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darte de Castilla no ondeaba sobre sus robustos muros, y en su lugar mostrábase orgulloso el aborrecido emblema del Islam.

Temim habia logrado sorprender á sus defensores, y lo que la fuerza no pudo, hubo de conseguirlo la astucia; en vano procuraron estos resistirse; superiores en número los enemigos y aprovechándose de su sorpresa, bien pronto hicieron imposible toda lucha, y el castillo cayó cual antes sucumbiera la ciudad.

En vista de esto, las tropas de Alfonso decidieron vengar á sus compañeros recuperando á Uclés, y, con mas ardimiento que prudencia, intentaron cercar el fuerte.

El dia 30 de mayo de 1108 les hizo comprender, aunque sobrado tarde, su error. Viendo Temim la inferioridad de los cristianos y su comprometida posicion, preparó sus huestes y aprestóse al combate lleno de satisfaccion por el triunfo que no podia menos de alcanzar.

Con la furia de la fiera hostigada en su madriguera, lanzáronse de los muros á la campaña los soldados de Temim.

Blandiendo sus corvos alfanges y sus agudas lanzas, y con el estruendo y gritería de costumbre, precipitáronse sobre los cristianos, no de otro modo que el Simoun sobre los abrasados arenales que un tiempo pisaran muchos de ellos.

Los soldados de la Cruz, los que durante tan largos años habian peleado por su Dios, por su Rey y por su patria, ya vencedores, ya vencidos, pero valientes y arroJados siempre, demostraron, resistiendo el empuje de los islamitas, que aun no se habian extinguido en ellos aquellas dotes.

Pronto la campiña tiñóse de sangre; pronto en el sitio donde no ha mucho un rebaño buscaba medios con que prolongar su vida, otros rebaños humanos buscaban y encontraban la muerte.

Las tropas de Alfonso hacian prodigios de valor; sus condes las daban el ejemplo esponiéndose como simples soldados á los golpes de los enemigos.

Bravamente luchaban tambien los almoravides, pero entre unos y otros habia gran diferencia.

Descollaba en aquellas la fe, el amor patrio, la entusiasta idea del honor y de la gloria, la conviccion de la justicia.

En estos solo se veia el fanatismo, la ferocidad, el afan del botin.

Así es que á no ser por la desigualdad de fuerzas, la victoria no hubiera sido dudosa; pero escrito está que el número sea las mas de las veces enemigo inconciliable del valor y de la justicia, y haga inútiles los esfuerzos de estos.

Fatigados los nuestros por lo largo de la pelea, abrumados por la multitud de los enemigos, y no alentados con la presencia de su anciano y querido Monarca, empezaron á flaquear, dando con esto mayores ánimos á los infieles.

Comprendiendo todos como instintivamente lo que á su deber cumplia, conforme retrocedian, íbanse agrupando en torno de D. Sancho y del conde de Cabra, que luchaban con desusada intrepidez; pero su número disminuia por momentos, y cada uno que caia era un baluarte que ya no protegia al tierno hijo de Zaida y á su

leal ayo.

A su alrededor los árabes hacian caracolear sus lijeros corceles, cada una de cuyas evoluciones llevaba en pos de sí la muerte y el esterminio.

Pronto pudieron los sectarios de Mahoma llegar al punto mismo donde infante y conde se hallaban; pronto pudo este dar una patente prueba de su heróica abnegacion. «¡ Padre, padre! mi caballo está herido,» exclamó Sancho al tiempo que caia al suelo con su corcel herido efectivamente de muerte.

«Aguarda, no te hieran á tí tambien, » contestóle el de Cabra: y desmontando, sin curarse para nada de su persona, ayudó á levantarse al príncipe, buscando despues con mirada ansiosa un punto por donde poder escapar.

¡Empeño inútil! Sus ojos solo pudieron ver muerte y estrago por todas partes. Los pocos soldados suyos que aun luchaban caian bajo los golpes de los de Temim, y el mismo se hallaba sériamente amenazado.

Bien pudiera huir él solo; pero el abandono del infante equivalia á la deshonra, y entre el honor y la vida no vaciló un momento.

Protegiendo á Sancho con su escudo, esgrimió de nuevo la espada, decidido á vender cara la victoria.

En vano le cercan muchedumbre de enemigos; en vano se le dirigen golpes de todas partes; aquellos no bastan á arredrarle, y estos son parados con la rapidez del rayo por su acero; los que recibe sirven solo para aumentar su furia.

Pero el tiempo pasa; los adversarios aumentan; sus fuerzas disminuyen; un golpe de alfange que recibe en un tobillo acaba de desfallecerle y cae hacia delante, protegiendo, aun despues de muerto, con su cuerpo, el depósito que se le habia confiado. Sancho no tarda en seguir la misma suerte, y los cuerpos de ambos sirven de trofeo al vencedor.

Tan infausto suceso acaba de desalentar á los cristianos y huyen desordenadamente, perseguidos por los infieles que dan muerte á no pocos, entre enos los condes Garci Fernandez, Martin y otros cinco mas, que dieron á esta jornada el título de batalla de los Siete Condes; así como por el sitio en que acaeció se le conoce tambien con el de batalla de Uclés.

