punto llegaba la falta de dignidad que reinaba en todas las esferas.

-Ya lo comprendemos, porque el cuadro que va V. describiendo nada tiene, por cierto, de edificante.

-El Rey sabia la conspiracion que se tramaba, y que ella amenazaba mas directamente que á nadie á Valenzuela, á quien habia cobrado grande afecto, y al cual hizo muchas distinciones. Queriendo librarle de la muerte que le aguardaba, llamó al Prior del monasterio del Escorial y le dió órden por escrito de que ocultara á Valenzuela, y le sustrajese al rigor de sus enemigos.

El Prior lo hizo así, y tal confianza tenia el valido en el Rey, que llevó su familia á aquel punto.

D. Juan de Austria apenas tomó posesion de su cargo de primer ministro, lo primero que hizo fue dar órden para prender á Valenzuela, siendo los encargados de ejecutarla el duque de Medinasidonia y el hijo del de Alba.

-Y quizás ambos le deberian grandes mercedes al favorito.

-Muchas le debia el segundo.

-Que pagaria...

-Con la mas negra ingratitud. Él fue quien excitó la soldadesca á que violara el sagrado asilo, despreciando las excomuniones fulminadas por el Prior; él, quien maltrató al preso despues que le tuvo en su poder; y él, finalmente, quien, sin guardar ninguna de las consideraciones que se deben á la desgracia y al sexo, penetró en las habitaciones de la esposa de Valenzuela, y sin tener en cuenta lo adelantado de su embarazo, se apoderó de sus joyas, del dinero que tenia, y en fin, la hizo sufrir toda clase de humillaciones.

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-Por mas inconcebible que parezca, aquella desgraciada señora se vió primero desterrada en Toledo, y cuando pudo fijar su residencia en Talavera perdió el juicio, y sus últimos años los pasó pidiendo limosna de puerta en puerta.

-¡Oh! D. Cleto, eso no puede ser.

-Sí, señores. D. Juan de Austria fue inexorable.

-¿Y qué hicieron de Valenzuela?

-Le desterraron á Filipinas, y al cabo de mucho tiempo pudo conseguir que le permitieran pasar á Méjico, donde vivió á expensas del hermano de su primer protector, el duque del Infantado, hasta que murió.

-Pero ¿por qué tanta persecucion?

-Fue tanto mas injusta, cuanto que Valenzuela si bien habia cometido faltas, no

cometió crímenes como otros favoritos cometieron; pero sus faltas eran de aquellas que no perdonan los grandes, y D. Juan de Austria mostróse tan pequeño en aquella venganza como los mismos nobles que le ayudaron (1).

-¿Cómo el Rey pudo consentir semejante atropello?

-Si el Monarca carecia de voluntad; si no tenia ni carácter, ni energía, ni dignidad.

-Desgraciada nacion.

-Sí, amigos mios, muy desgraciada; pues todos sus nobles esfuerzos, todos sus sacrificios, se veian recompensados con procederes tan ruines.

-Y todas las hechuras de Valenzuela le volverian la espalda.

—Ya pueden Vds. juzgar por el comportamiento del hijo del duque de Alba, que tantos favores le debia.

-Es cierto.

Y nuestros amigos quedáronse un momento suspensos, preocupados por la rápida y ruidosa caida de aquel desdichado favorito.

XXVI.

España bajo el reinado de Cárlos II.— Intrigas de la corte de Francia.- Testamento del Monarca.

-D. Juan de Austria-prosiguió D. Cleto poco despues,-se encontró, por fin, dueño del poder.

-Mal debió portarse con todos, á juzgar por lo que nos ha referido de Valenzuela. -Es cierto.

-Quien se ensaña así con un enemigo vencido, es incapaz de sentir un impulso grande y generoso, ni de tener una idea noble y digna.

-Efectivamente; solo pensó en castigar, y mas prodigó los castigos que las recom

(1) En prueba de la incapacidad, de la supersticion y falta de carácter del rey Carlos II, en la Biblioteca del Escorial existe una relacion de los sucesos ocurridos en aquellos dias, en la cual se refiere la conversacion habida al dia siguiente de la prision de Valenzuela, entre el Monarca y el Prior del Escorial.

Fué este á Madrid y presentóse al rey conmovido todavia por las violentas escenas que tuvieron lugar en aquel sagrado asilo.

-¿Con qué le cogieron ?-preguntó Cárlos II al prelado.

-Le cogieron, señor,-repuso este avergonzado por la frialdad é indiferencia del rey.

-¿Y su esposa ?

-Su esposa ha venido á Madrid, y yo me atrevo á suplicar á V. M. se digne ampararla á ella y á su desgraciado marido.

-A su esposa sí, á él no,-contestó el rey.

-Señor, ¿y será posible que V. M. se olvide de su desgraciado ministro?

—¿Creerás-repuso Cárlos II,—que ha habido una revelacion de una sierva de Dios que daba á entender que habian de prender á Valenzuela en el Escorial?

-Mas bien será una revelacion del demonio-contestó el prior de mal talante,-y no crea V. M.-prosiguió,que defienda á Valenzuela por interés, pues jamás he recibido de él sino esta pastilla de benjui.

Al escuchar el fanático monarca estas palabras, separóse del religioso, exclamando:
-Aparta, aparta, no la traigas contigo, que será un hechizo ó un veneno.

Al oir estas frases, dice el indicado manuscrito, que el prior hubo de hacer gran esfuerzo para contener la risa, pero contentóse con besarle la mano, y salir de la estancia régia no muy satisfecho de la inteligencia del Monarca. En la Historia y descripcion del Escorial, hecha por D. José de Quevedo, y publicada en 1849, se cita este y otros hechos, de los cuales tambien se hace cargo nuestro erudito historiador, D. Modesto Lafuente.

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