Costó tan sangrienta jornada, además de veinte mil hombres que quedaron en el campo, entre ellos muchos valerosos capitanes, el conde de Cabra y el infante D. Sancho, la pérdida de Cuenca, Huete, Ocaña y otras varias poblaciones que cayeron en poder del vencedor; contribuyendo tambien no poco el disgusto que recibió el Monarca castellano, á acelerar el término de sus dias.

Segun se cuenta, al presentarse á él los que lograron escapar con vida y noticiarle, junto con la derrota de sus tropas, la muerte de su hijo, exclamó suspirando amargamente: «¡Ay meu fillo! ¡Ay meu fillo! alegría de mi corazon é lume dos meos ollos, so«laz de miña vellez; ¡ay meu espello en que yo me soya ver, é con que tomaba moy gran pra«cer! ¡ay meu heredero mayor! Caballeros, ¿hume lo lejastes? Dadme meu fillo, condes.»

Y respondiendo estos que no se lo habia confiado á ellos, repúsoles que puesto que su guardian habia fielmente muerto por no abandonarle, debieron ellos haberle imitado.

Disculpáronse diciendo que lo habian hecho por juzgar que le serían mas útiles viviendo para seguir luchando contra el enemigo; pero si hallaron medios de justificar su conducta, no los encontraron de consolarle de la pérdida de su hijo y de la falta de un heredero de su corona.

El deseo de sucesion le hizo contraer segundas nupcias con una señora llamada Beatriz; pero no obtuvo resultado alguno, quizás á causa de su avanzada edad, y en 30 de junio de 1109 falleció en Toledo á los setenta y nueve años, de los cuales reinó mas de cuarenta y tres.

Tales fueron, en resúmen, el éxito y consecuencias de la batalla de Uclés 6 de los Siete Condes, de tan triste celebridad en los anales cristianos.

XXXVII.

Los franceses en Uclés.-Su sangriento proceder.

Ligados por completo los destinos de Uclés con los de la Órden de Santiago en él establecida, obtuvo el fuero de Sepúlveda en 1179, y necesariamente hubo de sufrir las tales correrías con que los musulmanes querian vengar los estragos que los caballeros de la Órden causaban en sus tierras.

Mas tarde, cuando el maestrazgo pasó desde el mas noble, el mas honrado y el mas entendido de los hermanos á ser conferido al mas ambicioso ó al mas fuerte para satisfacer su ambicion ó desarmar su cólera, la villa hubo de sufrir las consecuencias de las revueltas y trastornos que ensangrentaban la mayoría de las poblaciones castellanas.

En 1476 sitió la villa con sus gentes de armas D. Rodrigo Manrique, y ni D. Diego Pacheco que como juro de heredad queria conservar el maestrazgo, ni D. Alonso de Cárdenas, á quien eligieran para este cargo los de Leon, pudieron impedir que el castellano se apoderase de ella, á pesar de la violenta resistencia que le hicieran.

Este fue, puede decirse, el postrer episodio de importancia que registra la historia de Uclés en su historia en las edades pasadas.

Mas sangriento, mas terrible, mas doloroso es el que en la moderna tuvo lugar en la infortunada villa.

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Napoleon Bonaparte habia fijado sus miradas en España, y su ambicion suspiró por obtenerla.

Artero y astuto sacó, en virtud de un tratado con tanta lijereza firmado, como hollado con desfachatez, los mejores soldados á quienes llevó al Norte.

Nuestra escuadra, cobardemente abandonada por la francesa, sucumbió gloriosamente en Trafalgar, y la nacion solo podia oponer á aquel coloso de hierro soldados sin organizacion, generales inhábiles y plazas desguarnecidas.

Con todo esto habia ya contado el emperador francés. Analizando estos elementos suponia con algun fundamento que la resistencia seria escasa, mas no recordó ni la

historia ni las tradiciones del pueblo que trataba de sujetar, y esta falta le costó muy

cara.

Con desleales pretestos sacó de España á los reyes, con encubiertas tramas introdujo en la Península sus soldados, y, merced á vituperables medios, fuese apoderando de importantes fortalezas.

Pero lo que no hicieron los Monarcas ni el Gobierno español, ni las tropas regulares que quedaban, hízolo el pueblo sin mas guia que su patriotismo, sin otra direccion que su amor á la independencia, sin otras armas que las primeras que pudo encontrar.

El dia 2 de mayo, las turbas reunidas en la plaza de Palacio para ver la salida de los infantes D. Francisco y D. Antonio, últimos restos de la familia real de España que tambien queria sacar Napoleon de Madrid, no pudiendo dominarse por mas tiempo, cargó sobre la francesa escolta, y los primeros disparos que sonaron aquel dia en la corte, resonaron en todos los ámbitos de la península.

No habian pasado muchos dias, cuando en toda España se combatia contra los fran

ceses.

Los paisanos convirtiéronse en soldados, los rústicos instrumentos de labranza en mortífero armamento, el clero abandonó el claustro y las iglesias para trasladarse á los campos de batalla, y se improvisaron ejércitos à la par que se formaban generales.

Natural era que estas masas indisciplinadas mas à propósito para batirse y molestar al enemigo divididas en pequeñas fuerzas, llevasen la peor parte en las batallas con las aguerridas tropas del Imperio, pero sin que decayera su ánimo un instante, sin cejar en su empeño, mas irritadas cuanto mas pérdidas sufrian, demostraron á los invasores que no podrian jamás reducirlas por medio de la fuerza.

Entre los generales que habian tomado el mando de las tropas españolas, el duque del Infantado dirigia el ejército del centro.

Si como formar planes sabia, hubiese tenido talento para ejecutarlos y menos pesadez en sus movimientos, otra quizás hubiese sido la suerte que obtuviera.

Pero el Duque, ya lo hemos dicho, no hacia mas que idear planes, desechando hoy el que ayer concibiera é introduciendo á cada momento variaciones en el que por fin adoptaba, consiguiendo con esto entorpecer las operaciones y dar lugar á desastres como el que vamos á referir.

Oigamos como refirió este episodio á los cuatro jóvenes un anciano octogenario vecino de Uclés y amigo de D. Cleto, testigo presencial de aquellos funestos acontecimientos:

-«Eran los últimos dias del mes de diciembre de 1808.

El batallon á que yo pertenecia era uno de los que constituian la division que mandaba el general Venegas, y nos hallábamos aquí en esta misma villa.

El general en jefe nos mandó la órden de atacar a los franceses que en número de ochocientos ó mil se hallaban en Tarancon. El duque del Infantado, despues de estar pensando mucho tiempo, se decidió por lo peor.

De mala gana nuestro general y no muy satisfechos nosotros, emprendimos la marcha el mismo dia de Noche buena apenas hubo cerrado la noche.

De tal modo nevaba y tan fuerte era la ventisca, que bien pronto la caballería que nos habia de proteger se extravió, y nosotros mismos, conocedores del terreno, apenas sabíamos por donde marchábamos.

Varios compañeros iban quedándose, bien perdidos en la oscuridad, bien en el fondo de algun precipicio, y para cúmulo de desdichas, ni nuestra marcha fue tan secreta que el francés pudiera ignorarla, ni nuestra buena suerte nos permitió seguir el camino sin tropezar con ellos.

Percibimos disparos lejanos; el general dispuso que se dirigieran dos batallones hácia el lugar donde se oian, y tuve la suerte de que fuese el mio uno de los elegidos. Felizmente pudimos llegar á tiempo. La caballería que, como he dicho, se nos habia extraviado, fue à tropezar con los franceses, y nuestro auxilio no pudo ser mas oportuno.

Mas á pesar de esto, la expedicion no pudo llevarse á cabo, y nosotros nos quedamos esperando órdenes del general en jefe, órdenes que no llegaban nunca.

Nuestro movimiento puso sobre aviso al enemigo, y como en Aranjuez habia á la sazon catorce mil soldados franceses con tres mil caballos al mando del mariscal Victor, dispuso este atacarnos para evitar en lo sucesivo que intentásemos nada

contra él.

Caro pudiera haberle eostado semejante proceder si hubiéramos tenido lo que nos faltaba, que era una buena direccion, pues ya habrán Vds. visto que el terreno es bien á propósito para defenderse, mas la desgracia hizo que nos viéramos abandonados, por decirlo así, á nuestros propios esfuerzos.

Nuestro general pudo enterarse de lo que habia por confidencias que tuvo, é inmediatamente dió aviso al duque del Infantado pidiéndole instrucciones para replegarse hacia Cuenca, que hubiera sido lo mejor y mas prudente.

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Pero mientras el francés se movia, el duque del Infantado permanecia indeciso, y sin dar contestacion alguna á las comunicaciones que Venegas le enviaba.

En este caso acordó, en union de Senra, que mandaba otra division, que nos viniésemos á este punto á tomar posiciones y á esperar las órdenes del general en jefe, cuando quisiera mandarlas.

Al amanecer del dia 12 de enero de 1809 penetró un batallon en Uclés, yendo al castillo que fue el punto á que le destinó.

A tiempo lo hicimos, porque el mariscal Victor que venia cási picando nuestra retaguardia, presentóse el dia 13 frente á nuestras posiciones.

La derecha nuestra que se apoyaba en el pueblo de Tribaldos, distante una legua próximamente de esta villa, fue atacada por el general Villate al frente de numerosos batallones.

Unos nueve mil hombres contábamos nosotros, y diez y siete ó diez y ocho mil el enemigo, añadiéndose á esta superioridad numérica la mejor direccion, y que mien– tras la mayor parte de nosotros éramos soldados de pocos dias, ellos habian guerreado en una porcion de partes; sin embargo, con todo y con eso, si hubiésemos tenido un general en jefe como se debia, no hubiéramos salido tan mal.

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T. 1.

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